VEINTE Regalos y promesas y títulos

 

 

I

 

Dresde es la Florencia del Elba, la mayor ciudad barroca de Europa, una Schatzkammer, una cámara del tesoro. Es mi Segunda Ciudad de la Porcelana.
Hacía diez años que no llovía tantísimo. La televisión no deja de emitir imágenes de las inundaciones, tomas borrosas, desde un helicóptero, de una tierra color marrón aplanada por el agua. Cuando cruzo el puente de Augusto, desde la estación, el río lleva el color del peltre. Ha roto sus riberas. Las farolas urbanas y los techos de las paradas de autobús que hay en los diques apenas asoman por encima de las aguas turbulentas. Hay sacos terreros preparados. Y estamos en junio.
Si sigues en línea recta, si tuerces a la izquierda, si tuerces a la derecha, te topas con palacios e iglesias y galerías de pintura, la ópera, academias, jardines de los placeres, tesoros. El perfil urbano son cúpulas y chapiteles y torres, urnas y estatuas. Es oro. Es un movimiento, apilado sobre un movimiento, extra, excedente, refulgente, más.
Claro que lo es.
Esta es la ciudad de Augusto II, rey de Polonia por la gracia de Dios, vicario imperial, gran duque de Lituania, Rutenia, Prusia, Masovia, Samogitia, Livia, Kiev, Volinia, Podolia, Smolensk, Severia y Chernihiv, y duque hereditario y príncipe elector de Sajonia, etcétera, etcétera.
He de aprender a moverme por esta ciudad. Tschirnhaus ha puesto su suerte en manos de Augusto, y yo he de aprender a apañármelas con Augusto y con todo su etcétera, etcétera.
II

 

Lo que sí sé es adónde ir primero.
Tras cruzar el puente tuerzo a la derecha, dejo atrás la ópera, paso por un ridículo arco sostenido por querubines y me meto en el Zwinger, un conjunto rococó de pabellones en torno a un jardín de los placeres, todo él agua y caminos, cuya instalación se hizo en 1711 por encargo del rey Augusto. En la esquina derecha está el Mathematisch Physikalischer Salon, el Gabinete Real de Instrumentos Físicos y Matemáticos. Estas salas son el primer museo público de las ciencias que existió en Europa, me dice el conservador norteamericano muy contento, abriendo y cerrando las manos en una complicada ola de gestos. Estaba abierto para todo el que fuera correctamente vestido y pagara la entrada. Abajo hay una sala muy alargada en la que se evalúa y mide y se registra el mundo, un odómetro hecho para los recorridos de un elector por su reino, instrumentos que miden las distancias en las minas, balanzas ceremoniales, un reloj que describe los cielos, el movimiento de los planetas, un globo celeste dorado que se desplaza de minuto en minuto; Mercurio tarda treinta y dos años en completar su circuito.

 

 

Grabado de Dresde, 1721; SLUB Dresden / Deutsche Fotothek / André Rous.

 

Y en el piso de arriba está uno de los espejos ustorios de Tschirnhaus.
Me sitúo ante él. Es un arco de cobre de un metro veinte de diámetro encajado en un bastidor de madera perfectamente hecho, que se inclina y rota para atrapar el sol sajón. Hay pequeñas y profundas estrías y marcas en la superficie del espejo de cobre, causadas por algo que reventó durante un experimento.
Según me acerco, mi reflejo cambia y se distorsiona. Por supuesto. Pero no había previsto que también cambiaran los sonidos. Mi voz se va haciendo más clara y más fuerte y más profunda cuanto más me acerco, cuando le digo al conservador Qué cosa tan bella.
Y hay lentes en estas galerías. No venía preparado para encontrármelas tan extrañas. Son un mundo en sí mismas, un mundo en el que existes transformado, reflejado y distorsionado. Hay muy pocas cosas —una gota de rocío en una hoja, el menisco de un vaso de agua— en que se capte un atisbo de qué es una parábola.
Los miro, por dentro, de través, y recuerdo el momento que Lewis Carroll describe en A través del espejo, cuando el mundo se relaja y la materia se hace fácil: «Vamos a hacer como que el cristal se pone blando, como la gasa, de modo que podamos atravesarlo. Mirad, ahora se está convirtiendo en una especie de neblina, ¡qué sorpresa! [...]. Y sí, ciertamente, el cristal estaba empezando a derretirse, como una especie de neblina plateada y resplandeciente».
Me asusta un poco Dresde, tanto por mí como por Tschirnhaus. Toda clase de aventuras ocurren a través del espejo.
III

 

Esta es la ciudad de Augusto. El 27 de abril de 1694, tras la inesperada muerte de su hermano mayor, Augusto es designado elector de Sajonia.
Ha pasado viajando buena parte de sus años anteriores, visitando cortes, gastando dinero. Se ha preparado. Conoce el esplendor, los atuendos, las mujeres, la ambición. Tres años después ya es también Augusto II, rey de Polonia. Lo ha conseguido mediante el más elemental de los gestos —dejando su protestantismo en la frontera y haciéndose católico—, lo cual le ha permitido reunir enormes cantidades de dinero y acceder al trono de Polonia. La cosa no ha sentado muy bien en Sajonia, que es luterana, y menos aún a su mujer, cuya fe se sostiene en pulcras plegarias.

 

 

Espejo ustorio de Tschirnhaus, fabricado en 1686, fotografía de 1926; Der Goldmacher, Joh. Fr. Böttger, Eugen Kalkschmidt, Died & Co, Stuttgart, 1926.

 

«El rey de buen grado sería un segundo Alcibíades, tan celebrado por sus virtudes como por sus vicios —escribe un visitante de la corte—. Es noble, muy comprensivo y valiente hasta el heroísmo. [...] Envidia la fama de otros. La ambición y el ansia de placeres son sus principales características, aunque la segunda se impone a la primera.»
Sus apetitos y sus fuerzas son inagotables. Dobla herraduras, cabalga durante horas, levanta barras de metal, derriba alces en su gran bosque lituano de Bialowieza. Allí hay lobos, osos, linces y bisontes, «tan poderosos que tres hombres podrían hallar asiento entre sus cuernos», capaces además de embestir ferozmente si se ven arrinconados. En la corte se practica el lanzamiento de zorros. Sueltan zorros, tejones, gatos salvajes y los acosan para obligarlos a meterse en unas redes, que luego cierran muy apretadamente para lanzar los animales al aire y matarlos. Augusto sujeta el extremo de la red con un solo dedo, como sin darse cuenta, y el otro extremo lo sujetan varios hombres. Hay ocasiones en que los hombres se disfrazan de sátiros y las mujeres de ninfas.
Se dice que Augusto tiene dos esposas, como es rey de dos reinos. Tiene queridas oficiales a quienes nombra condesas cuando se cansa de ellas y luego tiene en marcha un programa de amantes entre las criadas y las pequeñas aristócratas y las actrices y las chicas que atraen su atención, y la hermana del primero que pase, e incluso las hijas de sus queridas.
Se llama galanteo.
Es August der Starke, el Fuerte, y tiene droit du seigneur sobre su corte, su ciudad y sus principados. Hay una prodigiosa cantidad de bastardos. Leo La Sajonia Galante, o Amores e intrigas de Federico-Augusto II, difunto rey de Polonia, elector de Sajonia, etc., en que se contienen varias transacciones de su vida no mencionadas en ninguna otra historia. Junto con amenas observaciones sobre las damas de los varios países que recorrió, un superventas europeo de los años veinte del siglo XVIII.
Es tan espantoso como suena.
Es, en opinión de Thomas Carlyle, un pecador.
IV

 

Augusto está reconstruyendo su ciudad.

 

Junto con el galanteo, en lo que más se ha deleitado es en la arquitectura civil y militar, y en cuanto a su dominio de este arte, solo puede haber una opinión. A pesar de que, sin embargo, nunca ha llevado nada a término, porque su debilidad por el aplauso universal lo hace cambiar de propósito con tanta frecuencia que, no obstante sus muchos y variados emprendimientos, nunca concluyó nada.

 

Cuando no está librando batallas en una llanura polaca contra los suecos, la atención de Augusto permanece en Dresde. Es un campo de batalla de canteros y carreteros, una refriega de escombros. Atascan el Elba las barcazas madereras que anclan en las cercanías del puente. Van cerrándose calles mientras él demuele su patrimonio. Ha habido un incendio, que ha despejado un poco el terreno, pero ahora abriga proyectos más importantes. Esta ciudad será una nueva Florencia, le dice a una de sus queridas, Maria Aurora Spiegel, pero estamos en invierno y hay una espesa capa de lodo y dos estaciones de polvo por delante. Luego una nueva querida, Anna Constanze, y luego más lodo. A esta última la ama. La chica necesita que le regalen un palacio, y él se lo regala.
Hay regalos y promesas y títulos, y el sol te sonríe, y el rey se acuerda de tus santos y tus cumpleaños, y hay obsequios por Navidades y por Año Nuevo. La llegada de una embajada, un tratado, una boda, todo son buenos momentos para hacer entrega de algo, joyas, piedras preciosas de las minas sajonas, plata local, perros y caballos, camellos, vinos de Tokaj que otros poderosos le han dado a él y él traslada como regalos no deseados. Son momentos en que tienes que saber por dónde andas. ¿Cómo iba a ocurrírsete que te hacía falta un chapeo con broche de esmeralda, si no hubieras visto el que llevaba puesto el conde de Seifersdorf en una recepción, haciéndole una reverencia al rey?
Y ese es el problema de esta corte, el mismo que en Versalles y en Pekín. Tienes que estar convencido de que el sol sale para todos, pero especialmente para ti. No puedes ser agnóstico en un sitio así. Es de la esperanza de donde sacas el ánimo. Puedes caer en desgracia. Y ser olvidado. Circula con mucha intensidad el rumor de que Constantini, el actor y empresario italiano, que dirigía una compañía multitudinaria y a quien todo el mundo conocía en Dresde, llevaba preso en una fortaleza de Königstein desde hacía más de seis años, y Augusto solo se acordaba de él y lo soltaba cuando necesitaba diversión.
El barón Pöllnitz recordaba la corte de Augusto en términos de «comedias, mascaradas, bailes, banquetes, alanceo de anillas, recorridos en trineo, giras campestres y partidas de caza [...] en las comedias y mascaradas podía participar todo el que llegase bien vestido». Sigue enumerando todos los pasatiempos, hasta conseguir que la corte le suene a uno como una especie de enorme crucero a cuyos pasajeros, los cortesanos, no se les permite desembarcar.
El oro blanco
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