ONCE Lo leo todo. Lo comprendo.
Sigue.
I
SE me están acabando los
días.
No sé muy bien por qué, pero me han sacado
de la ciudad y me han llevado a un sitio donde hay un kiln. No he
pedido ver otro kiln, pero hubo un notable intercambio de sonrisas
y ahora estoy en un terreno cubierto de maleza, a un par de horas
de la ciudad, cerca de un promontorio en el que hay un cartel con
la imagen de un kiln.
Este sitio está junto a un río. Veo un
martín pescador, y me encanta verlo, pero lo que yo quiero es no
estar aquí.
Al volver nos paramos en un museo. Es como
todos los museos locales del mundo. Estoy seguro de que su fundador
fue un hombre muy diligente, y que fue él quien compró esta cuna,
las mantequeras, los balancines de bambú, las tres guadañas
diferentes, la chaqueta de pescador local que no se parece en nada
a la que usan los pescadores en el valle siguiente, ni el siguiente
al siguiente; que él mandó enmarcar las fotos y tener abastecido de
carbón el fogón de la cocina.
El museo está en la casa de la familia que
aquí se mantuvo en el poder hasta que le sobrevino el siglo XII.
Tiene quinientos años, se construyó en la época tardía de la
dinastía Ming y era un patio rodeado de balcones con barandilla y
con un escenario en un lado, para música y baile. Más arriba, bajo
los aleros, hay baldosas con imágenes de urracas y la madera ha
alcanzado un tono ceniciento que se me antoja especialmente bello,
y todo está envuelto en una perfecta melancolía. La guía me está
explicando, despacito, las variantes de cacharros, de Han a Qing,
cuando mis ojos captan la variante final.
Es cerámica revolucionaria. Pero no de las
prudentes que ya he visto antes, de Mao o de lindas obreras
dirigiéndose al trabajo en bicicleta. Estas son figuras de
porcelana, de 20 centímetros, de esmaltes claros y límpidos.
Tres mujeres con monos de trabajo azules
acosan a una chica arrodillada que lleva puestas unas orejas de
burro. Está con la cabeza inclinada hacia delante, como suplicando.
En otra se ve a un muchacho subido en una silla, señalando con el
brazo, estirando el cuerpo en actitud de denuncia. La tercera pieza
es una ejecución, con la cabeza de un hombre rodando hacia
nosotros.
Ves el terror. Está potentemente iluminado,
como en un cómic. Ves los detalles; no se van.
Echas cuentas: tres mujeres contra una sola
chica, la edad del muchacho —ocho o nueve años—, las manos atadas a
la espalda del hombre a quien van a ejecutar, cuatro vueltas de
soga. Percibes la exultación del poder en esta porcelana, el sabor
del control cuando se ejerce sobre otras personas adultas.
Están hechas a toda prisa. El modelado no es
perfecto, hay zonas muy apresuradas u omitidas. Pero alguien ha
invertido una buena cantidad de tiempo en la pintura, maldita sea,
y la cabeza le ha quedado muy bien. Pregunto quién las ha hecho,
queriendo decir quién pudo hacerlas y cuándo, pero mi pregunta se
pierde en el tema de las fotografías, el itinerario, un categórico
desplazamiento hacia el coche que espera.
Queman las preguntas. ¿Cómo se llega a este
sitio, a este sitio donde hacen figuras de porcelana de una
ejecución?
Empiezo, pero de lo que quiere hablar mi
guía es de martines pescadores. ¿He visto lo bonito que es el
ideograma chino del martín pescador? Se lo traza en la palma de la
mano. Me dice que las plumas del martín pescador eran parte
integrante de los tributos al emperador. Hay un esmalte que recibe
su nombre de esas plumas.
¿Cómo se captura un martín pescador?
II
Llego muy tarde al archivo del Instituto
Cerámico de Jingdezhen. Es el edificio viejo que hay en el centro
de la ciudad, construido por los alemanes del Este en los años
sesenta del siglo pasado, durante uno de los breves acercamientos
entre Mao y Erich Honecker.
Hay basura, auténtica basura: un televisor
roto, dos bolsas de cemento rajadas, un derrumbe de latas de
Coca-Cola, en el hueco de la escalera. El archivo está en el último
piso, una sala muy larga sin aire acondicionado, de modo que
mantienen las ventanas abiertas al muro de humedad exterior y cada
uno de nosotros tiene su botella de agua en la mano cuando me ponen
delante el primero de los cincuenta volúmenes de la correspondencia
imperial de la dinastía Qing relativa a la porcelana.
Es el volumen correspondiente al
cuadragésimo cuarto año del emperador Qianlong. Le pregunto al
archivero si podemos abrirlo al azar. Lo hacemos.
Es una orden a Tang Yin, superintendente de
la Oficina de Porcelana Imperial de Jingdezhen para la Oficina
Exterior de Palacio pidiéndole la fabricación de algo. No se sabe bien qué. Quieren un par de
incensarios de doble felicidad, copia de las piezas del kiln Lo de
Hubei. Y otro más, pero de material Ding. Y solamente un plato de
material Ju para la fruta lavada. Y un lavapinceles de material Ru.
Y esta lista, que corre de derecha a izquierda en impecable
escritura imperial, se cierra con los dos caracteres «lo mejor que
tengan».
Volvemos otra página.
Una carta de la Oficina del Jefe de la Casa
Imperial al gobernador jurisdiccional de Jingdezhen comunicándole
la recepción de 900 objetos, 500 de ellos inaceptables por la baja
calidad del esmalte, y que había fragmentos o roturas. Y que los
pagos se habían reducido.
Y la mención del dinero anima nuestro
caluroso grupo. Mi placer ante el encargo de peceras para el
Palacio de Verano se queda en nada ante la vigorosa discusión
provocada por los sañudos descuentos que Pekín exigía
entonces.
O exige. El archivo sigue vivo.
Otra página:
Durante mis cinco años de Comisionado Imperial para la Porcelana, estando ahora en el quinto del emperador Yang Zheng, he supervisado la manufactura de 152.000 piezas de porcelana. A tal propósito he utilizado 30.000 táleros de plata de mi peculio personal —y del de otros funcionarios—, para compensar el déficit. Los inviernos de Jingdezhen son terribles y hace demasiado frío y llueve sin parar y la excesiva humedad impide que la porcelana se seque. De ahí que me haya visto obligado a construir un pequeño cobijo. Con mi propio dinero.
En caracteres apretados, nada pulcros,
trazados a toda prisa casi en lo alto de esta súplica de liberación
de tan miserable cargo, hay dos líneas de réplica: «Lo leo todo. Lo
comprendo. Sigue».
Sobre esto arranca una nueva conversación.
¿Lo escribió el propio emperador o se lo dictó a algún
funcionario?
Estoy sin aliento, de modo que pido el
volumen final.
III
Es el libro del Último Emperador Puyi, que
reinó de 1908 a 1912.
Repasamos el último pedido de porcelana del
emperador a Jingdezhen. Tardamos muchísimo. En el legajo hay
páginas y más páginas que no están nada claras, notas chapuceras de
inventario, algunas de ellas arrancadas y con muchas manchas. No
están en escritura cortesana, sino en una rápida lengua vernácula.
Hay alguien contando en la sala mientras se escribe esto. Esta
página registra pérdidas: una corte imperial tratando de reducir el
flujo diario de latrocinio, el goteo de prestigio según van
desapareciendo objetos de las salas y los almacenes. Nada cuadra ya
en estas páginas de listas de porcelana.
Hay documentos en que se informa de lo
siguiente:
Según los guardas llamados Yong Kuan y Wen Mou, en el undécimo día del décimo mes de 1908, el local n.º 1 del sector este del Almacén de Porcelana n.º 5 presentaba señales de haber sido allanado. Tras la correspondiente investigación, se echaron en falta sesenta y seis piezas de porcelana, incluidos cincuenta cuencos amarillo tierra decorados con dragones verdes y marcados Kangxi, seis dragones verde tierra decorados con dragones berenjena y diez cuencos con nubes y grullas marcados Jiaquing. Los guardias que estaban de servicio aquel día pasaron a disposición de la Oficina Shen-xing-si de Castigo, para ser investigados.
Queda en situación de arresto el ladrón de
porcelana llamado Li Deer. Se han encontrado en su posesión algunas
porcelanas dañadas.
La banda de Li Deer pudo introducirse
utilizando sombreros oficiales, escondiéndose hasta la caída de la
noche, desplazando baldosas sueltas del almacén de porcelana y
trepando con ayuda de cuerdas. Repartieron el botín y vendieron las
porcelanas.
En el vigésimo cuarto día del quinto mes de
1909 hay un pedido de «una jarra de porcelana blanca, cuatro
vasijas de porcelana blanca ju, un cuenco de porcelana blanca, doce
platos grandes de porcelana blanca. Las vasijas son para colocarlas
delante del retrato de la difunta emperatriz Xiao Qin Xian, con
fines rituales».
Y luego el último pedido.
No es tal pedido, sino una respuesta del
tercer día del tercer mes de 1911 al emperador, que entonces
contaba cinco años. Dice que hemos recibido su carta pero que no
podemos atender la petición de cien platos de 18 centímetros
esmaltados en rojo sacrificial. Ya no sabemos cómo hacerlos. Así,
pues, le enviamos cien platos blancos con dragones rojos.
Hay en este momento nueve personas alrededor
de este manuscrito, hablando entre sí. Estamos en un archivo, pero
uno de los bibliotecarios saca un cigarrillo del paquete y procede
a encenderlo. Lo sostiene en la mano como W. H. Auden.
No ponen excusas, se limitan a especificar
lo que envían. Y cuando esto se traduce colectivamente y se percibe
el silencio en la excusa, hay un momento en que todo ello queda
absorbido.
Así terminan cien años de porcelana
imperial. Por primera vez en varios decenios, me apetece un
cigarrillo.