CINCUENTA Y NUEVE «Tierra Brillante, Tierra Horneada»

 

 

I

 

Y así llego a Alemania y la revolución. Ahí arriba, en mi repisa roja de la bóveda, también están mis piezas Bauhaus. Son pilas de porcelana.
La Bauhaus es una revolución en sí misma.
Cuando lo nombran director de la Bauhaus de Weimar, en 1919, Walter Gropius declara que esta escuela «derribará el arrogante muro que separa al artista del artesano, despejando el camino a los edificios del futuro». Bauen, «edificar», se utiliza en muchísimos manifiestos. Ello sugiere que el aprendizaje es el proceso de unificar las partes integrantes, de distintas maneras. La arquitectura es una especie de juego de construcción en gran escala. Pensemos en los tacos de madera con que juegan los niños, aprendiendo el equilibrio mediante el placer que les produce la caída de las torres y el derrumbe de los puentes; eso es Bauspiel, «jugar con la forma».
Así es como se unifican las piezas de cerámica, también. Aquí aprendes a ser alfarero torneando elementos y unificándolos para hacer objetos. Una tetera necesita boca, tapa, asa, pero, dice el maestro ceramista, pueden ser así o pueden ser asá.
Lucia Moholy fotografía estas teteras —grises y blancos y negros— en combinaciones gráficas, al borde de una mesa. Todo regresa a la imagen. Hay que reordenar el mundo, jugando con él para hallar el modo más dinámico en que pueden funcionar los objetos y las habitaciones y los edificios y las personas.
¿Qué están haciendo aquí los alfareros? ¿Es un laboratorio, una escuela de arte, una fábrica? Hemos de encontrar, escribe Gropius tras examinar sus piezas, «un modo de duplicar algunos de los artículos con ayuda de las máquinas».
Los alfareros Bauhaus están haciendo a mano unas vasijas que aspiran a parecer piezas de cerámica hechas por las máquinas. El diseñador, Wilhelm Wagenfeld, listo y astuto tanto en vidrio como en metal, estaba arrepentido: «Los comerciantes y los manufactureros se reían de nuestros productos [...]. Parecían piezas baratas de producción en serie, pero en realidad eran objetos hechos a mano, y muy caros».
Eso duele. Y el puñetazo barato/caro suena a auténtico.
En la Bauhaus revolucionaria haces tus cacharros con definición y ángulos fuertes y los esmaltas con esmaltes limpios, para captar un aura de la máquina. Lo haces así porque la repetición es el ritmo y el pulso del momento.
«No vivimos una época en que el rostro cultural venga determinado por la cerámica —escribe un crítico, con acritud, en la revista Die Form—. El material preferido de los años treinta no es la arcilla, sino el metal [...] el cemento y el vidrio arquitectónicos.»
O un material blanco que sea limpio, apenas arcilla. Porzellan es el material en ciernes.
II

 

¿Quieres la más moderna de las vasijas? Abre Die Form en 1930 y ahí tienes la porcelana de Marguerite Friedlander para la Staatliche Porzellan-Manufaktur de Berlín. Es una alfarera joven, formada en la Bauhaus, y este es su primer encargo industrial. Son piezas apiladas, como recién extraídas del kiln, y se apilan muy bellamente. Y a un lado hay una foto de vasijas para destilar y un mortero.
Toda porcelana aspira a esto, regresa a esto. Necesitas la pulcra severidad de la mesa de trabajo del alquimista, la gramática del alquimista, para hacer tu porcelana. Aquí tenemos otra vez a Tschirnhaus y su necesidad de crisoles para los experimentos, a Wedgwood regalándoles sus retortas de porcelana a los colegas de la Royal Society, a William Cookworthy haciendo morteros para boticarios en su taller Coxside de Plymouth.
«Siempre harán falta morteros.»
Cuando fue curador de «Machine Art» para el Museo de Arte Moderno de Nueva York, en 1934, esto fue lo que escogió Philip Johnson. Expuso cápsulas utilizadas para secar o incinerar productos químicos de la Coors Porcelain Co. En el catálogo daba los precios. Costaban entre quince y veinticinco centavos. «En espíritu, el arte maquinal y la artesanía son diametralmente opuestos. La artesanía implica irregularidad, pintoresquismo, valor decorativo y singularidad [...]. La máquina implica precisión, sencillez, suavidad, reproductividad.»
Johnson, que acaba de regresar de una gira por el Tercer Reich, quiere «jarras tan simples como matraces de laboratorio».
III

 

Y en el Tercer Reich ello es posible.
La primera exposición en que se celebra una visión de la nueva Alemania se inaugura en Berlín el 21 de abril de 1934. Se llama «Deutsches Volk, Deutsche Arbeit», pueblo alemán, trabajo alemán. La han diseñado, en parte, Mies van der Rohe y su colaboradora, la diseñadora y arquitecta Lilly Reich.
Se sube por una escalinata corta. Las columnas del edificio son los mangos de cuatro gigantescos martillos, de veinte metros de alto. La esvástica va dentro de un engranaje, en lo alto del techo. El interior del edificio es un espectáculo de maquinaria, pistones, una locomotora. Hay enormes imágenes de trabajadores alemanes derramando acero, hombres en lo hondo de las minas, mujeres en interminables campos de trigo. Este es el teatro de los materiales, los recursos, las posibilidades, del pueblo proyectado hacia el futuro. Hay un muro de sal. En la cubierta del catálogo se ve un círculo de hojas de roble blanqueadas.
La exposición celebra el trabajo y el trabajo consiste en repetir, y repetir es lo que salva lo individual, aproximándote al perfecto olvido del bien colectivo.
Y Lilly Reich, siguiendo el pliego de instrucciones para la exposición de cerámica, instala miles de vasijas de porcelana sin decorar. Se apilan en altura y en profundidad. Nada está fuera de lugar. Hay cientos de cuencos, miles de tazas, miles de platos. Es un desfile de objetos, blancos como uniformes de gimnastas, girando en perfecta sincronía en los nuevos estadios de las películas de Leni Riefenstahl.
Reich le pone a su instalación el nombre de «Tierra Brillante, Tierra Horneada». La tierra alemana se transfigura mediante el fuego, «reducida por el fuego a la pureza».
El oro blanco
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