CUATRO Producción y decoración y esmaltado y cocción

 

I

 

IMAGINA que bajas a Jingdezhen desde las montañas, una ciudad encajada en una parrilla de calles, en un recodo fluvial. Habrías visto el humo y las llamas. Un escritor describe así su acercamiento, en 1576: «Estuve una vez allí, comisionado por la Administración en calidad de asistente, y el ruido de decenas de miles de morteros tronando en la tierra y el resplandor de las hogueras alumbrando el cielo me tuvieron despierto toda la noche».
La localidad ha sido denominada «pueblo del año entero con rayos y truenos».
Existe la tradición de escribir poemas cuando se adopta una posición o cuando se abandona: en la literatura china hay innumerables versos melancólicos sobre la separación familiar, casi todos los cuales describen cómo se ciñe el autor el manto y se pone a contemplar la nueva vida. «Vengo a cumplir con el mandato imperial de ocuparme de los alfares. Alrededor se ve un bosque de fuego, como una cerca», escribe Chu Yüan-cho, superintendente de alfarería a finales del siglo XV en su «Versos mientras subo al pabellón que mira al cielo y contemplo los alfares en llamas desde el palacete rodeado de hielo»:

 

Las cercanas puertas rojas enlazan mil picos. Las atalayas bermellonas se alzan en la distancia sobre diez mil calles. El alba despliega un alegre brocado sobre la ciudad rosada. El sol, volviendo a la vida, eleva su brillo propicio sobre un mar de púrpura. Por los cuatro costados resplandece la prosperidad, desde que sale el sol hasta que se pone. ¿Sabe alguien que el funcionario del emperador permanece aquí en soledad y frío?

 

Estoy alargando un café malísimo. Esta mañana me duele la cabeza. Anoche, en el restaurante, la reunión de planificación se prolongó indefinidamente. No compré el cuenco. Y aún tengo el caolín, pero he debido de olvidarme el lingote de petunse en el bar.
Ya no hay humo: los kilns de madera fueron suplantados por kilns de carbón y ahora son casi todos ellos de gas o eléctricos. La ciudad es gris y húmeda. La excitación de ayer en las colinas también se ha visto suplantada. No tengo ni idea de cómo encontrar lo que estoy buscando. Mi lista de demandas y posibilidades vira urgentemente de lo mundanal a lo metafísico. A lo ilegible.
¿Qué pido? O, como escribe un funcionario de antaño, lastimeramente: «Tengo, ay, que estar aquí tres años. ¿Cómo es que no se me vuelve el corazón de hierro? El pelo no tardará en ponérseme gris, solo con estar aquí».
II

 

Estoy alojado cerca de la Fábrica de Escultura. Hay una especie de albergue juvenil, limpio y espartano, de cocina compartida y con notas sobre los servicios de lavado en casi todos los idiomas, y hay talleres a disposición de los artistas extranjeros. Es alegre y bullicioso y la gente te enseña fotos de sus cerámicas mientras tomáis un café y te cuenta sus proyectos y sus hallazgos. Hay un australiano que asistió a una conferencia mía de hace quince años y que me atrapa con el ambiente alfarero de Perth. Es muy gremial, lo cual ya lo hace difícil en principio. Pienso que ya soy demasiado viejo para colegiarme, o que me falta práctica, o sencillamente que necesito una buena taza de café.
La Fábrica de Escultura ya no existe, está cerrada, privatizada por Deng Xiaoping en 1986, dejando su nombre a ocho desparramadas hectáreas de urbanización, con puertas en el lado este y en el lado oeste. Es una madriguera de talleres de moldeadores, alfareros, escultores, doradores, decoradores y horneros, entretejidos con callejones atascados de inmundicias.
Hay un par de fábricas de cuatro alturas, de los años sesenta, pero casi todos los edificios son de una sola planta, de ladrillo con ventanas pequeñas, sin cristal, para mejor ventilación. No soy capaz de hallar una lógica que explique dónde está quién. Las fábricas que hacen Guanyins —la diosa de la misericordia— y pequeños Budas, y las dos mujeres que hacen tazas de vino y la familia especializada en gatos de porcelana... todos ellos se arrumban juntos. Luego está el patio de los que hacen teteras.
A uno de estos hombres le ha ido bien y su estudio está recién pintado y vacío. Otros parecen abandonados y están llenos. No hay modo de saber lo que ocurre.
Hay kilns privados aquí y allá, pero los comunes están más abajo, pasados los talleres. Están bien organizados, hay un complicado ir y venir de tráfico laboral, con nombres escritos en pizarras cerca de la entrada para no perderse. Alquilas un kiln o unas cuantas bandejas para un día en concreto y tienes que estar ahí a la hora exacta, si no quieres perder turno.
Esta mañana, a las siete, había una joven sentada en un taburete, en un espacio tamaño despensa, enrollando cuerdas muy finas de porcelana. Cerca de allí, otra chica creaba pétalos del tamaño de un pulgar de bebé y los iba colocando en tablas. Los ceramistas de la esquina los humedecen ligeramente y los colocan mediante presión en las jarras, a modo de bucles tiernos y efusivos. Hay uno que los transforma en nenúfares, poniéndolos en pequeños cuencos y esmaltándolos en colores muy brillantes. Tienen pinta de baratijas, desde luego.
Vuelvo sobre mis pasos. Las flores son las mismas que las de la jarra de Gaignières-Fonthill. La chica sonríe y saluda inclinándose y yo tomo uno de los cuencos y pienso que ella misma podría haber hecho las margaritas de aquella preciosa y asendereada y lejana jarra prisionera de la cultura en el museo de Dublín.
Y de hecho, cuando miro con más atención las flores que acaba de hacer, prefiero las suyas.
Los empaquetadores también tienen su pequeño patio, con montones de paja y de madera para los cajones. Los porteadores se entrecruzan, empujando de un taller a otro sus carretillas de dos ruedas cargadas de Budas sin esmaltar, jarras cuello de cisne y tazas apiladas. Es una profesión, una buena profesión, trasladar con mucho mimo la carga, sobre las piedras del trayecto, inclinando la carretilla para tomar las esquinas. Hacer y decorar y esmaltar y cocer son actividades separadas y, por consiguiente, requieren esta cuidadosa transición de sitio en sitio. Cada estado en que se transportan tiene una vulnerabilidad distinta, un potencial de daño diferente.
Quiero localizar a alguien que me haga baldosas de porcelana. Tengo una idea para una exposición del Fitzwilliam Museum de Cambridge, de la que soy comisario. Quiero colocar vasijas antiguas de Jingdezhen sobre baldosas nuevas, de metro o metro y medio. Puede quedar muy bonito, un río de blancura recorriendo las galerías vacías —y también podría resultar interrogativo, porque no se sabría qué es lo nuevo y qué es lo antiguo, y eso es lo que me pide el museo—. He visto paneles de porcelana de ese tamaño, con pinturas de paisajes difusos, con poemas cayéndoles por un lado, pero los míos los quiero lisos. Pregunto una y otra vez y no consigo enterarme.

 

 

Grabado del Tao Lu en que se muestra la preparación de moldes de porcelana, 1815; Division of Rare and Manuscript Collections, Biblioteca de la Universidad de Cornell; Ching-te-chen: views of a porcelain city, Robert Tichane, The New York State Institute for Glaze Research, Painted Post, 1983.
III

 

Jingdezhen es muy extensa y yo no estoy bien situado.
Por fin consigo una pista. La fábrica que necesito está en una parte de la ciudad que queda lejos. Está sobre las vías del tren, vigilada por dos enormes montones tutelares de moldes de plástico rotos, de cuatro o cinco metros de ancho, y en lo alto de una inclinación del terreno, al otro lado. La vía es una especie de espacio público, camino y atajo para patinadores y tablistas, sitio de jugar a la pelota. Es también un sitio estupendo para poner a secar los moldes de yeso. Pasan tres trenes diarios, con máquinas de vapor, de cuarenta o cincuenta vagones, lentos y haciendo un ruido que le revienta a uno el pecho. Suficientemente fuerte como para dar tiempo a que los niños se aparten y a retirar la ropa tendida o los moldes de la vía. A lo largo hay una hilera de edificios de una sola planta donde trabajan con esmeriles de ángulos unas herramientas de acero para uso de los torneros. También hay molderos, envueltos en fino polvo de yeso. Y los que hacen el engobe, envueltos en polvo blanco de cerámica.
Hay una pandilla de críos al borde de la carretera, jugando a algo consistente en cerrar los ojos y tratar de agarrar a otro niño a la pata coja.
Un muchacho vende pajaritos cantores, con cinco cestas a sus espaldas. Parecen zorzales.
Hay una puerta abierta a una habitación con una mesa y cinco sillas. Paneles de porcelana apoyados contra la pared, unos decorados, otros lisos y listos para que me los lleve. En la parte trasera hay un cobertizo, que da a un patio, con tablas apiladas hasta dos metros de altura, barricas de porcelana y sacos de caolín. Son tres hermanos, uno a cada lado del eje de andamiaje y otro en su mitad, pasando por el rodillo un buen trozo de porcelana. Es un trabajo duro y agotador, porque hay que mantener constante la presión entre el acero y la arcilla, desplazando el peso a lo largo. Y son las doce de la mañana y hace mucho calor. Hay baldosas secándose contra las paredes. Los operarios van moviéndose por el local, adelgazando los trozos hora tras hora, sin parar, dándoles la vuelta para que no se agrieten.
Los tiempos y notas de cada baldosa se escriben con tiza en las paredes. Cubre el suelo una espesa capa de polvo blanco, mapa de pisadas y rodadas de bicicleta. El polvo se revuelve bajo las mesas de trabajo y se te enreda en los pies y se te agarra a los pulmones. Tienen las camisetas lustrosas de polvo.
Mientras le explico lo que quiero, los dedos de la joven encargada vuelan sobre el ábaco, anotando el grosor de cada baldosa, su longitud —un metro no es problema, ¿lo quiere usted más largo?—, los plazos. Saco un fajo de anotaciones. Ella sonríe. Me preocupan las cantidades. ¿Cómo va a ser posible que lleguen intactas a Inglaterra? Es la única oportunidad que tengo de que me las fabriquen, de modo que tomo asiento y encargo el doble, por si acaso. Y luego doblo otra vez.
Cuando salgo está lloviendo a mares. Me han dicho que más arriba, en esta misma calle, hay una familia que hace porcelana cáscara de huevo. Es uno de los oficios más complicados de la ciudad. Es igual de difícil hacer porcelana verdaderamente pesada que porcelana de la que, puesta a la luz, deja translucir los dedos que la sostienen. La porcelana cáscara de huevo tiene mala reputación. Se resquebraja cuando menos lo esperas. Torneas un cuenco y lo torneas muy delgado. Todo bajo control. Luego lo afinas al máximo. Ahí está el peligro: calcula que vas a perder un gran porcentaje de las vasijas que hayas hecho. Trata de secarlo, de mantenerlo lejos del calor, venga del lado que venga, también de las corrientes de aire, también de la humedad. Cuando decida secarse, colócalo sobre el borde en un disco cocido especial e introdúcelo en el kiln. Y hornéalo.
Extrae los cuencos. Apila todos los agrietados a un lado del horno y a continuación traslada los demás cruzando el patio por entre perros, gallinas, arcilla, scooters, niños, hasta dejar atrás el pozo y llegar a los estantes de almacenamiento que tienes en la casa, donde otros muchos se agrietarán sin que se sepa por qué.
Localizo a la familia Xu. Me dan un cuenco de té color paja, muy flojo, y me siento a mirar, tratando de dilucidar el modo en que la familia se reparte las tareas. Hay una niña de tres o cuatro años diciéndole cosas a un perrito y hay tres hijos varones en la casa, moldeando y afinando, y la hija mayor está bruñéndoles el esmalte a unas copas de tallo muy pequeñas. Hay un delineador contratado que trabaja en cuclillas, con un pincel muy fino, añadiendo un borde de cobalto a un juego de copas. Hace ocho por minuto. Y la madre está ocupándose de la colada y de la cocina y hay un griterío en la radio y un estruendo de ventiladores y operarios.
La abuela me lleva al cobertizo, diez metros de largo con un kiln y unas estanterías altas, luego elige un cuenco y le da un golpecito. El sonido del cuenco es como una imagen de ondas de sonido en el aire, traza un perfil de la mañana gris. Oímos un cuenco y luego otro.
La mujer sonríe. Es perfecto.
Y mi chófer le da a la bocina, calle abajo. Esta es una ciudad de trabajadores. No hay nada que hacer, dice, salvo jugar a algo. Escojas lo que escojas, mah-jong, cartas, porcelana, siempre pierdes. Está de un mal humor espectacular, peor que ayer. No puedes no perder, hagas lo que hagas, insiste, y pone ojos de halcón.
El oro blanco
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