TREINTA Y SIETE Cartas edificantes y curiosas

 

 

I

 

El año de 1736 «empieza con aspecto melancólico, porque sopla el lúgubre viento del sur y cae una lluvia perpetua», anota el infatigable doctor Huxham de Plymouth, para su barómetro, pero William Cookworthy está muy bien.
Le va tan bien todo que puede permitirse una esposa.
Sarah Berry es cuáquera, naturalmente, hija menor de una amplia y respetable familia del Somersetshire, y la joven pareja ha de declarar sus intenciones en Reuniones de Plymouth y de Taunton, para que pueda someterse a estudio la emisión de un «certificado de limpieza». Emprenden la vida conyugal con un sobrio acomodo. Dios bendice a William y Sarah —a quien todo el mundo llama Sally— con cinco hijas, Lydia, Sarah, Mary y las dos gemelas, Elizabeth y Susannah, y todos juntos viven ahora en un ruidoso hogar cuáquero.
William recibe visitas. Camina. Lee. Hallarse en Plymouth, en lugar de, pongamos, Londres o Bristol, no altera su velocidad de lectura. Los hastiados urbanitas siempre infravaloran la vida provinciana, el modo en que se recibe y consume la información, los periódicos, el conocimiento. Esto es un puerto, claro. Ves llegar las noticias en torno al promontorio, las oyes en la impresionante cantidad de ruido que hace la carga cuando la traen a tierra. Quizá no haya tantas conferencias y experimentos públicos como en los alrededores de Lombard Street, pero aquí las tardes tempranas se truecan en largas noches de lectura y conversación, mientras la Lluvia Intensa tamborilea en la calle.
Hay muchos conductos para libros y periódicos. Francia está más cerca que Londres, y los libros, como el ron, entran deslizándose y se comparten festivamente. Sus vecinos son eruditos. A veces tengo la impresión de que en el siglo XVIII no hubo médico ni boticario ni clérigo del West Country que no estuviera escribiendo un libro sobre el lugar en que se encontraba.
A William le interesan los hombres pragmáticos, la aplicación de las ideas al mundo. Se trata menos de resolver problemas que de observar muy atentamente el mundo y el modo en que surgen los problemas, poniendo tope a la intratabilidad de lo que no conoces ni encuentras, y luego alejándola de un puntapié.
El conocimiento viene a veces en inglés, pero también suele venir en latín y en francés. El alemán es complicado. Y ello significa que te pasas el tiempo siguiendo la pista de las ideas por entre menciones y notas y encogimientos de hombros en varios idiomas. Hay publicaciones que ofrecen versiones resumidas de las conferencias, sinopsis cuyas elipsis te dejan preocupado. ¿Qué se pasa por alto? Pides todos los años el Resumen de los descubrimientos filosóficos de la Real Academia de las Ciencias de París y devoras su contenido. Este año vienen unas observaciones sobre el bezoar, un ensayo sobre el flujo y reflujo del mar hecho en Dunquerque, un análisis de la seda de las arañas, algo tendencioso sobre el eclipse.

 

 

William Cookworthy, c. 1740; Wellcome Library London.

 

Ciertos nombres llegan una y otra vez, regresan, se retiran.
Es como cuando estás en una cena muy ruidosa y vas sintonizando cada vez mejor la forma de un nombre, hasta que lo oyes reverberar. Du Halde es insistente. Aquí es donde tienes que dejar de lado tu velarte cuáquero. Muchas de las noticias de las partes más ocluidas de Oriente vienen en despacho de los jesuitas. El padre Du Halde es el editor de sus Lettres édifiantes et curieuses, unos leves informes anuales que hacen las veces de boletines del Mundo Desconocido. Llegan sin regularidad, como todas las mejores publicaciones periódicas —¡Ha llegado! ¡Sigue publicándose!—, a manos de novelistas y filósofos y científicos, y de William, el de Notte Street.
Y en 1735 Du Halde recopila diecisiete de estas cartas en cuatro espléndidos volúmenes, grandes y dadivosos, con bellos mapas desplegables e ilustraciones de las fábricas chinas de seda y palanquines llenos de damas chinas. En la portada se ve un barco, cargado quizá de porcelana, en la dársena de un puerto chino, rodeado de figuras chinas, con una ilustración de Confucio, el célebre filósofo chino en la página opuesta. Los libros se publican en inglés al año siguiente, y luego se reimprimen una y otra vez.
II

 

Y hay otro nombre que se repite: el de un metalúrgico sueco, Emanuelis Swedenborgii. Escribe en sueco, pero William lo lee en latín. Swedenborg es superintendente de minas del reino de Suecia y ha escrito un libro muy enjundioso, en tres tomos, en que estudia la composición del mundo mineral. Lo que mejor se le da es el cobre, y el cobre es un interés perenne, porque provoca conversaciones delante de tu puerta, en el muelle, donde quiera que te lleve el caballo, hacia el oeste, hacia Cornualles.

 

 

Diagrama de varas divinatorias, de Mineralogia Cornubiensis, 1778; The British Library; Mineralogia Cornubiensis (reimpresión), William Pryce, D. Bradford Barton, Truro, 1972.

 

Swedenborg es un filósofo natural obsesionado con la conversión de la energía sin forma en estructura regular, grandes rimas cuyo eco se extiende desde los planetas a los granos de arena. Pero también está claro que es un hombre profundamente práctico, no solo por su condición de inspector de minas, sino porque le intrigan las nuevas formas de descubrir vetas minerales por medio de la varita divinatoria, la virgula divinatoria.
William lo ha acogido con entusiasmo. Ha aprendido su utilización de primera mano, del capitán-comandante de la guarnición de Plymouth, hombre verdaderamente respetable, y «tras muchos experimentos sobre las piezas de metal escondidas en la tierra y el descubrimiento real de una mina de cobre cerca de Okehampton», ha quedado convencido de su eficacia. Hay diferentes reacciones de la vara, escribe William en un folleto; la más fuerte es la del oro, luego vienen el cobre, el hierro, la plata, el estaño, el plomo, el hueso y finalmente los carbones, los manantiales y la caliza. Pero cuidado, añade «en los terrenos metálicos, con grandes cantidades de piedras atractivas dispersas por la tierra... y también en los pueblos, donde hay trozos de hierro, alfileres, etc., todo ello puede dar lugar a que se engañen los menos atentos».
Se toma muy en serio la adivinación. No es nada místico, es un modo práctico de explorar el mundo. Y escribe que «tanto el avellano como el sauce responden a todas las personas saludables que lo utilicen moderadamente y en la estación adecuada».
Es evidente que la visión de este químico cuáquero, serio y meticuloso, con su varilla bifurcada, zigzagueando por un campo vacío, tuvo que provocar el ridículo. William escribe en un folleto: «Mi consejo, si surgen debates, es no acalorarse demasiado apostando por el éxito, sino mantener la calma y dejar a los incrédulos con su infidelidad». En Carloggas, cuando se alojaba en casa de su amigo Richard Yelland, «iba por el campo con una vara de zahorí, buscando materiales».
William se ha convertido en un Aventurero.
El oro blanco
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