VEINTINUEVE Salas de porcelana, ciudades de
porcelana
I
Hay treinta kilómetros de Meissen a Dresde,
y la mayor alegría que le proporciona a Augusto el hecho de tener
su fábrica tan cerca es la posibilidad de mover las manos, dar
forma a sus ideas, encargar regalos para la multitud de gente que
bulle en todos los accesos a la corte, congestionándolos. Y como el
rey colecciona, sus vasallos también.
El dinero sigue complicado, no obstante. En
las colecciones de Federico Guillermo I de Prusia y Brandemburgo
hay jarrones chinos que él quiere poseer, jarrones de más de un
metro de altura, hechos y decorados de azul y blanco en Jingdezhen.
No están a la venta, lo cual los hace irresistibles. De manera que
en 1717 se saca de la manga la propuesta de intercambiar los
jarrones por un batallón de 600 dragones, personas por cerámica.
Estos soldados sajones cambiaron de bando en Baruth. Ambos monarcas
declaran que se trata de un regalo, y ningún dinero cambia de mano.
Los dieciocho jarrones que motivaron el trueque pasaron a llamarse
jarrones de los dragones. El batallón adoptó el emblema de Meissen,
las dos espadas cruzadas, como bandera. Los soldados pasaron a
llamarse dragoneros.
Con la cantidad de porcelana que aquí llega,
dónde y cómo la expone Augusto en su ciudad se convierte en un
imperativo.
Voy escuchando música cortesana de Dresde
por los auriculares mientras paseo por la ciudad y hay una frase
del oboe que los violines recogen una y otra vez, la levantan y la
hacen melodía, para luego devolverla. Y lo que oigo es una especie
de retorno a la estructura, con lo singular haciéndose más claro
hasta convertirse en plural y oculto, para emerger de nuevo más
adelante. Según la hermosa frase del filósofo norteamericano John
Dewey, el arte, como proceso, es comparable al volar y posarse de
un pájaro. Estás dentro de ello. Luego haces una pausa para ver
qué es. Y luego retomas la absorción, el
vuelo de la música.
Esto es así cuando tienes la sensación de
que las frases de la porcelana se constituyen en melodías
complejas, sin por ello dejar de percibir las piezas individuales.
La idea es todavía reciente cuando Augusto empieza a reorganizar su
gran colección en Dresde, encontrando el modo de conferir un alma
única a cada una de los miles de vasijas que compra, los miles que
encarga en Meissen.
El Porzellankabinett, el salón de las porcelanas,
adquiere carta de naturaleza en las cortes y palacios de toda
Europa. María, la difunta reina inglesa, contrató a un joven
arquitecto hugonote, Daniel Marot, para que creara sus salones en
Hampton Court y en Kensington House. Marot sigue la moda cuanto más mejor: sus camas culminan en plumas de
avestruz, sus superficies oscilan como los flancos de un pura
sangre al respirar. Las chimeneas iban cubiertas de adornos de
porcelana, había platos y pequeños jarrones cada uno en su ménsula
por todas las paredes, cacharros bordeando el arquitrabe donde
empieza la curva del techo. En sus grabados, Marot muestra columnas
de luz entrando, con añadidos de espejos y laca al espectáculo,
haciendo que cientos de piezas se conviertan en infinitas cámaras
de miles.
Este modo de exponer la porcelana se hace
enormemente popular, para gran enfado de Daniel Defoe. «La reina
trajo la costumbre o el capricho, como quiera llamarse, de proveer
las casas de porcelana china, lo cual vino en aumento luego, de
modo extraño, cuando la gente dio en amontonar porcelana encima de
sus escritorios y de las repisas de sus chimeneas, llegando incluso
a instalar estanterías para colocar sus porcelanas donde les
parecía bien, hasta el punto de constituirse en agravio de sus
economías y haciendas por lo muy costoso que todo ello les
resultaba.» La reacción me parece exagerada, pero enseguida
recuerdo que Defoe sabía algo de porcelana. Es propietario de una
desfalleciente fábrica de baldosas en las marismas de Essex,
incapaz de competir con los holandeses. Agravio es buena palabra para un Defoe erigido en
policía de la extravagancia ajena.
Porque estas salas encarnan el exceso. En
Charlottenburg, Berlín, Federico I crea una sala para Sophie, la
corresponsal de Leibniz, la lista de la pareja. Aquí todo está tan
estratificado que la porcelana no solo se refleja en los espejos,
sino que también se hunde en las paredes. Hay frascos enfrente de
platos apoyados en ménsulas sobre cristal, nichos para cacharros
diminutos recorriendo la sala, figuras chinas con platos a guisa de
sombrero. Las imágenes se entrecruzan en diferentes
dimensiones.
Augusto ha visto cómo utilizan la porcelana
otros soberanos, y lo desdeña. Recuerda su visita al Trianón de la
Porcelana en Versalles, hace ya casi cuarenta años. ¿A qué viene
tener un lindo pabelloncito plantado sin entusiasmo alguno en tus
parques, para enseñárselo a las visitas, o una sala en los altos de
la casa, junto a la biblioteca o el salón de música, con varias
hileras de porcelana en la repisa de la chimenea? Daría la
impresión de que te has quedado sin porcelana.
De manera que ya se han iniciado las obras
del Japanisches Palais de Augusto en la otra orilla del Elba. Es
enorme. El techo se abre hacia abajo como una pagoda. Entras por un
portal grande y más allá ves un atrio. Todas las columnas están
sostenidas por figuras orientales acuclilladas. La punta de sus
sandalias se dirige hacia arriba. Subes por una escalera de
peldaños bajos y al llegar a la primera planta te encuentras en una
sala alargada en la que no hay más que bellas porcelanas Jaspis, marrones y rojas, de China y Japón. Y luego
se abre la puerta doble del final y entras en una sala provista
exclusivamente de porcelana celadón. Y así sucesivamente. Pasando
por azules y verdes y luego morados. Pasando por diferentes colores
y diseños de porcelana, por espacios que se abren todos al
siguiente. Es un estado de fuga, un recorrido por el espectro de la
porcelana. Terminas en una capilla de porcelana blanca o en un
espacio reducido y perfecto de porcelanas blancas y doradas. Es
música.
El Japanisches Palais va a ser el mayor
edificio de porcelana desde que el emperador Yongle ordenó la
construcción de la pagoda en memoria de sus padres, hace
trescientos años.
Augusto encarga un cuadro que reza «Sajonia
y Japón compiten sobre la perfección de sus fábricas de porcelana
[...]. La diosa [Minerva] pone graciosamente el premio de la
disputa en manos de Sajonia. Los celos y el desánimo llevan a Japón
a cargar de nuevo toda su porcelana en los barcos que una vez la
trajeron».
Recuerdo que en los primeros tiempos de su
locura por la porcelana Augusto soñó con enviar barcos a Oriente
—Japón o China—, a comprar todo lo que pudiesen. Ahora es
distinto.
Proyecto del
Japanisches Palais, Dresde, 1730; Deutsche Fotothek / Martin
Würker.
II
Durante mi último día en Dresde la
temperatura desciende todavía más. No he entrado nunca en el
Japanisches Palais, de modo que concierto una cita. La porcelana
hace tiempo que salió de allí. Treinta años después de la muerte de
Augusto desmantelaron las grandes exposiciones, sala por sala de
diferentes esmaltes y diseños, y las trasladaron a los sótanos. En
los años sesenta del siglo XIX vendían o permutaban porcelana
«duplicada». De este comercio salió verdaderamente bien parada la
fábrica francesa de porcelana de Sèvres. En los planes estaba la
creación de un museo pedagógico de la cerámica. No se llevó a
cabo.
Me atasco en este punto, pensando en el
desguace de las colecciones de Augusto, preguntándome la razón de
que el «duplicado» le supusiera un problema, siendo la duplicación,
la multiplicación, el único imperativo de su vida.
El palacio ha albergado las colecciones de
monedas, las de antigüedades, la biblioteca estatal y, durante cien
años, también han estado aquí el museo etnológico y el geológico.
Ha sido el trastero de Dresde. Y ahora está casi desierto. En su
mayor parte, las colecciones se han trasladado al nuevo museo de
Chemnitz. Tres furgonetas blancas abarloadas en el gran patio. Unas
cuantas luces encendidas. Una curadora sale a recibirme. Lleva
dieciocho años trabajando en un cuarto decorado, con las paredes de
madera, que procede de Damasco y que compraron hace un siglo, lo
desmantelaron y lo almacenaron, quedó en el olvido en el ir y venir
de objetos y colecciones, fue trasladado a la fortaleza de
Königstein durante la segunda guerra mundial, y volvieron a
traérselo después. Es un cuarto de proporciones perfectas para
sentarse a charlar, con poesía árabe en lo alto de las paredes, con
tablillas pintadas de fruta entre las flores.
La poesía, me dice, se eligió de modo que no
resultara ofensiva para ningún visitante, musulmán, cristiano o
judío.
Y en su vasto taller con vista panorámica de
Dresde —las salas del palacio que antes albergaban la porcelana
celadón, con el entablado en un estado medio de conservación— trae
pastelitos, hace té verde y lo sirve en vasos.
No he podido ir a Damasco, pero me doy
cuenta de que Damasco ha venido a verme a mí. Hablamos de porcelana
y la curadora localiza fotografías de grandes platos blanquiazules
de Jingdezhen expuestos en salas de Damasco y Alepo, esperando que
alguien los descuelgue y los coloque sobre las alfombras floridas,
llenos de pilafs que compartir con la
familia, las visitas, los viajeros.
III
Me ha costado más de veinte años llegar
aquí, al palacio.
Tuve un dibujo a tinta de unas de estas
salas colocado sobre mi torno durante mucho tiempo. Era un desafío.
¿Qué quería yo? ¿Quería hacer porcelana que pudiera mezclarse con
otras, o quería ser más exigente con el mundo, darle forma a una
parte del mundo con más coherencia?
Hice mi propia sala de porcelana para una
exposición en el Museo Geffrye, un asilo de ladrillo que la bondad
de los hombres levantó en una calle oscura y bulliciosa del este de
Londres, convertido ahora en museo de la historia de los interiores
domésticos. A otro artista —que hacía piezas de cerámica muy
barrocas y con mucho color— y a mí nos concedieron sendos espacios
y nos asignaron un modesto presupuesto. Acepté durante la primera
conversación. Era consciente de que la última vez que se encargó
una sala de porcelana había sido a finales de los años setenta del
siglo XVIII, una tontería, un cuarto de espejos con confites de
porcelana, envuelto en disparate dorado para un palacio
italiano.
Quería ser capaz de percibir qué se siente
estando rodeado de porcelana. Lo escenifiqué en tablero de fibra de
densidad media, y no en mármol, en un espacio provisional creado en
el sótano, y no con vista al parque de los ciervos ni al Elba. Pero
la teatralidad ha intervenido en todas las salas de porcelana que
se han hecho alguna vez. Y esta me pareció bien.
Para que fuese una verdadera sala me hacían
falta una pared y un suelo y un techo y luz. La pared eran 400
cilindros, todos ellos de diez centímetros de alto, dispuestos en
quince estantes. Repeticiones y reenvíos tan claros como en
cualquier fragmento de música de piano de Philip Glass. En el suelo
iban ladrillos industriales de color negro. Puse setenta platos
llanos formando un estrecho canal, una línea de porcelana gris
incrustada en el suelo como una nota sostenida.
La luz entraba por una ventana de porcelana.
Había torneado unos cilindros enormes, los había afinado tanto como
pude y había hecho paneles con ellos. Los sequé muy despacio entre
tableros y los cocí con trepidación durante varios días. Luego los
miré al trasluz. Funcionaban. Eran translúcidos; la luz se filtraba
en cantidad suficiente. Era una luz como de polvo, ligeramente
amarillenta, muy pobre, pero luz. Me veía la mano a través de la
materia, oscuramente.
E hice un desván.
Los desvanes son sitios en que uno intenta
olvidar. Están llenos de cosas desechadas, juguetes rotos, son
sitios donde uno almacena las cosas que no tiene derecho a tirar:
los regalos de boda, los dibujos de los niños, los instrumentos
musicales abandonados, las maletas que aún pueden valer para algún
viaje muy concreto que nunca va a ocurrir. Y son el sitio a donde
van a parar las cosas más valiosas.
Pero en mi sala de porcelana quería un sitio
para las ideas que nunca se han realizado del todo, las notas de
trabajo, las anotaciones al margen, los borradores tachados. ¿Por
qué quería conservar todo eso? No para futuras comprobaciones, sino
por su carácter tan humano, el chasquido de los fragmentos en el
patio del taller.
Así que puse un decorado y unos frascos con
tapa y una hilera de cacharros que ya había probado en la
estantería, cuando aún no me había dado cuenta de que sus
proporciones eran ligeramente inadecuadas, y todo me parecó muy
bonito en las sombras por encima de mí.
Inadecuadas porque las piezas no se podían
ver en su integridad, bien colocadas y accesibles. Estaban a salvo,
supongo. No a salvo de que las tocasen, las utilizaran, pero sí de
que se las llevasen y las documentaran y las vendieran. No es que
estar en la sombra te otorgue gravedad ni misterio, ni que quedes
revestido de seriedad prestada. Es más bien que las sombras
ahuyentan los perfiles. Puedes obtener la forma de una idea
perdiendo sus datos concretos.
Hubo inauguración, pero yo apenas recuerdo
nada, salvo que a mi hijo de tres añitos le encantó la sala
contigua, con sus piñas tropicales. Y que una persona tras otra
tras otra me expresó lo frustrante que resultaba no ver lo que
había en los desvanes. ¿Por qué no estaban iluminados?
Ese fue mi momento transicional como
alfarero. Ahora hacía Instalación. Me
cernía cerca de la Arquitectura,
emocionado.
Y oí Agravio.
IV
Estoy corriendo otra vez. Sé que debería
estar más tranquilo, pero la calma y esta ciudad tan extraña no se
conjugan en mí. No me queda tiempo. Tengo tanto que ver otra vez.
Tengo que verificar el color de las piezas de celadón que Augusto
encargó para el Japanisches Palais, así que cruzo en sentido
contrario, a todo correr, el puente Augusto, tuerzo a la derecha y,
sin dejar de correr, atravieso el patio del Zwinger.
Recupero el aliento en las galerías de
porcelana. Tararean suavemente mientras los visitantes admiran lo
expuesto.
Estos espacios nunca se pensaron para la
porcelana. No se utilizaron para esto hasta que la Unión Soviética
devolvió los tesoros de Dresde, trasladados a Moscú para su
fraternal custodia en los días siguientes a la entrada del Ejército
Rojo en abril de 1945.
En 1958 regresó la porcelana de Augusto
—casi toda ella— junto con otros grandes objetos de la Kunstkammer. El Zwinger, en ruinas por los
bombardeos, empezó a ser restaurado y volvió a abrirse en
1961.
Merodeo por aquí y por allá. Las galerías
son de una magnificencia totalmente equivocada. Adornos de la
famille rose de Kangxi procedentes de
China y Kakiemon de Japón ocupan mesas doradas. Hay fragmentos de
exposición de la «sala de porcelana» en los nichos, platos y
jarrones en soportes, colocados en perfecta simetría. Tienen aquí
algunos jarrones de los dragones, sobre un pedestal. Hay la maqueta
ecuestre de Augusto el Fuerte. Esto fue objeto de desesperaciones
diversas. ¿Cómo hacer una figura de porcelana en que las patas del
caballo puedan sostener una figura? Una enorme sala de estas
galerías alberga la colección de animales de porcelana, creada a lo
largo de veinte años por el gran escultor Kändler, expuesta sobre
un afloramiento rocoso bajo una tienda de seda estampada. La alarma
salta cada diez minutos, cada vez que alguien intenta acercarse al
enorme león o al no menos enorme rinoceronte de porcelana.
Hay vitrinas con algunas de las vajillas
famosas: la vajilla Swan hecha para el conde Brühl, cuyos platos
translúcidos están concebidos de modo que los peces y los pájaros
parecen emerger del agua. Hay vajillas de coronación y de boda, y
el pleno despliegue de Meissen como un todo. Porcelana de
arlequines y bandas de músicos, fuentes y ruinas para centros de
mesa, candelabros, crucifijos, bustos, cubertería, bastones.
Porcelana para tributo y regalo y diplomacia, para exposición y
para intimidad. Y con pinturas de escenas clásicas y paisajes y
criaturas fantasmagóricas y mariposas, pájaros, insectos. Las
piezas de celadón destellan en una pared. No las recordaba tan
azules.
Luego hay vitrinas que ayudan a comparar, y
los carteles de la pared son estupendos y claros. Vidas enteras de
estudio y erudición. Y no es que esté esperando autenticidad
—grandes vajillas en mesas de treinta metros de largo, la colección
de animales a la luz de las velas—, aunque habría sido un buen
detalle, es sencillamente que todo parece tan controlado...
Ha sido tan admirado que ha alcanzado su
grandioso final. La fiera, brillante, aterradora idea de lo blanco
ha sido sofocada. Tschirnhaus ha desaparecido, chapado en
oro.
La porcelana se ha vuelto burguesa. Se
convierte en mi cuenco de ocho lóbulos, ahíto de fruta veraniega.
Se convierte en los «platos Meissen de filo dorado» que los criados
acercan cuidadosamente bajo la mirada atenta de la dueña de la casa
durante interminables banquetes de pescado y jamón hervido con
salsa de cebolla y postre de macaroons,
frambuesas y natillas, en Los Buddenbrook
de Thomas Mann. Se convierte en algo caro y coleccionable. Es en
este punto cuando la porcelana se hace posible para muchas cosas;
se recataloga como mercancía en lugar de secreto principesco. Esta
reescritura en concreto debería quedar bien. A fin de cuentas, cada
pieza de porcelana de las colecciones lleva su sello, una marca de
reinado chino, o una señal de fábrica o su número de inventario, y
muchas enumeraciones. Parece que todos los documentos están
anotados. Cuando vuelvo al primer registro de la porcelana, el de
su descubrimiento, album et pellucidum,
me doy cuenta, en un momento demasiado tardío de mi investigación,
lamentablemente, de que no es solamente la letra de Böttger:
alguien más ha puesto sus notas en la página.
Esta ciudad es toda ella un palimpsesto. Hay
restauraciones contemporáneas de reconstrucciones de la República
Democrática de los palacios y tesoros destruidos durante la
guerra.
Al salir del Zwinger por el arco de debajo
del Stadt Pavillion observo que a la izquierda hay una placa
conmemorativa de su reconstrucción con ayuda de la Unión Soviética.
No lleva fecha. Pero hay una nota a pie de página, una placa más
pequeña, también sin fechar, en que se nos dice que el original es
de 1963.
Esto, supongo, debe de ser de principios de
la Confianza de Después del Muro, 1990.
En el taxi que me lleva al aeropuerto le
hablo a la conductora sobre el lebkuchen
y el stollen que compré anoche en el
mercado de Navidad, y ella me contesta que ese mercado era
not good, no bueno. El bueno está en otro
sitio. Cualquiera diría que siempre me equivoco de mercado.