CUARENTA Y CINCO Idea de la perfecta porcelana

 

 

I

 

La tierra blanca de los cheroquis, unaker, que William pudo ver por un momento, porque se la mostró un misterioso individuo que venía de Estados Unidos y que aseguraba haber hecho porcelana, ha vuelto a aparecer. Es una promesa blanca, esta tierra. Lleva años hablándose de ella. Una patente para utilizar esta tierra, «extremadamente blanca, tenaz y destellante como la mica» se concedió al dueño de los talleres Bow Porcelain, pero la cosa quedó en nada. Destella y es frustrante.
Esta vez la tierra se ha manifestado en Bristol. Un joven mercader cuáquero, Richard Champion, la ha recibido de su cuñado de América. Corre el mes de agosto de 1765 y Champion le ha cedido a otra fábrica de china una «caja de tierra de porcelana», «del interior del territorio de las Naciones Cheroquis, a cuatrocientas millas de aquí, en montañas apenas accesibles». Pero él se ha guardado un poco.
Champion tiene veintiún años y acaba de casarse, y forma parte de un clan de Bristol con intereses familiares en buques y astilleros. Es un hombre con prisa por afirmarse, profundamente implicado en la política colonial, porque su familia comercia con las Indias Occidentales y América. Richard es al mismo tiempo político —tiene seis barcos— y moral, miembro al mismo tiempo de la Sociedad de Mercaderes, dedicada al propio interés, y de la Sociedad de Bristol para el Alivio y Liberación de Personas Confinadas por Pequeñas Deudas, dedicada a las víctimas de la primera. Su confianza en sí mismo raya en lo alarmante. Escribe Cartas Públicas utilizando el nombre de Valerius Publicola, protestando contra las injusticias en nombre de «caballeros de fortuna y reputación [...] no sometidos a ninguna influencia e independientes».
La tierra blanca despierta el interés de Richard Champion hasta el punto de que cuando ve a William haciendo pruebas con la porcelana decide involucrarse.
Champion ve a un Amigo Público con una idea, un afable hombre de familia, predicador, hombre de buenas obras, algo apartado de los asuntos modernos, bien considerado, pero con su toque provinciano. William, al entender de Champion, es un hombre con un limitado sentido de cómo hacer que las cosas funcionen, un hombre que empieza Tareas y que deja las Tareas sin terminar. Se huele una oportunidad.
A William, por su parte, le complace la energía que emana de Champion, este joven y positivo Amigo. Su nuevo negocio estará localizado en Plymouth, más cerca de las materias primas. Buscarán locales en que instalarse. «La experiencia debe decidir el mejor modo y manera de utilizar este kiln —escribe William, muy contento—, único desiderátum necesario para que la Fabricación de Porcelana, igual a cualquier otra del mundo, alcance la perfección en Inglaterra.»
Eso y, claro, el acceso a las propias materias primas. Estas se hallan en terrenos pertenecientes a Thomas Pitt.
El acceso es cuestión delicada. Esto no es una solicitud directa para prospectar en busca de cobre o estaño —primero firmas y luego rubricas con un puñetazo en la mesa, al estilo de Cornualles—. A William le angustia la idea de que la deslumbrante posibilidad de una porcelana hecha con materiales hallados en el interior de las colinas de Cornualles pueda parecer una «mera fantasía y Quimera». ¿Qué pasará si Thomas Pitt, tan joven y tan rico, no se interesa, si se encoge de hombros y se da media vuelta?
II

 

Pitt tiene treinta años, se las apaña muy bien en política y ha viajado mucho, porque ha invertido años en el Grand Tour. De él ha vuelto con ideas arquitectónicas que está deseando poner en práctica en sus fincas de Cornualles y en la Camelford House de Londres. William le pide a su amigo el doctor Mudge que intervenga, porque él es más ducho en los negocios, menos cuáquero a la antigua usanza. Todos, escribe William, sabemos de alguien que se ha embarcado en alguna «empresa imprudente».
Me doy cuenta de que durante estos últimos treinta años mi vida bien podría ajustarse a esta exacta descripción de la manufactura de porcelana.
Llegan a un acuerdo para la extracción de la arcilla y William empieza a escribirle a Thomas Pitt en el invierno de 1766. Tres docenas de largas cartas se conservan en el archivo municipal del Registro Público de Cornualles, un edificio prefabricado de una sola planta, al borde de Truro, situado entre aparcamientos de coches. Esta es la primera línea de la investigación. La carpeta está esperando. Me dan unos guantes blancos y me dejan solo.

 

 

Fragmentos de los experimentos de Cookworthy con la porcelana, c. 1766; Cornwall Record Office; F/4/80.

 

Cada carta está plegada tres veces y dirigida a Thos Pitt, Piccadilly, Londres, con un grueso sello rojo en la cara exterior, cuidadosamente manuscrita.
E inmediatamente me quedo ahí clavado.
Esperaba palabras, pero de la primera carta cayeron tres pequeños fragmentos de porcelana, envueltos y luego plegados en trozos de papel anotados con la rigurosa precisión característica de los químicos y rasgados por el borde de los platillos. «Las muestras incluidas no se envían como prueba de que soy un buen alfarero, sino de que los materiales que entran en su composición son por lo menos iguales en calidad a los de China.»
Están tan afiladas como cuando acababan de romperse.
Envía un fragmento de porcelana china común y parte de un frasco de porcelana de Nankín, y luego dos fragmentos hechos con «materias primas que se encuentran en las tierras que usted posee». Es un principio. El «interior de la pieza donde se aplicó el esmalte con muy excesivo espesor», escribe William. No hay de qué sorprenderse «porque nadie por el momento se ocupa conmigo, salvo mi hermano». Han construido un kiln de pruebas en el que no caben más de catorce piezas pequeñas, y van a experimentar con él. Van a utilizar carbón de Newcastle, porque es «mucho más barato que la madera», y van a vender más barato que nadie su espléndida, perfecta y económica porcelana.
Cinco semanas más adelante escribe, de buen talante, que dentro de tres semanas podrá enviar una taza o un frasco. Su hermano Philip y él han construido un kiln más grande —una pequeñez de kiln, noventa centímetros cuadrados— y de esta cocción han obtenido dos vasijas, dañadas por chispas adheridas al esmalte, pero que dan una «Idea de Porcelana perfecta».
Para William, la porcelana se convierte en una Idea cuando accede al ser, dañada, cortante cuando se rompe, pero Idea.
El oro blanco
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