NUEVE Diez mil cosas
I
ESTA noche no hay banquete. Me
quedo en mi diminuta habitación y trato de ponerme al día. Envío
correos electrónicos a casa y al estudio, hago mis listas para
mañana. Y me pongo con el próximo pasaje de la novela que mi hija
Anna y yo estamos escribiendo mano a mano. La acción transcurre en
la costa occidental de Escocia y destaca por sus detalles
salobreños sobre el viento y los horizontes y la rebusca entre
cenizas. Estábamos en un momento crítico cuando me marché de
Londres, con los dos chicos y su perro perdidos en una ladera, con
el sol poniéndose, y, por consiguiente, es de vital importancia que
envíe mi capítulo, que haga mis deberes ya.
Son las tres de la madrugada.
Voy a toda prisa. Soy el rey de todo lo que
estudio. Hoy, me digo en voz alta, mientras me hago crujir los
nudillos y me desperezo y miro la calle desierta de esta extraña
ciudad de la porcelana, hoy voy a empezar a crear la categoría de
las cosas blancas. Voy a ser más minucioso que un sabio talmúdico.
Voy a palpar esto, voy a tenerlo en las manos y lo voy a poner de
nuevo en su sitio, voy a pedir esto otro, detrás de usted, en el
estante más alto.
Hoy voy a encontrar blanco. Soy el asesor de
lo blanco y nada se me pasará por alto en el escrutinio.
II
El sueño se va, se ha ido.
Oigo objetos. Con los objetos no solo es
posible hacerlos sonar, ponerles nombre y conferirles sentido por
mediación del lenguaje; también se puede oír su parentesco con las
propias palabras. Hay cosas que suenan a sustantivo, hay palabras
con fisicalidad, forma y peso. Tienen el don de poseerse, dan la sensación
de que si las menosprecias seguirán desplazando la misma cantidad
de mundo en derredor. Otros objetos son verbos y fluyen. Pero
cuando los veo también los oigo. Una pila de cuencos es un
coro.
A veces resulta turbador, como las
Hojas de hierba de Walt Whitman, con
montones de ruido emocional, y otras veces sienta muy bien, como un
poquito de música de Steve Reich, con pulsaciones de sonido y con
pautas que aparecen y desaparecen.
De modo que hago este recorrido por
Jingdezhen y hay tanta porcelana, tanto lenguaje, tanta habla, que
me pierdo y es como una torrentera de palabras cayendo en cascada
desde lo alto de la página, interminablemente.
Es como gritar.
Y las cantidades de porcelana que hay en
este lugar ensordecen. Supe que siempre había sido así.
Leo que en 1554 el emperador Jiajing hizo a
los kilns imperiales un encargo de 26.350 cuencos con dragones
azules, 30.500 platos del mismo diseño, 6.900 copas, blancas por
dentro y azules por fuera decoradas con flores azules, 680 peceras
de gran tamaño, decoradas con flores azules sobre fondo blanco,
9.000 tazas de té con decoración de hojas en el borde, 10.200
cuencos decorados con flores de loto, plantas acuáticas y peces en
azul y blanco por fuera, y por dentro con dragones y aves fénix
pasando por entre las flores, 9.800 tazas del mismo diseño que las
anteriores, 600 copas de libación con platos hondos decorados con
olas del mar y dragones en nubes sobre azul.
Y luego algo que quizá se le ocurriese en el
último momento, cuando ya el escriba se retiraba mirando al suelo:
600 escanciadores de vino en porcelana blanca.
Y al año siguiente encargó 1.470 vasijas,
que un año después fueron 34.891.
Leo los libros de historia, las monografías,
los folletos eruditos y en ellos se explica de algún modo por qué
se necesitaba tanta porcelana en la corte, pero yo lo único que
oigo es más, más, más.
III
¿Cómo era posible que se rompieran tantos
cacharros todos los años? Quiero saber dónde los almacenaban en
palacio a su llegada de Jingdezhen. Tenía que haber unos depósitos
enormes y unos inventarios interminables. Tenía que haber cuartos
para los inventarios. Tiene que haber habido Contadores Oficiales
de la Porcelana Imperial.
En la corte no pasa un día sin algún evento
religioso, algún aniversario, la obligación de presentar ofrendas y
regalos. Y los objetos hacían falta para eso, para las libaciones,
el incienso, las ofrendas rituales de flores o frutos. Y no vasijas
en singular, sino juegos completos, pares y tríos y quintetos que
podían desplegarse para que todo el mundo viera cuán perfectas y
equilibradas y armoniosas eran la vida y la gobernanza del
emperador, Hijo del Cielo.
Página de la
Recopilación estatutaria de la Gran Dinastía Ming, 1587; Gest Oriental Library and East Asian
Collections, Princeton University; Ten
Thousand Things: module and mass production in Chinese art,
Lothar Ledderose, Princeton University Press, Princeton y
Chichester, 2000.
Hay constancia de un encargo de cientos de
platos lisos para narcisos, y me imagino recorriendo alguno de esos
interminables pasillos de la Ciudad Prohibida, un acompasado ritmo
de escaleras y aromas.
En otro documento imperial se encargan
vasijas esmaltadas de amarillo para el Templo de la Tierra,
esmaltadas de rojo para el Templo del Sol, de azul para el Templo
del Cielo y de blanco para el Templo de la Luna. La Recopilación estatutaria de la Gran Dinastía Ming,
de 1587, muestra las vasijas ceremoniales expuestas en el Montículo
Circular del Altar del Cielo. Hay tres trípodes delante del altar,
y luego una fila en espinapez de candelabros e incensarios, con una
docena de platos a la izquierda y otra a la derecha. Y puedes tener
por seguro que algún funcionario del departamento de ritos ha
verificado los objetos protocolarios, los ha contado según llegaban
del almacén, los ha colocado como señalan las normas.
Aquí no se trata de que las cosas queden
bonitas, aquí de lo que se trata es de que sean como deben
ser.
Los conjuntos o juegos son una manera de
controlar el mundo. Si quieres que este mundo de los mortales
refleje otra modalidad de orden, las cosas tienen que encajar unas
con otras. Y las personas con las cosas. En caso de desajuste, las
porcelanas descarriadas reflejarían pésimamente la noción del más
allá que tenían tus antepasados, del mismo modo en que una
mantelería mugrienta o beber la leche a morro en vez de utilizar un
vaso pueden ofender los buenos modales.
Y dado que el tiempo es un constante
entrecruzamiento de respeto por los antepasados, este puede ser el
año en que envías a los kilns la orden de hacer unos incensarios
para los altares que se parezcan a los hechos hace trescientos
años, como estos se parecían a bronces de hace novecientos años,
porque la devoción recorre las generaciones.
«Diez mil cosas se producen y reproducen /
para que la variación y la transformación no tengan final», escribe
Zhou Dunyi en el siglo XI.
Puede ser una idea muy hermosa, la
reiteración interminable.
Pero en este momento no soy ningún
historiador del arte, ni sinólogo, y tengo muy claro que no puedo
especializarme en la historia de la porcelana china, porque me
sofoca la porcelana como receta, la porcelana como control.
Porque cada uno de estos cientos de miles de
cuencos de porcelana —perfectos y equilibrados y armoniosos— ha
costado muchísimo. Un control de este calibre cuesta más de lo que
alcanzo a comprender. Y puedo ser tan severo como quiera, y ligero
y mínimo, pero este blanco me atemoriza.