SESENTA Y UNO Allach

 

 

I

 

Voy a Dachau a ver qué pasó.
Está empezando el otoño y hay una neblina baja. Calabazas y cidras amontonadas en el exterior de las casas, al lado de la carretera. Cada montón tiene un cajetín de pago voluntario.
Hace un día tan gris y tan húmedo que todo parece apresado. Quiero decir que estoy apresado en mi presencia aquí y percibo la altura de la valla circundante, las torres de vigía, la zona en que se aplicaban los castigos, los paredones de ejecución, los lechos de gravilla que marcan la planta de los barracones de los prisioneros, ahora demolidos. Los olmos del lindero permanecen inmóviles en el aire quieto.
Me recibe el archivero. Hay una mesa larga, una biblioteca de libros de investigación, y carpetas. Una mujer, sentada, quieta y blanca, está mirando fotos. Hace unas marcas muy pequeñitas en su cuaderno de apuntes.
El archivero lleva aquí quince años, conoce las complejidades de los campos secundarios de las SS, el modo en que los prisioneros eran adscritos como mano de obra a determinadas fábricas, las terribles realidades de las canteras de granito, las listas de embarque, los trenes, las marchas de la muerte.
Y es amable. Me trae los documentos que necesito ver. Hay un testimonio fundamental, me dice, y me habla de Hans Landauer, que trabajó en la fábrica y dejó escrito su testimonio, que después de la guerra se pasó la vida hablando de lo ocurrido. Su casa estaba en Viena, pero venía frecuentemente por aquí.
Le pregunto si por casualidad todavía puede uno hacerle una visita a Herr Landauer.
Y él me indica su despacho, donde hay una foto de un hombre de rostro ancho y franco, sonriente, en la pared contigua a la mesa de trabajo. Murió la semana pasada, me dice. Era un gran hombre.
II

 

Hans Landauer era un socialista austriaco que se enroló en las Brigadas Internacionales a los dieciséis años y que cayó prisionero luchando contra Franco durante la guerra civil española. Lo deportaron al campo francés de Gurs y llegó a Dachau el 6 de junio de 1941.
El archivero me proporciona el contexto de su relato.
En mayo de 1941 hay una nota que circula por Buchenwald, Auschwitz, Flossenbürg, Mauthausen, Neuengamme, Gross-Rosen y Sachsenhausen:

 

El hecho de que varios trabajadores civiles hayan tenido que ir al frente hace que no se pueda mantener el funcionamiento normal de la fábrica de Allach [...] se han dado instrucciones de que se considere la posibilidad de recurrir a prisioneros a sus órdenes. Ello incluye modelistas, horneros, formadores y ceramistas. Ha de procederse a una comprobación de los contingentes de los campos de concentración para ver quién ha trabajado antes en el sector de la cerámica y quién está en condiciones de trabajar aquí.

 

A los diez días ya hay una lista de nombres. Han localizado a un judío, cuatro ASR —prisioneros antisociales, uno de ellos con titulación gremial—, un testigo de Jehová y doce prisioneros políticos.
Seis días después Buchenwald informa de que no encuentran operarios para los kilns, ni para modelado, pero que tienen catorce formadores de porcelana y una persona para ocuparse de un molino, una persona para pintar y una persona para tornear porcelana. Entre ellas hay un judío y otro con la mera etiqueta de «enfermo».
El 5 de julio de 1941 llegan a Allach trece prisioneros, para hacer porcelana. En el grupo no había ningún especialista en horneado, de modo que seleccionaron a dos combatientes austriacos de la guerra civil española, Franz Pirker y Karl Soldan, dos Rotspanier, rojos españoles, para trabajar en los hornos de la fábrica.
Y estos hombres, a su vez, eligen a Hans Landauer, camarada suyo recién llegado de un campo francés. Inicialmente está previsto que trabaje en el ferrocarril, acarreando carbón de la estación de Dachau a la fábrica de porcelana, «igual que sirgaban los barcos por el Volga».
Esto, escribe Landauer en sus memorias, es ein Glücksfall, un golpe de suerte.

 

 

Hans Landauer, Viena, 2006; Heribert Corn.
III

 

Dachau no es un campo de exterminio. Aquí la muerte es tan intencionada como aleatoria.
El trabajo es intencionado y mata. Diana a las cuatro de la madrugada, una hora más en posición de firmes mientras pasan lista y luego andando al puesto de trabajo para limpiar escombros, trabajar en los búnkeres subterráneos, en las fábricas, en las canteras de granito acarreando bloques hasta caer de bruces, o en la plantación, a cavar zanjas. Luego está el camino de vuelta, otras dos horas en posición de firmes mientras vuelven a pasar lista, la limpieza de los barracones. Apagan las luces a las nueve de la noche.
Las condiciones son intencionadas. Te dan muy poco de comer. Dentro de seis meses será todavía menos. Estás débil. Los números crecen. Hay seis veces más prisioneros en 1944 que en 1942, en los mismos barracones. Se te presta muy poca atención médica. Todas las enfermedades son endémicas. Y luego ya no hay atención médica.
Estar aquí en Dachau es aleatorio.
Estás aquí por asocial, político, sinti, cristiano, homosexual, judío, polaco, checo, comunista.
La muerte te llega aleatoriamente. Te matan tratando de fugarte. Te matan para dar ejemplo. Te matan en las canteras o en la plantación. Te matan porque caminas muy despacio en el camino de vuelta. Te mata el tifus. Te mata un kapo. Te matan porque te desesperas.
Y tú lo intentas todo para marcar la diferencia, para encontrar el modo de comer un poco más, mantenerte fuerte, no tambalearte, no llamar la atención de ningún kapo, no dejar caer un bloque de granito aunque te estén sangrando las manos.
IV

 

Me hallo en el archivo, y las memorias de Landauer hacen que este momento contingente, este Glücksfall, parezca increíblemente cercano. Es el momento en que estaba descargando carbón en el patio de la fábrica y le preguntaron si sabía dibujar.
Dijo que sí e hizo un dibujito.
Este dibujo lo redime de la crueldad de arrastrar vagones de carbón en el exterior y le permite traspasar el umbral y entrar en Allach. Era el primer paso que daba en dirección a «salir vivo del infierno». Empieza trabajando en las palmatorias y luego en las figuritas y luego se hace «insustituible», cuando trabaja en los jinetes que tanto aprecian Hitler y Himmler.

 

Solo tenía que mirar por la ventana del sótano, desde mi mesa de trabajo, cuando pasaban las macilentas figuras de los Kommando Kiesgrube, el comando de la grava, llevando a empujones los carros llenos de prisioneros muertos, o ya incapaces de caminar, de regreso al campo... Hay que comprender desde un punto de vista humano que me esforzara en producir buenas obras, especialmente porque esta producción no era importante para la guerra [...]. Cuando ampliaron la fábrica —a partir de 1942, también producíamos platos, tazas y salseras para hospitales— también aumentó el número de prisioneros sin formación profesional, pero capaces de aprender muy deprisa a hacer esas cosas.

 

Y comenta lo raro que resultaba ver que los trabajadores de ese grupo, el de la Fábrica de Porcelana de Allach, de tantos países diferentes, eran los encargados de producir el símbolo de culto del partido, el farol Julleuchter para la celebración de los solsticios; y que hacer este producto contribuía a que él y sus compañeros de campo tuvieran más posibilidades de salir con vida.
En Allach el horario de trabajo era continuado, lo cual implicaba que los prisioneros no tenían que regresar al campo a mediodía para pasar lista, viéndose así en menor riesgo de que los guardias de las SS los castigaran por «cantar mal o por no marcar bien el paso». A partir de 1943 Allach autorizó a los prisioneros de la fábrica a que utilizaran los zapatos de cuero adecuados, porque era imposible transportar la porcelana en esos largos tableros llevando zuecos de madera.
Landauer es un testigo extraordinario. Recuerda la llegada de carretas procedentes de Francia, cargadas de cadáveres y moribundos.
Recuerda a sus camaradas de trabajo, Franz Okroy, Herbert Hartmann, Franz Schmierer. Había otros dos prisioneros polacos cuyos nombres no recuerda, que trabajaban en las figuras pequeñas. Uno de ellos era un profesor de Cracovia que se suicidó en 1942 o 1943, lanzándose contra la valla electrificada. También estaban Erwin Zapf y el pintor de porcelana Gustan Krippner. También estaba Karl Schwendemann, que tras una discusión con un modelista de las SS fue expulsado de la fábrica y enviado de vuelta al campo principal de Dachau.
Leer estos nombres es saludable. Los vuelvo a leer.
Landauer es un hombre cuidadoso. Cuando no se acuerda de algo, lo dice. También pone cuidado en decir que hay momentos de bondad en Allach, «a veces solo una tímida mirada de buena intención», o cuando uno de los guardias de las SS les da la radio de Kärner a los hombres del kiln para que la escuchen por las noches.
Yo trato de tener cuidado con este testimonio. No es mío.
V

 

Cosas que ocurren en los archivos: la siguiente hoja de papel es una carta de agradecimiento a Himmler. La remite el SS-Brigadeführer Friedrich Uebelhoer y en ella se agradece profusamente al Reichsführer Himmler su regalo de un portaestandarte de porcelana y la tarjeta, así como el reconocimiento de su apoyo a todo el esfuerzo que está haciendo para la construcción de la Nueva Alemania en el Este. Es el gobernador de Lódz, y está construyendo el gueto.
La segunda carta es de Frau Himmler a Frau E. R., que dice que lamenta mucho molestar, pero quiere saber si «el pequeño Ekhart» ha recibido ya la vela Kinderrelief que le regala su padrino, el Reichsführer. También quiere saber «si Sigrid y Irmtraut han recibido las suyas». Frau Himmler envía sus condolencias por el bombardeo.
La tercera carta, fechada el 15 de enero de 1945, es del doctor Hopfner a un destinatario desconocido y en ella se deja claro que no hay que producir más el Julleuchter, pero sí aumentar la producción de los platos con frases de las SS en la parte de abajo. Los textos pueden contribuir a levantar los ánimos en los «meses difíciles que esperan» a quienes utilizan los platos.
Ya no habrá más carbón para el crematorio de Dachau, pero seguirá suministrándose para los kilns de Allach.
Me falta el aire y salgo a respirar diez minutos. Y cuando vuelvo el archivero me explica que ha muerto un coleccionista local de recuerdos nazis y que su hija ha donado una caja al archivo. Trae un barreño de plástico lleno de objetos nazis en bolsas y envueltos en papel de periódico. Hay porcelana de Allach, dice, pero lo de encima es un cinturón, unos botones, un gráfico de las treinta y ocho divisiones de las SS y unas revistas. Lo pone todo encima de la mesa.
Luego desenvuelve el primer objeto. Es Bambi.
Y luego, a continuación, hay un perro salchicha dormido, otro sobre las cuatro patas, muy tristón, y luego un ciervo echado, con las patas recogidas bajo el cuerpo.
Yo me esperaba un guardia de asalto, algo blanco.
Y me encuentro con un Bambi, con los ojos húmedos, las patas largas, la cabeza ladeada, primorosamente esmaltado. Lo agarro y lo miro por debajo, como hay que hacer siempre, y ahí está la cartela con «Allach y TH Kärner» y las runas de las SS.
Este es mi quinto objeto blanco del mundo.
VI

 

Le doy las gracias al archivero y envuelvo de nuevo la porcelana y la pongo en el barreño de la colada. Camino sobre el terreno, por la larga avenida que separa las filas de barracones, hasta llegar a la valla exterior. Y de regreso al aeropuerto me desvío para pasar por la primera fábrica Allach, en las afueras de Múnich.
Son calles pequeñas en diente de sierra, niños en bicicleta, alguien paseando al perro, setos bien podados. Una señal dice callejón sin salida e inesperadamente allí hay un complejo industrial de fábricas de antes de la guerra, algo grande al borde del camino.
El taxi se detiene en el número 8. Le han cambiado el nombre a la calle. Ahora se llama Reinhard von Frank Strasse. El número 8 es una casa alta, con tejado a dos aguas, con una escalinata frontal de seis peldaños, y con un taller funcionando a la derecha, detrás de un seto enmarañado. Está en abandono. Las ventanas están rotas y hay un candado en la puerta. Es exactamente igual que el taller en el que entré de aprendiz.
Aquí es donde empezó, en una calle de las afueras sin nada especial.
«No pasar», dice el cartel.
El oro blanco
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