SESENTA Y CUATRO Otro testigo
I
Tengo dos testigos finales. Ambos hicieron
Maos.
El señor Yang. Sesenta y tantos. Bebedor de
té. Vive en Jingdezhen, con su mujer, nada más traspasar la puerta
de la Fábrica de Escultura. Su taller son cuatro habitaciones
llenas de Maos hasta el techo. Un Mao atlético que acaba de cruzar
a nado el río Amarillo con el alegre apoyo de unos campesinos, un
Mao enarbolando el Pequeño Libro Rojo, Mao ofreciendo a un grupo de
trabajadores unos mangos que acaba de regalarle una delegación
paquistaní. Más Maos de buen tamaño y enchaquetados de los que
cabía esperar. Se me ocurre que es muy sencillo recurrir a un buen
capote cuando no está uno seguro de las proporciones.
Le pregunto que cuánto tiempo lleva viviendo
aquí y me contesta que estaba en el instituto, con quince años
solamente, cuando empezó la Revolución Cultural, y que se
comportaron «mal» con los profesores, pero «no demasiado mal». Y
añade que fue guardia rojo, lo que quiere decir que sabe cómo
esculpir uniformes adecuadamente; se le dan bien los uniformes. Me
enseña su estatua de la maestra, con sus gafas, con su cucurucho de
burro, señal de derechista y traidora a su clase. Está sentada en
un taburete, humillada. También se le dan bien esos detalles, a Yang.
Mientras hablamos se organiza un poco,
enciende las luces.
Recorre los decenios al hablar. Las
políticas ponzoñosas de cada decreto, el control de los comisarios,
los tres funcionarios oficiales de la fábrica que se convirtieron
en nueve, el modo en que, durante los años ochenta, si eras miembro
del partido, podías tener en nómina a tus primos. En los años
noventa los bancos dejaron de prestar a los colectivos. La fábrica
estatal de porcelana se hundió en 1995. Media ciudad se quedó sin
trabajo.
Le pregunto sobre el mercado. Los pandas,
muy populares en las postrimerías de Mao, desaparecieron durante un
decenio y volvieron a rugir en los ochenta. Mao se ha mantenido
sorprendentemente firme, dice, aunque alcanzó su nivel máximo de
ventas en el centenario de su nacimiento, en 1993. Las estatuillas
del presidente Deng Xiaoping, los platos con su rostro cerniéndose
como un viejo planeta sobre los rascacielos de Hong Kong, también
tuvieron su momento, pero él no llegó a hacerlos, aunque me puede
decir quién los hizo, si estoy interesado.
Observo al transportista recoger los Maos
recién esmaltados, para llevarlos a la unidad de embalaje. Y de ahí
a Shanghái, a las tiendas donde puedes comprar un póster de la
Larga Marcha, algo retro de la Revolución Cultural para tu nuevo
apartamento, muy en lo alto del aire gris.
Operarias haciendo
medallones de Mao, provincia de Heilongjiang, 1968; Contact
Press Images / Li Zhensheng; Mao Cult:
rhetoric and ritual in China’s Cultural Revolution, Daniel
Leese, Cambridge University Press, 2011.
II
El maestro Lieu. Setenta y tantos. Lo
entrevisto durante dos horas. Tomamos té.
Tiene unos dedos larguísimos, que le
revolotean al hablar, y los ojos color avellana, y burlones. Vive
en un patio con frutales en el centro, en la Fábrica de Escultura,
donde lleva desde 1963, como estudiante, aprendiz, escultor,
gerente, director y sobreviviente. Lo sabe todo.
Esto, me dice, era una colina con unos pocos
artesanos, cuando pasó a considerarse Fábrica de Escultura, en
1955. Nada más terminar la escuela o el colegio, a los alumnos se
les indicaba a qué fábrica incorporarse, y «a mí, como sabía
utilizar el cepillo, me dijeron que viniera aquí». Él no quería.
Las condiciones de trabajo eran terribles, pero descubrió que era
un buen sitio para aprender a hacer esculturas, porque siempre
había alguien haciendo un buey o un Buda.
Y luego vino la Revolución Cultural. Se
sujeta la mano derecha con la izquierda. La hija está sentada a su
lado, esperando.
Nos dijeron que rompiéramos nuestros moldes
y los rompimos, miles de ellos, todas las figuras clásicas de
Guanyin y Confucio y los poetas. Los moldes eran viejos, hasta los
tiempos de Qing. Los Guardias Rojos nos vigilaban mientras los
rompíamos, registraron la fábrica para comprobar que no quedaba
ninguno. La fábrica era un desierto. Y nos convirtieron en fábrica
de guantes de látex. Necesitaban guantes. ¡Pero más necesitaban a
Mao! O sea que a cuatro o cinco de nosotros nos dijeron que
hiciésemos figuras. Teníamos que andarnos con mucho cuidado.
Estaban muy inquietos: nadie quería que aquello saliese mal.
Alguien ha sacado a relucir una foto grande
del maestro Lieu junto a su escultura y la coloca en la mesa entre
él y yo.
Y este es mi Mao, dice.
Es el famoso modelo de Mao, con su suave
esmaltado blanco, raro, recogido. El Líder es joven y alto. Lleva
sandalias, un pie ligeramente más alto que el otro, apoyado en una
roca, y en la mano izquierda tiene un mapa desplegado. Parece
comprometido, y me doy cuenta de que la
razón de que esta escultura funcione, cuando hay otras, a miles,
que se asfixian en su propio simbolismo, es que viene a ser una
especie de autorretrato. Es Lieu haciendo de Mao, un joven
dispuesto a granjearse el respeto del mundo.
«También hice esto», prosigue, trayendo un
modelo de un viejo agricultor con un brazo paternalista en torno a
una joven que aprende a arrojar semilla en una turbulenta parcela
verde. Ambos están descalzos sobre la buena tierra china. Me
distraigo tanto con la camisa a cuadros tan bonita que lleva la
mujer —parece una universitaria de los años cincuenta— que
desperdicio la oportunidad de hacerle una pregunta a Lieu sobre esa
tierra china. Le pregunto quién trabajaba con él y me menciona al
hombre que está sentado cerca de la fábrica de hacer cajas y se
pasa el día lavando palillos. Fue profesor y pintó aquí, pero lo
enviaron a un pueblo a que lo reeducaran.
He visto a este hombre. Escribe eslóganes
con tiza, en las paredes, y luego los borra, y vuelve a empezar. El
restaurante le da arroz. Viene a ser otro sobreviviente. Y otro
testigo.