TREINTA Y UNO El nacimiento de la porcelana
inglesa
I
He vuelto a casa, a Inglaterra, en busca de
mi tercera taza blanca.
Un invierno londinense. Sin grandes motivos
de queja, salvo que el estudio tiene goteras. Hay ya tan poco
espacio que nos vemos obligados a trasladar cacharros y vitrinas al
exterior para embalarlos.
Parte del problema es que las baldosas han
llegado de Jingdezhen en una docena de cajas de un peso absurdo.
Necesito diecisiete baldosas intactas, calculo, para mi exposición
de Cambridge. No se ha roto nada en tránsito, pero cuando me aparto
de la plataforma elevadora del camión, andando hacia atrás, me
siento lastimado y estúpido. Tengo 121 milagrosas planchas de
porcelana, bellas, finas, con esmalte celadón, algunas un poco
rizadas, otras con un suave alabeo. Encuentro una lasca muy pequeña
en una esquina. Es por esto, pienso, por lo que hay tanta porcelana
china en Europa. La gente se acongoja y encarga mucha más de la
necesaria.
He visto una fábrica en venta. Es grande,
ocho veces el tamaño de nuestro estudio, con un hangar de dos
alturas y una planta de oficinas, ambos divididos en habitaciones
muy pequeñas. «No obstruir la escalera». Un ventanuco de
«Información». Un hombre trabaja aquí y otro abajo en la
fábrica.
Fabricaban munición y reparaban escopetas y
rifles. Hay un recinto con las paredes de zinc para la pólvora y
hay setenta años de cajas de madera procedentes de Alemania
marcadas «Explosivos» y apiladas, estanterías de ahuyentadores de
pájaros y señuelos de patos. Hay una caja fuerte que no pueden
mover. El hombre dice que hoy en día ya nadie trae a reparar las
escopetas. La firma lleva operando desde mediados del siglo XIX. El
hombre dice lo que piensa, pero es triste.
Es todo muy melancólico. Muy frío. Me
encanta.
Podrías realizar un proyecto aquí, me dicen
amigos arquitectos, registrarlo todo como es debido, conservar una
parte. Tienen toda la razón. Debería. Hay trabajo que hacer —una
exposición en Nueva York— y el momento empieza a echarse encima,
así que lo desmantelamos todo y descartamos los despachos y el
cuarto de zinc, con todo su brillo, y pintamos mi nuevo estudio del
color blanco volver a empezar. Blanco extremo.
II
Inglaterra y la porcelana.
Esta tendría que ser la parte fácil. Después
de tanta aristocracia, aquí estoy en ciudades de mercado. Conozco
el paisaje. Dresde era tecnicolor con queridas y fugas; Inglaterra,
en cambio, lo que promete es un montón de experimentos fallidos.
Hay una velocidad distinta aquí, y tengo que pensarme cómo medir en
pasos treinta años de perseverancia.
Ocurre también que me produce cierta
angustia la idea de escribir sobre el deseo de porcelana. Es
universal, desde luego, pero los ingleses mantienen sus deseos muy
atenuados y resultan difíciles de localizar.
Inglaterra 1719.
Un muchacho muy joven está emprendiendo el largo camino de Devon a
Londres. Desde el punto de vista narrativo, me pregunto cuántas
veces puedo escribir sobre disponerse a empezar.
Desde el punto de vista de la porcelana,
disponerse a empezar de nuevo tiene pleno
sentido.
III
Es un relato como tomado de una buena
novela del siglo XVIII. En la portada de La
vida y época de William Cookworthy debería verse al
protagonista —quince años de edad, cuáquero, firme y serio, con el
hato a la espalda, caminando hacia Londres—. El primer capítulo
relataría brevemente la muerte de su padre, la ruina de un hogar
laborioso, los siete hijos pequeños, el agravamiento de la penuria
catastrófica cuando la Burbuja de los mares del Sur se llevó por
delante todos los ahorros, para terminar con la llegada de una
carta en que se le ofrece trabajar en una botica.
Y luego la larga caminata de lo conocido a
un futuro desconocido.
Lo conocido es la Inglaterra profunda, un
pueblo encajonado entre pequeños valles y bosques de robles. Hay
arroyos que se llenan por efecto del estuario y se desbordan. Es un
territorio para ir despacio, porque los caminos son angostos y se
embarran en invierno, un territorio húmedo durante casi todo el
año, polvoriento durante un par de meses sorprendentes, luego otra
vez intransitable. El color es de lodo y liquen, colores fuertes y
nada ambiguos.
Lo desconocido empieza cuando subes los tres
peldaños chatos, con barandilla curva a ambos lados, para llegar
ante la doble puerta delantera de una farmacia. Abres la puerta y
accedes a un generoso zaguán que conduce a un recinto con un amplio
ventanal que deja entrar la luz y el aire en la botica donde
Silvanus Bevan y sus mozos preparaban sus medicamentos, lociones,
ungüentos, extractos y tinturas en un largo mostrador.
Me doy cuenta de que es exactamente igual
que la farmacia del Molksmarkt en la que empezó Böttger.