VEINTICUATRO No hay oro
I
El 25 de noviembre, poco antes del alba,
Böttger y su carcelero, abundantemente escoltados, emprenden el
viaje a Dresde por caminos secundarios, para evitar toda
posibilidad de asalto prusiano.
Un cortesano va por delante camino de
Varsovia, con la nueva maleta. Hay un permanente intercambio de
cartas entre ambas cortes. El propio Augusto le escribe al muchacho
garantizándole su alta protección. Y el 26 de diciembre de 1701 el
rey y la corte se aprestan a hacer oro, siguiendo las instrucciones
del muchacho. No sale bien. Un perro hace caer al suelo el
mercurio, y el bórax y la tintura alquímica mezclan bien, pero la
sinterización es un desastre. Nada de oro.
¿Quién prende el fuego? ¿Quién vierte la
tintura? ¿De quién era ese perro?
Hay un frenesí de cartas. ¿Podría Böttger
ser más exacto en cuanto al orden en que se efectúa el experimento?
¿Podría poner por escrito sus experimentos? El muchacho replica:
¿cómo espera el rey que vaya a ser posible crear oro hallándose en
duras condiciones de encarcelamiento, y sin sosiego alguno?
A pesar de la crudeza invernal, los informes
dicen que Böttger «se pasa el día entero sin vestidura interior,
totalmente desnudo, salvo por una bata». Y mantiene las manos en un
tanque de agua gélida en que nadan tres peces, tratando de
capturarlos, hasta que «se le hinchan los brazos». Se moja de tal
modo que «Su Serena Majestad, una noche que vino a verlo, hubo de
persuadirlo de que se pusiera ropa seca».
Lo imagino tratando de atrapar a los peces,
hora tras hora tras hora, con el oro retorciéndose y escapándosele
de las manos. Deja uno de sentir las manos, y luego los brazos, y
luego el propio ser.
Böttger es trasladado a Dresde y lo instalan
en un pequeño laboratorio, en una «mísera casa». Está solo, sigue
cautivo, solo se le concede la posibilidad de respirar aire fresco
por un ventanuco del desván. Ha de cumplir con el designio divino,
ha de mantenerse a salvo de esas «serpientes» que buscan su mal,
dice Augusto.
El chico pide cada vez más cosas, dos
barriles de minerales, frascos de ácido nítrico, un horno de
refino, tenazas, crisoles, palas, carbón, argamasa, estaño, frascos
de vidrio, redomas de destilación, ampollas, madera. Necesita
Testasche, una mezcla de madera y ceniza
ósea que se utiliza para verificar la pureza de los minerales.
Solicita más libertad, aire puro, que le permitan alejarse de los
hombres caprichosos que lo vigilan, necesita tranquilidad. Necesita
libros. Y noticias y cerveza, mejor si es de Friburgo. Le escribe a
su madre preguntándole qué piensan de él en su pueblo, qué piensa
Zorn.
Le interceptan las cartas y se las censuran.
Augusto escribe que Böttger debe proceder con calma, que recuperará
su libertad «cuando haya hecho entrega de todos sus conocimientos»,
que «seguirá con nosotros hasta que lo liberemos». Y si muere el
rey, será libre. Todo lo cual parece menos generoso cuanto más lo
piensa uno.
En esas estamos, pues. Es desconcertante y
está tremendamente claro. Todo lo que ves del mundo es un retazo de
cielo gris, cuando te permiten subir al desván. Todo lo que sabes
del mundo es lo que deduces por el comportamiento de los hombres
que te vigilan, y eso es algo que cambia como el tiempo, pasando de
frío a más frío aún. Lo único que oyes del mundo es el eco de los
criados de la casa de enfrente, y música, de vez en cuando, el
estremecimiento de la vida viviéndose. Y las campanas de las
iglesias. Dependes de un rey más caprichoso que Dios.
Böttger se dirige por escrito al rey de un
modo maníaco, obsesivo en sus suplicaciones: «Su Majestad nunca ha
tenido en sus manos una criatura tan importante como yo [...] haré
pues ahora, en nombre de Dios, lo que divinamente me habéis
encomendado hacer». Hace un juramento:
Escrito y firmado y sellado en el nombre de Dios, voluntariamente y en pleno uso de mis facultades mentales. Prometo y garantizo a Vuestra Majestad que nunca ni en ningún momento, sin permiso graciosamente concedido por Vuestra Majestad, abandonaré el Electorado de Sajonia. También aseguro y prometo que toda mi ciencia que pueda ser útil a Su Majestad Real y su país, especialmente mi conocimiento del Arcano, se la entregaré por escrito, verdadera y cabalmente, sin falta alguna ni torcida intención. Y todas las restantes cosas que conozco en el ámbito de la Química.
Si llega a incumplir el juramento, sufrirá
«el castigo eterno de Dios y la pérdida de la felicidad eterna». Le
manda un amuleto al rey que lo tiene en cautiverio.
Augusto le contesta el 25 de diciembre de
1702, «la santidad de la fecha me impulsa a transmitirte mis
mejores deseos, y le pido a Dios que derrame sus bendiciones sobre
ti y que te conceda el éxito en tus tareas». Agradece al alquimista
su regalo: «Lo guardaré como es debido, sobre el pecho».
II
Böttger necesita hacer oro, pero no hay oro
por ninguna parte.
¿Cómo rastrear la leve trayectoria de una
idea hasta su fuente, hacerla respirar, alzarse y caminar? Estás
ahí sentado, en medio de todas las cosas que has encargado, y
tienes claro que estás totalmente perdido.
Böttger está embarcado en las necesidades
ajenas. Recibe una carta de Kunckel, que ha seguido las
«instrucciones» de su «joven amigo» sobre la piedra filosofal y
está totalmente perdido. «¿Qué fortaleza debe alcanzar el primer
grado de fuego? ¿Qué estoy haciendo mal? Queda un poco de polvo
rojo que no puede imbuirse [...] el plomo no cambió [...]. Supongo
que estoy haciendo algo mal.»
Hay una especie de gran desamparo en el
ansia de Kunckel, no solo por el dinero —y sabe Dios que lo
necesita—, sino por recuperar el honor, por la satisfacción de
hacer las cosas bien otra vez, por esta abyecta necesidad de
pedirle consejo a un muchacho.
Böttger necesita supervisión. Y por fin la
maquinaria cortesana acierta en algo. Pabst von Ohain, oficial a
cargo de toda la minería sajona y metalúrgico de gran altura, se
entrevista con Böttger y lo envía a la Goldhaus, a trabajar a las
órdenes de Tschirnhaus.
III
Así llegan a conocerse mi matemático y mi
alquimista. Tschirnhaus tiene cincuenta y un años, ha escrito
Medicina mentis y es miembro de la
Académie Française, interlocutor de Newton y Spinoza, amigo de
Leibniz, celebrado artífice de espejos ustorios, hombre en busca de
la porcelana, cada día más pobre.
Y Böttger tiene veinte años y está asustado
y quizá haya descubierto cómo convertir el plomo en oro.
No se sabe bien quién necesita más al
otro.