DIECINUEVE El primer modo de
formación
I
Para pulir una lente hay que saber óptica.
Para hacer lentes hay que comprender el cristal, y el cristal
parece la senda que conduce a la porcelana.
Para hacer una lente graduada necesitas
genialidad técnica en la fundición de vidrio y en la ambición
matemática de elaborar las ecuaciones de la refracción. Pero
también hace falta que comprendas el modo de comunicar tus
necesidades a los demás. Lo cual está muy lejos del pulimiento
experimental de tu propia lente en tu propia mesa de trabajo en tu
propio taller, dándole vueltas en la mano contra la piedra mientras
el polvo de sílice se levanta hacia ti cuando respiras, y luego se
asienta.
El experto cristalero más reconocido era
Johann Kunckel. Había traducido y aumentado el gran libro de texto
italiano sobre la fabricación de vidrio, Ars
vitraria experimentalis oder Vollkommene Glasmacher-Kunst, con
sus hermosas ilustraciones de vidrieros en sus talleres. Kunckel
ejerció el cargo de alquimista de la corte en Bohemia y Dresde, así
como en Berlín, y enseñó en la Universidad de Wittenberg.
Demasiados cargos, quizá. Era el vivo ejemplo de lo difícil que
resulta estar muy preparado y al mismo tiempo necesitar
patronazgo.
Su carrera fue espectacular. A los treinta
años se le confiaron las llaves de la biblioteca alquímica del
elector de Sajonia en Dresde, pidiéndole que encontrara el secreto
para obtener oro. Lo que hizo, en cambio, fue encontrar el modo de
obtener vidrio rojo con una nueva solución en que la dispersión de
las partículas metálicas de oro hace que la luz se vuelva roja. En
la página 195 de su gran libro le entra la carraspera, y captamos
su mezcla de orgullo y ansiedad:
Aquí desearía indicar un modo mejor, y enseñar brevemente [la obtención] de vidrio rojo o rubino, si a mi benévolo elector y señor no le pareciera una rareza tan peculiar. Si alguien no cree que pueda obtenerlo, véngase aquí y lo vea. Es cierto: por ahora es demasiado raro para comunicarlo.
El vidrio rojo es espectacular. ¡Una vasija
de vidrio rojo! «No puede ser más bella», escribe Kunckel.
Su primera obra maestra fue un cáliz rojo
que hizo para el elector de Colonia; tiene un espesor de más de dos
centímetros y medio, «el bulbo de un nudo muy grueso», y pesa más
de diez kilos. Este vidrio podía alcanzar el espesor suficiente
para luego trocearlo y tallarlo como un enorme rubí. Corría el
rumor de que en la manufactura intervenía la sangre. Imaginemos al
arzobispo alzando este cáliz durante la primera misa de la mañana:
¿qué es lo que resulta transubstanciado en esta luz?
Augusto el Fuerte poseía vidrio rubino en su
Schatzkammer, su tesoro de Dresde, montado en oro en la base y el
borde, para que las vasijas no cogieran polvo ni tierra. Los tenía
colocados junto a los marfiles y las piezas esmaltadas y las
porcelanas chinas.
Kunckel estaba ahora en Berlín. Tenía
sesenta años, una edad muy mala para estar tan ensombrecido por la
fama y la mala suerte. Su fábrica de vidrio se había quemado y él
había caído en desgracia en Berlín y estaba previsto que le
reintegrara a su nuevo protector los enormes estipendios que había
recibido con la promesa de obtener vidrio y oro. El vidrio es
esotérico. Kunckel seguía trabajándolo en una pequeña isla cerca de
Potsdam; un sitio para guardar secretos.
Tschirnhaus aprende muchísimo de Kunckel.
Observa modos de fundir y refinar y transmutar, ve una caña que los
vidrieros utilizan para producir una «llama muy fina y
concentrada». Se da cuenta de que «hay muchas posibilidades ocultas
en este arte». Ve hornos bien construidos, materias primas
correctamente categorizadas, operarios que saben lo que hacen, se
ha movido por un taller atestado de crisoles de vidrio fundido. Ve
los procesos y sus resultados, verifica y toma notas; idea y acción
puestas en práctica en un taller complicado y ruidoso, no en
privado.
Y también observa que los filósofos
experimentales, hombres ligados a las cortes de gobernantes
difíciles e irascibles, nunca pueden considerarse seguros en sus
puestos, que fabricar vidrio rubino —o cualquier otro objeto de
deseo— nunca es suficiente.
De manera que Tschirnhaus, mientras observa
cómo trabajan los operarios, la fluidez de sus movimientos, también
toma notas. Y escribe: «No hay artesano que no sea consciente de
por qué desempeña su tarea, y para él no es ningún secreto que
ciertos materiales y esfuerzos le son necesarios aunque ignore que
los filósofos les dan a estas cosas el nombre de causalidad».
Tschirnhaus llega a comprender el conocimiento háptico, el modo en
que es posible saber algo complejo sin tener necesidad o
posibilidad de expresarlo mediante el lenguaje: «Una persona puede
llevar a cabo operaciones intelectuales y de otro tipo sin saber
verdaderamente cómo funcionan».
Tschirnhaus suele poner el ejemplo de cómo
utilizamos las manos sin tener idea de su estructura fisiológica.
Igualmente podemos admirar la habilidad manual de un relojero que
no tiene la menor idea de cómo funcionan
sus manos, lo cual no le impide crear un objeto de verdadera
complejidad.
Donde otros podrían no detenerse, él hace
pausas. Donde otros podrían mirar por encima del hombro a quienes
hacen cosas, Tschirnhaus muestra respeto.
Ha dado el extraordinario paso de observar
cómo se hacen los objetos y ha aprendido de ello. Y ahora lo único
que necesita es dinero para una idea tremenda que está empezando a
perfilar, la idea de crear porcelana. No es pobre. Está casado, y
su mujer Elisabeth Eleonore von Last es de armas tomar. Tschirnhaus
ha heredado de su propio padre los bosques y terrenos familiares, y
su mujer le ha comunicado que será ella quien se ocupe de
administrarlos. Él podría reanudar su vida de experimentación
diletante en Kieslingswalde —cazar liebres, escribir cartas, tomar
notas sobre la composición de la porcelana, verificar las
posiciones astronómicas con su telescopio y enviarlas a las
publicaciones científicas—, pero ello habría implicado que ensayara
su Idea mientras daba paseos por los húmedos campos de
Silesia.
Regresa a París.
Acaba de escribir Medicina mentis sive artis inveniendi praecepta
generali [medicina para la mente, o preceptos generales para
el arte de la invención]. Es un libro lúcido y apasionado sobre el
arte de perfeccionar «nuestra comprensión tanto como podamos», y
espera conseguir algo dedicándoselo a Colbert. Pero su mentor muere
nada más llegar él. Tschirnhaus es el primer alemán que ingresa en
la Real Academia Francesa de las Ciencias, distinción que se
menciona en el Mercure Galant, pero que
no implica remuneración y que no le da acceso a la vida intelectual
de París. Así y todo, Tschirnhaus le dedica el libro al rey.
En la página de título vuela un Pegaso
regordete, con la barroca melena al viento y la exagerada cola en
pos. Lo interpreto como una especie de autorretrato, pero el caso
es que Tschirnhaus, a sus treinta y siete años, apenas si logra
despegar los pies del suelo.
II
Si estás interesado en la óptica o la
mineralogía o la financiación de un diccionario filosófico, suerte
tendrás si llamas durante dos minutos la atención de un margrave
que vive para matar ciervos o jabalíes por métodos inventivos.
Estás en algún interminable pasillo de algún palacete, y hay un
estrépito de hombres chocando entre sí, impacientes por ponerse en
marcha con sus ruidos y sus armas, soltando palabrotas, mientras tú
intentas contarle a Su Serena Majestad que necesitas dinero —una
gran cantidad de dinero— para un horno de aire en que verificar el
punto de fusión del mineral de hierro.
Hay otro modo de hacerlo.
Me pongo cómodo con su Medicina mentis. Tschirnhaus piensa que es posible
analizar los productos de las artes al modo filosófico, que los
barcos, los puentes y los edificios deberían recibir la
consideración de artes de la invención. Estos objetos pueden formar
lo que él llama la «imaginación activa», porque en ellos se
manifiestan «todas las posibilidades de la imaginación». De hecho,
me doy cuenta de que el mundo entero es para él una posibilidad:
cuando recorres una calle no te tropiezas con nada del mundo
material que no pueda incluirse en este espacio de reflexión. Y en
cada punto de esta reflexión, cuando te detienes a mirar
atentamente una farola, un portal, lo que haces es recrear el modo
de su creación, desplazándote a lo largo de la serie de actos que
han sido causa de su ser.
Por encima de cualquier otra cosa, lo que le
interesa, escribe, es «cómo obtener lo que debería observarse», en
el «primer modo de formación» de las cosas. Cómo una cosa llega a
ser es fundamental, una especie de poiesis.
Nada más leer esto se me llena de gozo el
corazón. Esa es la rúbrica de mi viaje a las colinas blancas, este
rastreo de la primera formación de la porcelana, cuando de tierra
blanca se convierte en otra cosa.
Tschirnhaus describe con apasionada lucidez
el valor de la mirada y de la reflexión sobre el modo en que un
objeto como idea llega a ser.
Y luego me encuentro con que le gustan los
puentes, lo cual constituye a mis ojos una señal de auténtico
refinamiento. El primer escrito sobre arte que verdaderamente me
interesó en cuanto hacedor de cosas —estructuras— fue un ensayo del
historiador del arte Michael Baxandall, en el que argumentaba que
el puente sobre el estuario de Forth era una obra maestra. Y mi
héroe, Primo Levi, afirma en La torcedura del
mono que es «una ventaja la capacidad de ponerse uno mismo a
prueba, sin depender para ello de nadie más, reflejándose en el
propio trabajo. En el gozo de ver cómo crece tu criatura, viga tras
viga, perno tras perno, necesaria, simétrica, ajustada a su
propósito».
Con lo cual Primo Levi —que era químico y
que se pasó toda su vida laboral analizando la composición química
de la pintura, además de escribir— quiere decir que el método es
interesante. Ten mucho cuidado cuando describas cómo se hace algo,
cómo adquiere su forma, porque el proceso no debe soslayarse. El
modo de lo que hacemos nos define.
Tschirnhaus se pone, pues, a la tarea. Ha
utilizado sus lentes ustorias para comprobar qué se funde cuándo y
qué es lo que no cambia a tan alta temperatura.
Cosas, sustancias, materia; el mundo
corpóreo está bajo sitio.
Spinoza defiende ideas y decisiones que solo
valen si son sub specie aeternitatis,
desde la perspectiva de la eternidad. Newton prescribe que se
investiguen con diligencia las propiedades de las cosas y Leibniz
le escribe a Tschirnhaus, en una carta tremenda, que «nadie debe
temer que la contemplación de los caracteres nos aleje de las
propias cosas; es al contrario, nos conduce al interior de las
cosas». Habla de rei naturam intimam, la
naturaleza íntima de la cosa. Lo interior se ha trocado en
idea.
Y para Tschirnhaus, filósofo y matemático y
observador de cómo cambia el mundo, la porcelana es una idea que
debe escudriñarse. Es convincente, porque se trata de un material
blanco aparentemente inabordable, pero que deja pasar la luz: en él
confluyen dos de las principales preocupaciones de sus colegas
filósofos, China y la luz, para integrarse en una sola gran
búsqueda.
Y luego, porque indaga en materia del
principio primordial, analiza con pragmatismo hacia dónde puede
encaminar esta idea, quién puede ayudarlo a que despegue, dónde
encontrar los recursos que necesita.
Su mujer, Elisabeth, pertenece a una familia
con relaciones en la corte de Sajonia. Y Sajonia es rica en
geología, en materias primas. Y, en tercer lugar, en la corte
sajona de Dresde hay un grupo de hombres de quienes consta que
están experimentando con el refino y la fundición, las tecnologías
del fuego.
Y Tschirnhaus, por consiguiente, cruza
Europa con su idea de la porcelana a cuestas, hasta llegar a
Dresde, donde el príncipe Augusto, el joven visitante del Trianón
de Porcelana, es ahora el rey Augusto, elector de Sajonia.
Y si Tschirnhaus se traslada a Dresde, allá
voy yo también.