TREINTA Y NUEVE Tierra china
El 30 de mayo de 1745 William le escribe una
carta a su amigo y cliente el doctor Richard Hingston, de Penryn,
médico cuáquero: «Querido Richard: Últimamente, mis viajes por el
este y el sur de Ham me han mantenido tanto tiempo fuera que no he
podido escribirle a usted». Pide perdón por el daño en los
pastilleros, que normalmente vienen bien envueltos. Su último
pedido acaba de enviarse por vía marítima a Falmouth. ¿Ha seguido
Richard las ventas de mercancías valiosas en Plymouth y sabe qué
Amigos han participado en ellas?
Y prosigue, refiriéndose evidentemente a una
conversación anterior:
Últimamente estuve con la persona que descubrió la TIERRA CHINA. Llevaba consigo varias muestras de material que me parecieron iguales que las asiáticas. Las encontró en el interior de Virginia, donde ha estado localizando minas, y habiendo leído a Du Halde, descubrió tanto petunse como caolín, pero según él es esta última tierra la que resulta esencial para el buen éxito de la manufactura. Ha optado por un cargamento de ella, tras haberles comprado a los indios todo el territorio en que se encuentra. Pueden importarla a 13 libras la tonelada y así conseguir la tierra china a precio de piedra corriente, pero su intención es no efectuar a nombre de la compañía más que el 30 %. El hombre es de profesión cuáquera, pero parece de lo más deísta que he conocido. Sabe mucho de minerales, pero no funditus.
Este viajero ha traído consigo varios
ejemplos de nueva porcelana y ha explicado dónde se encuentran los
verdaderos materiales para esta manufactura. Ha esbozado una
posibilidad. William escucha.
Aquí cambia el tiempo cada cuarto de hora.
Ello quiere decir que llegas a casa empapado, aunque fuera otra
cosa lo que esperaras en el desayuno. Pero hoy, alojado en casa del
Amigo Nancarrow, inspector de minas, te pones en marcha con un
vientecillo dúctil en los oídos. Está empezando una mañana de
junio, pero te alegras de llevar puesto el velarte más grueso y al
cabo de un cuarto de hora te estás asando con tu buen chaquetón
negro de predicador.
Pasas por delante de los talleres de
Nancarrow y te detienes a recuperar el aliento y te desatas lo que
te abriga el cuello. Bebes agua del arroyo que baja por la ladera y
observas a los operarios mientras arreglan el horno que mueve la
bomba extractora del agua de las minas. Se ha resquebrajado y lo
están sellando con una arcilla local de las marismas, según te
dicen, aplicándola a las grietas como si fuera pasta. Al calentarse
el horno, esta arcilla blanca se cuece encima del metal, llenando
las fisuras. Es una práctica que generalmente se describe así:
«arreglar los hornos de estaño y las chimeneas de las máquinas que
funcionan con fuego, siendo muy adecuada a tal propósito».
También las vidas pueden cambiar a cada
cuarto de hora. Tomas una porción de esa tierra blanca entre el
índice y el pulgar y solo se desmenuza ligeramente. Escupiendo en
ella y volviendo a frotar se convierte en una pasta que te cubre
las yemas de los dedos y se hace más tenue que un suspiro. ¿Puede
ser esto? Lo sabes. Te llevas una pizca a casa.
¿Y el otro material, el petunse?
De nuevo has estado hablando. Esta vez con
unos fundidores de campanas de Fowey. Les has preguntado sobre los
diferentes materiales que utilizan, y observas que el calor del
metal líquido ha fundido algunas de las piedras utilizadas para
calzar el molde. ¿Qué es lo que se funde de ese modo? Te llevas un
puñado. Te das cuenta de que esta misma roca, blanca con pintas
verdosas, se ha utilizado para reforzar los emplazamientos de los
cañones en la guarnición de Plymouth.
¿Qué es lo que ve William? Ve que un
material se convierte en otro. Ve operarios, Creación, el gran
ritmo del cambio. Y él es de los que se interesan de veras en la
gente que trabaja, de modo que hace preguntas y escucha las
respuestas.
Regresa a su casa de Notte Street con
geología en las botas, por la cuesta que sube desde el
muelle.