VEINTISÉIS Promesas, promesas
I
A Tschirnhaus y Böttger les resulta tan
emocionante la idea de que algo funcione, que logran atraerse al
rey y consiguen que se deje de lado la obtención de oro. Y se
amplían los laboratorios de Dresde, para acelerar los experimentos.
El verano transcurre en apasionantes pruebas con las arcillas
rojas. Y quizá haya un horizonte más claro, y más concentración y
más optimismo —incluso una promesa de otoño—, pero el 4 de
septiembre de 1706 Böttger no tiene absolutamente ningún derecho,
nada que alegar.
Mañana se vacían y sellan las cámaras. Van a
llevarse sus papeles. Böttger es un bien mueble, pueden llevárselo
sin previo aviso, puede recogerlo la guardia, como si fuera un
paquete, sacarlo a toda prisa y meterlo en un carruaje con destino
al castillo de Königstein, porque se están acercando los ejércitos
suecos y él es propiedad valiosa. Todos
los preciosos tesoros de la Kunstkammer
del castillo de Dresde van a llegar por la mañana, para ser
guardados en la fortaleza, una plataforma de piedra arenisca a 250
metros por encima del nivel del río.
Un niño puede imaginar la vida como una
subida, un gráfico que se desplaza hacia la izquierda y va
subiendo, vertiéndose mientras avanzas; para Böttger, por el
contrario, la vida es un continuo retorno al mismo punto. Aquí está
otra vez, en la celda del castillo, cinco años después de su primer
encarcelamiento.
II
Lo que más me llama la atención de
Königstein es que se utilizara para el encarcelamiento y
reeducación de delincuentes juveniles, Jugendwerkhof, en la República Democrática Alemana.
Que haya sido una prisión. Para hacer un dibujo de Königstein solo
tienes que agarrar un rotulador de punta gruesa y desplazarlo de
izquierda a derecha. Y ya está. No hacen falta ventanas.
Abro la carpeta del nuevo prisionero. Retiro
con mucho cuidado el primer folio. Hay tres informes del primer
día, 6 de septiembre:
Un caballero con tres criados. Motivo de la detención: desconocido. Factura mensual de ochenta y tres táleros, veinte groschen, a pagar por S. M. Augusto.Ziegler, comandante del castillo de Königstein: ¿Quién es el prisionero? El prisionero grita.Böttger: No tengo libros. La cámara es demasiado pequeña y nadie sabe quién soy.
Y así sucesivamente, día tras día de
informes y cartas. Todo lo que Böttger piensa, o necesita, con
cuántas personas se ve y cuánto anda por el interior de la celda
—diez metros, media vuelta, diez metros en sentido contrario—. ¿Qué
aconseja usted? ¿Puede dejarlo salir, por favor? Y qué canta, sus
cartas a Tschirnhaus —que le promete enseñarle geometría y
prestarle libros—, luego qué lee, luego sus promesas de obtener
oro, sus promesas de fabricar porcelana, sus promesas de hacerlo
todo como Dios manda.
Y luego viene que se ha hecho amigo del
prisionero de la celda contigua, Romanus, el desdichado alcalde de
Leipzig, el Betrüger, el estafador, el
que ha prometido en falso. Y que el prisionero ha pasado una
sospechosa cantidad de tiempo en el retrete. Tras investigar, hemos
encontrado un manojo de notas escondido detrás de un tablero,
planes de fuga. Hemos reforzado la guardia.
El 3 de junio de 1707 Böttger le escribe a
Augusto diciéndole: «He de ver a Su Majestad. Cosas de gran
importancia. Tengo la gran esperanza de que con la ayuda de Herr
Von Tschirnhaus podré presentar algo grande en el plazo de dos
meses. Haga el favor de venir a Königstein al
menos dos horas».
Cinco días después lo sacan de la celda y lo
llevan a Dresde, a presencia de Tschirnhaus y de Augusto. No son
más que las cinco de la madrugada. Promete hacer porcelana
translúcida. Y solicita arcilla blanca y arcilla roja, bol
arménico, arena fina, tiza, alabastro, ladrillo cerámico,
leña.
Lo devuelven a Königstein. Y tres meses
después, en compañía de Tschirnhaus, lo conducen a un nuevo
laboratorio en las criptas del Jungfernbastei, bajo las murallas de
Dresde.
Cierro la carpeta. Ya lo tengo de regreso en
Dresde.
En lo único que puedo pensar es en los daños
colaterales a las fantasías de fuga de Böttger, escabulléndose
entre los guardias sin que lo reconozcan, cruzando fronteras,
viviendo nuevas vidas gloriosas, santificado y famoso y especial,
bajo la luz del oro. Pienso en promesas y solo veo a Romanus.
Böttger prometió sacarlo de allí, y —es un
pequeño detalle, sin más— el caso es que Romanus murió en
Königstein en 1746. Ve una vez a su mujer. No ve nunca a su
hija.
¿Cuántas promesas no cumplidas podríamos
echarles en cara a Augusto y Tschirnhaus? ¿Cuántas a mí?