OCHO Falsificación. Engaño. Impostura.

 

I

 

SON las seis de la mañana y la guía me dice que ya es demasiado tarde. Debe de ser una de esas frases trilladas que se les dicen en el mundo entero a quienes van a un mercado, y que sienta mal siempre. El mejor momento del día es justo antes de levantarte, solía decir mi madre, y todavía me irrita.
Anoche hubo más Maotai. Había olvidado lo que es estar en la cuenta de gastos de otra persona, aquí en China.
Este es el mercado de antigüedades del martes, más de doscientas personas sentadas o acuclilladas en el suelo con sus mercancías delante, algunas encima de un paño, otras encima de un paño rojo, otras encima de un paño rojo con bordados y otras directamente en el cemento. Está hasta los topes. Detrás de los vendedores están sus bicicletas, scooters y carros. Una cáfila de compradores regateando, eligiendo entre los cacharros y discutiendo, con los dedos en el aire, contando y descontando. El hombre de los pasteles de arroz al vapor también está gritando y, precisamente porque estamos en un mercado, ello no impide que los scooters se abran paso a bocinazos. Un emprendedor tiene un micrófono y un solo pergamino de tigres, y está desgañitándose. Una multitud lo rodea, atraída por la estática de su energía, pero sin dejarse impresionar.
Hay un anciano sentado con sus pilas de cuencos de té de la dinastía Sung alrededor, como las horas en la esfera de un reloj. Están todos aquí, en este mercado, los cuencos historiados, mencionados en poemas, copiados y deseados. Hay un montón de cuencos con manchas como de pelo de liebre, y los extraños esmaltados de gota de aceite en los que unas gotas de plomo plateado parecen flotar sobre la superficie del lustroso negro. Y mis cuencos favoritos, con marcas de plumas de perdiz. Este hombre, el del chándal de los Atlanta Braves, tiene seis.
Y hay docenas de aguamaniles de monje, hechos de porcelana blanca y con tapa, jarras Sung con el borde de perfil serrado, de las que se venden por millones en las subastas de Hong Kong. Una joven muy despierta que trapichea con medallones de Mao y platos de la Larga Marcha trata de que me fije en ella. A los occidentales siempre les gusta su poquito de Revolución Cultural.
Y hay un niño con piedras. No piedras para estudio, esas piedras dentadas, irregulares, que tienen los eruditos en sus escritorios, para contemplarlas, sino veinte guijarros de río, redondos. Tendrá unos ocho años, el niño. Permanece en cuclillas junto a sus piedras, y espera.
Según mi guía, el año pasado se pudieron comprar en este mercado los excedentes de las semillas de girasol de Ai Weiwei a 200 yuanes el kilo, montoncitos de semillas grises que había encargado a los pequeños talleres de Jingdezhen para su enorme instalación del Tate Modern de Londres. Las produjeron por millones, y podía uno servirse una bolsa llena de un depósito y pintar una raya de hierro a cada lado y venderlas al peso. Hicieron 100 millones, 150 toneladas de semillas, que dieron ocupación a los talleres durante un par de años.
Este año no se encuentran semillas de Ai Weiwei.
II

 

Esta mañana hay varias docenas de personas con montones de fragmentos, separados y distribuidos por tipo, tamaño, dinastía, color. Celadones procedentes de piezas blancas; esmaltados de color negro intenso procedentes de esmaltes en relieve, más raros; peanas redondas y pitorros rotos de cuencos, y cacharros sin sacar de las gacetas refractarias. Hay miles de miles de fragmentos de diseños blanquiazules, con marcas caligráficas de reinado en la base. Peces, peonías, figuras. La figura inclinada que cruza el río. El muchacho que encara la brisa del río en una barca. Tres gansos dispuestos en arco junto a la nube de lluvia. Hierbas al viento. Rápidos toques repetidos de brocha y cobalto, una y otra vez.
Y los fragmentos proceden de vasijas, de modo que todos los restos de roturas están ligeramente curvados y conforman en el suelo de cemento una extensión de ondulaciones que recuerda un trozo de tela agitado por el viento.
Compras para posterior estudio. Regateas por este fragmento porque te muestra la profundidad a que debes burilar el recorrido curvo de una rama de sauce y lo poco profundo que ha de ser el pie en un cuenco. Compras estos fragmentos blanquiazules porque el apiñamiento de caracteres en el hueco de un pie te dice cuándo se fabricó el cacharro: indican el reino de un emperador. Tienen valor porque puedes hacer una jarra o un cuenco nuevos e insertar estos caracteres en tu creación y cocerla muy lentamente y con ellos habrás rendido un homenaje cincuenta veces más valioso de lo que habría sido cualquier otro cacharro hecho por ti.
La guía me lleva a comer fideos y luego seguimos hasta la calle de las reproducciones. Ya están abriendo. Tiene poco más de dos metros de ancho, está abarrotada de talleres y tiendas, una mujer se abre paso empujando una carretilla de pimientos picantes. La cosa empieza con mucha emoción, una tienda en la que solo venden porcelana de color amarillo imperial con dragones de cinco dedos, y una joven muy contenta dando de mamar a su bebé mientras en la profundidad del establecimiento relumbran todas y cada una de las copas de tallo más deseadas, con plato y platillo, en pilas de ocho en las estanterías. Me vengo un poco abajo cuando, tras recorrer varios cientos de metros de algo parecido a impecables porcelanas Qings, me encuentro con una fila de tiendas en las que venden porcelanas del siglo XII, todos los famosos efectos de esmalte, a granel, sin faltar uno. ¿Qué quieres, pues? ¿Cuántas quieres? ¿Quieres ese blanquiazul ahumado donde se han corrido los esmaltes y parece un paisaje bajo la lluvia?
Compro siete cuencos Tang a 5 dólares la unidad. Han sido correctamente envejecidos.
Esto es talento, otro talento. Me quedo mirando mientras un hombre introduce una brocha vieja y gruesa en una suspensión de arcilla roja y la esparce sobre la base de sus frascos verde oliva, hasta que se aglomera y se encostra en el aire cálido, a la manera de algo recién extraído y grumoso. Unas tiendas más abajo hay un amontonamiento aleatorio de tazas y frascos —porcelanas del siglo XVI hechas la semana pasada— sobre el que un hombre esparce una solución ácida. Muerde en el esmalte y lo corroe de un modo muy práctico y muy aleatorio.
Este nivel de autenticidad —las hierbas apelmazadas en el interior de mis cuencos, la profunda suciedad de albañal en las costuras de estos espléndidos celadones que estoy deseando comprar pero que no sé cómo llevarme a casa— es un fabuloso florecimiento de cómo funciona el mercado.
Podemos ofrecerle autenticidad, si autenticidad es lo que usted quiere.
Hay quien ha cocido jarras dentro de las gacetas refractarias para los que gustan de un poco de aspereza en su porcelana. Las miro con aprobación. Hay tiendas tan abarrotadas como las trincheras de los guerreros de terracota.
III

 

Nadie está aquí por la estética. Están aquí para ganarse la vida, recorriendo hábilmente un camino entre la reproducción y —¿cuál sería la palabra correcta?— ¿el fraude, la falsificación?
Pues ninguna de las dos cosas. Es una cuestión muy complicada en este país donde la copia es una apreciada vía de acceso al respeto, un modo de adquirir talento. La repetición de los logros del reinado anterior es noble en sí misma.
Y de todas formas, añadiré para mis adentros, llevo unos cuantos decenios tratando de hacer este tipo de piezas. El esmalte craquelado nunca me ha salido bien. Habría dado cualquier cosa por ser capaz de crear un cuenco como este, por no decir de copiarlo.
Repaso mis notas y son listas, tachaduras, repeticiones, intentos fallidos de taxonomías para todas estas reproducciones. Objetos que se parecen a X reproducciones de Y actos de homenaje a Z. Cada uno es una modalidad de historia.
Falsificación. Fraude. Ersatz. Réplica. Simulacro. Imitación. Engaño. Impostura. ¿Cómo hacer lo que sea, cómo cartografiar tu deseo de un hermoso cuenco de porcelana, si está atrapado en algo hecho el año pasado, hace cien años o hace mil?
En esta calle, en esta tarde húmeda de julio, se atropellan las historias. Párate en cualquier sitio, deja descansar la mirada y ya te han vendido una idea, una posibilidad, una discusión. Y tras una semana aquí en Jingdezhen, me doy cuenta de que esto es lo que estoy empezando a amar en el Tao Shu, esta antología de escritos sobre porcelana de hace más de doscientos años. Todo está incluido en este muestrario de la porcelana; listas no desenrolladas de piezas grandes de dinastías pasadas, esmaltes secretos, relatos de quién poseía algo y cómo ese algo cambió de mano, anécdotas barajadas, críticas maliciosas a expertos anteriores en el tiempo. Hallo cada vez más certeza en su aleatoriedad, el modo en que la autoridad total se otorga a una lista de objetos o atributos, solo para que la lista siguiente lo refute todo con irritación.
Nada afecta a este modo enérgico que tienen los chinos de contar historias sobre sus cacharros.
Historias de la extraña vida de la porcelana pueblan la literatura.
Un hombre baja una fría mañana y se encuentra con que al vaciar un tazón de porcelana el agua del fondo estaba helada, y ve un atisbo de melocotón florecido. A la mañana siguiente aparece una rama de peonía con dos flores. «A la mañana siguiente se había formado un paisaje invernal que llenaba el tazón, con agua y pueblos de casas de bambú, gansos silvestres volando y garzas sobre una sola pata, todo ello tan completo como una pintura terminada. [...] No ha habido nunca dos imágenes iguales.»
Un hombre le envió una taza de té «como regalo a un amigo pobre, que al volver a su casa preparó el té y lo vertió en la taza, tras lo cual de inmediato aparecieron dos grullas que salieron volando de la taza y se pusieron a volar en círculo por encima de ella, y no desparecieron hasta que el hombre se bebió el té».
Conozco todas estas historias desde dentro, domino cada ajuste emocional que se produce según aprendo a hacer algo que puedo amar. De muchacho fijé una postal sobre el torno en el estudio. Era de un cuenco de té de celadón con una grieta tan fina como la nervadura de una hoja. Y traté una y otra vez de hacerla, esperando el momento en que adquiriera vida y sobre ella volaran las grullas.
IV

 

Mis siete tazas de té de la semana pasada, viejas y nuevas, de la dinastía Tang, a 5 dólares la pieza, apenas envueltas en papel de periódico, chocan entre sí dentro de su bolsa de plástico mientras regreso a mi alojamiento bajo la suave lluvia de la anochecida. Voy preguntándome cómo escribir sobre esta ciudad. El modo en que se entretejen las historias hace muy difícil optar por un tiempo verbal u otro; aquí, el pasado no es demasiado pasado, y el presente, entrechocándose en mi bolsa, es antiquísimo. Los tiempos verbales son fluidos y resultan difíciles de controlar.
Y son tantas las historias que un muestrario parece el único modo de recopilarlas, una especie de bolsa de plástico dentro de la cual puedan chocar entre sí.
Al llegar descubro que ya he roto una de mis siete tazas nuevas de la dinastía Tang. Me digo que no me vendrán mal unos fragmentos nuevos, y añado estos a la colección que tengo instalada en el alféizar de la ventana, aquí en el hostal.
El oro blanco
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