CINCUENTA Y SEIS «Señales &
Portentos»
I
Hace años me invitaron a montar una
instalación para el Museo Victoria and Albert de Londres.
Iban a renovar las antiguas galerías de
cerámica que ocupaban la planta alta del museo por el lado de
Cromwell Road. La invitación era muy abierta. ¿Iba a encajar con
las colecciones? Podía utilizar cualquier zona de esas galerías,
podía tener las dimensiones que yo quisiera. Me daban un año.
De muchacho subía unas escaleras y luego
seguía subiendo escaleras. Había que ser un chico de muchos
recursos para navegar por Metalistería Medieval y no perderse en
Esmaltes. Llegabas a lo alto. Había muy pocos sitios que pudieran
verse, ni siquiera percibía uno que el museo estuviese ahí abajo:
los espacios parecían totalmente independientes, una fila de
galerías, una detrás de otra, y luego otra. En todas direcciones
había ejércitos de vitrinas con cacharros dentro. ¿A quién pudo
ocurrírsele construir unas salas de techo tan alto, tan
espectacularmente voluminosas, para una taza o un plato o un
cuenco?
Había muy pocos visitantes. A veces hasta
los vigilantes estaban durmiendo. La exposición se encuadraba por
países o épocas. Procedía de un tiempo anterior a la
interpretación. Te ponían delante de una vitrina de Sèvres, o unas
jarras medievales o porcelana de Lowestoft, y allá te las
arreglaras.
II
Recorrí una y otra vez las galerías. Y
averigüé qué era lo que quería hacer. Quería estar presente, pero
sin molestar. Dibujé un anillo rojo sobre los planos del interior
de la bóveda. Quería poner porcelana en una repisa metálica roja
que llegase a la altura en que la curva de la bóveda arranca de la
pared; tendría que flotar sobre la balaustrada, apartada de la
bóveda, porcelana sosteniéndose en el espacio.
Quería que fuese un gesto, tan sencillo como
una mano en el hombro.
Y si te colocabas a un lado, en uno de los
círculos de mosaico que forman el suelo en la sala de acceso
—sacudiendo el paraguas, situándote en el momento de entrar en un
museo, ajustándote a los espacios del eco— y mirabas a la abertura
cuadrada del techo encofrado, verías un arco rojo. Y una mancha
blanca de porcelana sostenida a cuarenta y cinco metros por encima
de ti. Lo llamé «Señales & Portentos».
III
La repisa roja sostiene 425 vasijas hechas
de porcelana.
Es mi palacio de la memoria. Pensé en la
porcelana de las colecciones del museo que me habían encantado,
volví a mirarla y me aparté y me senté ante el torno e hice mi
recuerdo de todo ello. Fue una especie de destilación, la
intensidad de la imagen residual que queda cuando miramos algo con
mucha insistencia.
¿Qué queda de los adornos de siete frascos
de porcelana cuando has apartado la vista?
Parece como si hiciera mucho tiempo. Poner
las piezas a tanta altura fue, en cierto modo, como ponerlas fuera
de peligro, donde no pudieran romperse. Con una repisa tan alta
nadie va a tirar nada al suelo de un codazo. Y me gusta concebirlo
como una especie de desván, con cosas a la sombra, como hice en el
Museo Geffrye.
Pero, volviendo la vista atrás, estas piezas
las estuve haciendo de día, en mi atestado taller anterior, con una
pequeña maqueta colgando sobre mi torno. Había tableros de piezas
terminadas revueltos con trabajo ya preparado para afinar, cubos de
porcelana ya preparada para tornear, y listas en las paredes, un
calendario con el día de la instalación en un círculo rojo. Es en
este día cuando cerrarán las galerías y entablarán la abertura y
los andamios estarán en su sitio y la repisa de treinta y siete
metros, de aluminio con pintura electrostática, llegará de su
fábrica de Lancaster y la subirán al museo. Toda mi porcelana tenía
que estar preparada. Habría cascos protectores.
Y por las noches estaba tratando de terminar
mi libro sobre los netsuke, sobre la
pérdida, sobre el modo en que las colecciones se deshacen, en que
la memoria graba a fuego una imagen de tal intensidad que puedes
estar a diez mil kilómetros de donde te criaste y reconstruir el
modo en que un objeto estaba al lado de otro, tratando de unir el
círculo de nuevo.
No sabía cómo terminar el libro. El adelanto
me lo había gastado mucho tiempo antes, en viajes de investigación
a Viena, Odesa. Miraba mis listas de sitios en que no había estado,
las tumbas que a mi parecer bien podrían haber encajado algún
detalle en su lugar si hubiera llegado a plantarme a su lado y dar
unos pasos en torno, las notas para verificar los matasellos de
cartas de hace cien años. Debe de haber una historia cultural del
polvo, escribí.
Entregué el libro tarde.
Y una semana después, en la apertura de las
Galerías de Cerámica, una desconcertada persona de la realeza
levanta la vista, ve mi instalación a veinte metros por encima de
nuestras cabezas y me pregunta ¿cómo van a
hacer para limpiarles el polvo? y ¿viene
usted de lejos?
No lo sé, señora, contesto a la primera
pregunta.
Y sí, creo que sí.
IV
La repisa roja contiene tres tipos de
porcelana.
Están mis recuerdos de las piezas chinas.
Hay todo un episodio de cuencos en estanterías que guarda cierto
parentesco con Jingdezhen. Y en segundo lugar está mi conversación
con la porcelana de todas las fábricas que se extendieron por
Europa durante el siglo XVIII. Ahí arriba están mis versiones de
una vajilla de Meissen, y adornos, partes de arreglos de salones de
porcelana.
Y en tercer lugar está la industria. Hago mi
obra en un torno, de manera que hay muchas clases de vasija que no
puedo hacer. Como quería que hubiera platos de porcelana en la
repisa, pedí que me moldearan una ancha y generosa bandeja para
carne en una fábrica de Stoke-on-Trent.
Industria, es decir, modernidad, producción
en serie, perfección, la línea de objetos que no solo son
aproximadamente iguales entre sí, sino que son todos el mismo. Es
la estandarización, es poner una cosa y otra y otra y después otra
en el mundo. Es el polo opuesto de lo que uno pretende al hacer
cacharros a mano en un alfar, la calidez y el gesto, el juicio que
cambia de objeto en objeto. Es lo bello y lo sublime y la
desaparición.
Exactamente el polo opuesto de lo hecho a
mano. Pero polo opuesto también en su frialdad, en su no tener
fin.
«Traté de pensar en Algo más desolado / Aun
que lo ya visto — / Alguna Expiación Polar — un Presagio en el
Hueso / De la tremenda cercanía de la Muerte»,5 escribió Emily Dickinson, aposentados los
bordes de sus versos en la página en blanco.
Y está estrechamente vinculado con la
revolución. Ahí arriba hay cilindros gris mate contra un plato
fieramente blanco, las chispas gráficas de la porcelana
constructivista de la Rusia revolucionaria. Y hay la escala
graduada del blanco al gris de las cerámicas Bauhaus
alemanas.
Ahí es donde tengo que ir. Es la última
parte de mi viaje, la revolución, Porcelana
1919.