VEINTIDÓS Un camino, una vocación
I
Tschirnhaus aprieta el paso de sus
experimentos sobre la creación de porcelana.
Recurriendo a sus lentes ustorias logra
fundir materiales holandeses de Delftware. Hace con ellos charcos
de vidrio. En carta a Leibniz del 27 de febrero de 1694, habla de
un experimento en que funde una pieza de porcelana china con el
mismo equipo, identificando los principales elementos: alúmina,
sílice y calcio. Ha hecho una piedra densa y lechosa con una pieza
de buena porcelana de Jingdezhen. Leibniz, intrigado, le pide un
trozo de esa «nueva porcelana». Tschirnhaus le envía un trozo «en
el que se ha fundido el oro».
Y Tschirnhaus también está utilizando los
hornos de aquí, de la Goldhaus: «No tendré certeza del contenido
hasta que las muestras vuelvan del kiln, puede que el fuego sea
demasiado débil». Y también ha experimentado con hornos de ladrillo
de alta temperatura —indispensables para la cocción de porcelana— y
ha hecho pruebas con crisoles metalúrgicos de fundición que
contienen sustancias experimentales, una especie de gaceta
refractaria. Los ha tenido en funcionamiento durante unas cinco
horas y los ha sacado del kiln cuando aún estaban calientes. Con
ello se demuestra que pueden resistir el impacto térmico.
Tschirnhaus va recorriendo su camino hacia
la porcelana. Pero no consigue temperaturas lo suficientemente
altas con sus lentes ustorias, ni con los hornos que utilizan sus
colegas, y fundir no es lo mismo que hacer.
Escribe con pulcritud. La suya es una prosa
sin decorar. Sube y baja sin variaciones retóricas. Sus lentes son
lucidez. Pensando en él me doy cuenta de que el contexto en que
trabaja, piensa, experimenta con materiales, es crítico.
Está en un entorno extraño y congestionado,
lleno de humo y calor. La Goldhaus es una serie de espacios donde
se prueban técnicas para la acuñación de moneda y la mezcla de
metales, además de otras tecnologías experimentales. La sala más
grande es el Laboratorium, en el que se
efectúa el procesado de mineral. Contiene retortas, crisoles, nueve
hornos de fundición y un alto horno, además de un horno de
destilación para los trabajos más delicados. A continuación viene
una sala más pequeña con pesas y básculas para evaluaciones
—verificar la pureza del oro y de la plata—, y luego hay pequeños
recintos abovedados para materiales especiales; el más reducido de
todos es para libros y documentos. Cuanto más pequeños son los
recintos, más se rarifica su contenido y más restringido tienen el
acceso.
Es un lugar de acumulación. No es que yo
esperara encontrar una mesa de laboratorio, con buena luz y
ventilación, pero no me había figurado que hubiese tal congestión
de materiales y equipos en esos recintos. No me había hecho cargo
de cómo se tambaleaban allí las ideas y los métodos.
Esto es Dresde, de modo que hay inventarios.
De hecho, tras unas cuantas conversaciones en los archivos, me doy
cuenta de que hay inventarios de inventarios.
¿Por dónde quiere usted empezar?, me
pregunta un amable archivero. Buena pregunta.
Puedo comprender que un rey o un chambelán
de la corte quieran conocer los tesoros de las ocho salas de
palacio que ocupa la Kunstkammer, las
tres salas de la biblioteca, el alcance de la colección de monedas.
Los inventarios de los marfiles a cargo del tornero real y los
inventarios de tapices a cargo del mayordomo de la corte deben de
ser útiles para quienes llevan estas dependencias del Estado. Pero
este registro compulsivo no es solo para impedir que se pierda
algo, sino para impedir que te echen la culpa cuando el rey pide
que su guardia lleve unos uniformes turcos de color verde que se
utilizaron por última vez hace treinta años, porque el tiempo en
este palacio tiene características muy peculiares. No es un acto de
devoción para preservar y luego documentar los artefactos de tus
antepasados, es más bien que Dresde vive en el presente continuo de
la gloriosa Casa de Westin. Todo lo que les ha ocurrido a tus
antepasados aún sigue ocurriendo.
Así, pues, comparando el inventario de la
Goldhaus un siglo antes de la llegada de Tschirnhaus —«ocho cuencos
de vitriolo todavía espumoso [...] una copela llena de agua verde»—
con el inventario del día en que llega, lo único observable es que
hay más cosas.
Nada parece salir de allí. A ti también, si
entras, puede ocurrirte que no salgas nunca.
II
La Goldhaus es un lugar de alquimia. La
sala más pequeña alberga los experimentos para convertir en oro los
materiales básicos, las anotaciones de los alquimistas que han ido
ofreciéndose al elector de Sajonia. Las notas del alquimista
vidriero Kunckel están aquí, en alguna parte.
La alquimia no sigue un camino establecido.
La falta de rumbo fijo puede ser una de sus características: los
alquimistas son tristemente célebres por su inclinación a dar
imagen de espíritus libres, merodeando en su Wanderjahre por las ciudades universitarias, los
pueblos, alguna taberna que otra, las cortes de los príncipes. Hay
en el Sacro Imperio Romano Germánico muchísimos príncipes de bien
abastecida mesa.
Hay un poco de reminiscencia almacenada
cuando el alquimista se vuelve hacia nosotros, el público, el rey,
y nos dice que ha aprendido «de los barberos, de los encargados de
casas de baños, de los doctores ilustrados, de las esposas, de los
habituales de la magia negra, de los alquimistas, en los claustros,
de los nobles y del pueblo llano, de los tontos y de los listos».
Pero no puede ser todo en el camino. Aprender a transmutar supone
también un cierto grado de quietud. La alquimia, a fin de cuentas,
consiste en devanar el fuego mediante la orfebrería y la
destilación, disciplinas que te exigen conocer el color de la
llama, el sonido de la fundición, la distinción de los humos.
Aquí en la Goldhaus, la transmutación se
busca y se encuentra. El caos no es solo por los materiales y los
instrumentos que los transmutan; también hay una plenitud de ideas
y teorías y posibilidades compitiendo unas con otras. De modo que
respiro muy profundamente.
Estando aquí Tschirnhaus, no me queda más
remedio que compartir un tiempo con los alquimistas. ¿Cómo será de
difícil? La respuesta es mucho. Me concentro fuertemente en ellos.
Tengo que hacerlo.
La escritura alquímica es serpentina y
laberíntica. Una idea se trueca en imagen, la imagen en referencia
a una autoridad egipciaca, siria o griega. Leyendo a Basilio de
Valentino —escritor popular de la época— veo que ofrece doce claves
para la progresión alquímica hacia la piedra filosofal, cada una de
ellas acompañada de un grabado. Ves un sol, un esqueleto, una mujer
desvestida, un rey, una reina, una ciudad amurallada y un árbol
muerto, y sabes que no es ninguna de esas cosas.

Grabado de un
alquimista, de Las doce claves de Basilio Valentino,
1678; en Twelve Keys
of Basilius Valentinus, 1678; Wellcome Library London.
La duodécima clave es del alquimista en su
taller, con el sol y la luna asomando por la ventana. Este
alquimista lo tiene todo controlado, con los libros y los fuelles y
un juego de básculas cuidadosamente colocados sobre la mesa de
trabajo. Lleva barba, claro, y se le ve bastante atildado, con su
gorro cónico, y está señalando un crisol del que brotan flores que
caen hacia la izquierda y hacia la derecha, con el sol y la luna
mirando desde lo alto. Hay un horno en pleno tumulto de llamas. Y,
a sus pies, un despreocupado león devora a una serpiente.
Me quedo mirándolo.
La cosa empeora. Saco de la biblioteca un
Calendarium magicum, ocho páginas
densamente cubiertas de sellos de arcángeles, rosas de los vientos,
figuras y tablas chabacanas a fuerza de conocimientos herméticos.
Chabacanas es la palabra. Es un poco como
si hubiesen metido ahí todo lo posible y luego lo hubieran sacudido
un poco, a ver qué salía.
Es material peligroso.
No es peligroso solamente porque esté
reprobado, aunque con ello baste para que nos andemos con cuidado.
Hay una tendencia general a considerar a los alquimistas como
Betrüger, timadores, como vendedores
ambulantes que andan por ahí tratando de engañar con sus promesas a
todo el mundo, desde las mujeres de los mercados hasta los
príncipes-obispos. Hay historias de estos hombres y de los
espantosos castigos que se les infligieron, engalanados con
símbolos alquímicos en un patíbulo dorado del que cuelga un cartel:
«Tendría que haber aprendido mejor cómo hacer oro».
Es también peligroso por su tirón seductor.
Convertir el plomo en oro. Convertir la luz en arcoíris. Convertir
la arcilla en porcelana. Cambiar el mundo en un grandioso momento
catalítico.
Ahí está de nuevo la poiesis, el llegar a ser algo nuevo. Pero donde
Tschirnhaus pone cuidado, lo que promete el vertido de unos polvos
sobre otros es, en alquimia, un excitante momento de cambio, a
tambor batiente, con trompetas estallando en oros.
En El alquimista
de Pieter Brueghel el Viejo, el taller es un caos, niños
descontrolados entre las piletas de destilación, instrumentos rotos
por todas partes, experimentos medio abandonados, un aprendiz con
la boca abierta ante los fuelles, y el alquimista ante sus libros,
con pinta de san Jerónimo en apuros no del todo santos.
Mira lo que he creado, dice su sonrisa,
mientras su esposa vacía la nada de su bolsa vacía. Por la ventana
se ve el futuro; los niños se arrastran hacia la puerta de la casa
del pobre. ALGE MISTE, dice el título;
todo ha fallado, en flamenco.
O, en alemán, todo es basura.
III
Me despierto a las tres. Estoy furioso,
tengo un nudo en la garganta. He estado peleando con todo este
material alquímico y cuanto más leo sobre la piedra filosofal, la
transmutación de los metales básicos en oro, más me angustio. Y hay
algo constante en los alquimistas. Se diría que tienen conciencia
de su naturaleza solitaria, pero le otorgan una importancia
extraordinaria al transvase de conocimientos, la elección de quién
lo recibe, la adopción de iniciados. La idea de la transmisión de
Alberto Magno a Tomás de Aquino a Paracelso es muy convincente. Un
escritor de principios del siglo XVII observa: «Veremos que la
principal transmutación [del alquimista] es la propia: un orfebre
se hace creador de oro, un boticario se hace galeno, un barbero
sigue a Paracelso, quien gasta su propio patrimonio se convierte en
alguien que gasta el oro y los bienes ajenos».
La alquimia es uno de estos temas en que
reverbera la credulidad. Va de curaciones, de vida eterna, de
lámparas que arden para siempre, y es todo muy tenebroso y tengo la
sensación de ir resbalando, lenta, viscosamente, hacia una especie
de opereta. La alquimia parece una sucesión de signos de
exclamación. La otra noche hice la tontería de buscar en Google
algo alquímico —Calculus alba calculus
candida, «la piedra blanca de la revelación»— y la pantalla
quedó transida de ofertas de equipamiento para el culto, anuncios
palpitantes, círculos descendentes de cosas raras.
En estas horas de la madrugada me nadan en
torno las preocupaciones —el dinero, el taller nuevo, la exposición
para la que no estoy fabricando material—, hasta que todo se
asienta en lo esencial. Hago mis ejercicios respiratorios hasta
darme cuenta, sin sorpresa alguna, de que la furia es conmigo
mismo.
Recuerdo un momento dado, a mis catorce o
quince años, en que el deseo de que algo tuviese sentido era tan
fuerte que hacer cacharros era irresistible. Era la sensación de
que algo se me entregaba en esas largas
horas de taller, algo que había ido
pasando de alfarero en alfarero a lo largo de los siglos,
algo que uno recibía con la sensación de
haber sido elegido.
¿Qué era lo que se me prometía? Un camino,
una vocación, una disciplina. Recuerdo cuando empecé a trabajar en
el alfar. Tenía permiso para practicar en el torno, todos los días,
después del colegio, y ese era un privilegio que no se otorgaba por
las buenas. Al final de la jornada, Geoffrey me daba una escoba. Y
después del trabajo, durante los seis años siguientes, no dejé de
barrer el polvo. Raspaba los tableros de amianto en que poníamos a
secar las piezas.
El polvo se me agarra a la garganta. El
polvo es bello, el polvo nubla el aire. Paso una y otra vez la
escoba y cuando vuelvo del cubo de la basura con el recogedor
vacío, hay que barrer de nuevo.
Me acuerdo de El juego
de los abalorios de Hermann Hesse por primera vez desde que lo
leí en mi excitada adolescencia. Trozos dispares del mundo
encajados en sus ranuras, otorgando por fin sentido al empeño, el
estudio, el conocimiento disciplinado. Todos tenemos derecho a un
mito fundacional. Será mejor si tiene cierta coherencia, pero no es
indispensable. No sé hasta qué punto puedo ser condescendiente con
mi joven yo, que partía con destino a Hesse.
A esta distancia también empiezo a hacerme
preguntas sobre Geoffrey. Honro su memoria, pero ¿quién necesita
discípulos? ¿Quién le alarga la escoba a un muchacho y le dice que
barra?
IV
Tschirnhaus se ha transmutado en miembro
útil de la corte, trabajando regularmente en sus experimentos,
prometiéndole al rey empresas rentables, con esperanza de
retribución, con esperanza de porcelana.
Como aún tiene lagunas en su conocimiento,
retoma el camino de la investigación, por si volviendo a mirar
descubre lo que se le ha escapado.
Va a Saint-Cloud.
En la fábrica de porcelana de Saint-Cloud
compré varias piezas. Luego, sin embargo, se hicieron pedazos ellas
solas, porque se utiliza demasiada sal en la composición. La ponen
a un precio muy alto, lo cual hace que las ventas sean muy escasas
[...]. El horno y las máquinas de moler eran las mejores, pero no
tan perfectas como tendrían que haber sido. Todo lo demás me
resultó familiar. El color azul que utiliza es, con mucho,
demasiado negro. En resumen, creo que esta fábrica fracasará.
Regresa a Versalles.
Fui otra vez a Versalles, con intención de
examinar muy de cerca las arañas de cristal, porque no había podido
hacerlo la primera vez. También estuve en el Trianón, por la
belleza de la porcelana y para que Marly viese esa máquina de agua
tan curiosa.
Entra en contacto con posibles
colaboradores.
Hablé con un tal Schuller [...]. Me mostró
unas piezas muy hermosas que les habían gustado mucho a los
holandeses, que estaban dispuestos a pagarle un montón de dinero
para que se fuese con ellos a Delft. Espero que me sea útil en mi
proyecto de la porcelana.
Y va a Delft.
Fui a Delft y puse mucho interés en
familiarizarme con sus supuestos talleres de porcelana. Me fijé,
sobre todo, en cómo esmaltan, cómo llenan los hornos de modo que
nada se adhiera a lo que van a cocer, y también en el hecho de que
nada adquiere impurezas durante la cocción. Estas cosas son
totalmente desconocidas en nuestra tierra.
Pero aún no está claro qué es lo que
necesita para hacer porcelana, ni, de hecho, quién puede ayudarlo
en ese proyecto.
La porcelana, dice Tschirnhaus, es la
sangría de Sajonia. Augusto la quiere, la necesita de mala manera,
hasta el punto de que más porcelana se
convierte en tema cortesano. Tiene muchas queridas, pero esta
maîtresse-en-titre les gana a todas las
demás.
El rey tiene deudas. Está otra vez en
guerra. Un incendio en su castillo real de Dresde, espléndido y
enorme, pero anticuado, lo ha hecho pensar en derribar el edificio
entero y empezar otra vez, creando un nuevo palacio digno de un
hombre que es al mismo tiempo rey católico y elector protestante.
Tiene en mente algo por el estilo de Versalles, y conoce los planos
de los nuevos palacios de Berlín. Augusto se siente empequeñecido
por esta ciudad, llena de burgueses y de iglesias, flanqueada por
el río. Tiene cortesanos y queridas y alquimistas y aduladores y
soldados. Necesita oro, porcelana, victoria. Y eso espera: oro,
porcelana, victoria.
Otoño de 1701. Corre el rumor de que en
Berlín hay un aprendiz de botica que ha encontrado la piedra
filosofal y ha transmutado oro en presencia de testigos dignos de
confianza. Y se ha esfumado inmediatamente.
Mi relato de Tschirnhaus y su porcelana está
a punto de transmutarse también.