PRÓLOGO Jingdezhen — Venecia —
Dublín
I
ESTOY en China. Estoy tratando
de cruzar una calle de Jingdezhen, provincia de Jiangxi, la ciudad
de la porcelana, la fabulosa Ur donde todo empieza; chimeneas de
kilns1
ardiendo la noche entera, la ciudad «como un horno despidiendo
fuego por sus muchos orificios de ventilación», fábricas para la
casa imperial, el lugar del pliegue entre montañas que mi brújula
indica. Este es el lugar al que los emperadores enviaban emisarios
con pedidos de estanques para carpas hechos de porcelana,
imposiblemente profundos, para algún palacio, copas de ritual con
tallo, decenas de miles de cuencos para sus residencias. Es el
lugar de los mercaderes con pedidos de bandejas para las fiestas de
príncipes Timurind, de fuentes de ablución para jeques, de vajillas
para reinas. Es la ciudad de los secretos, mil años de oficio,
cincuenta generaciones excavando la tierra blanca, limpiándola,
mezclándola, fabricando porcelana y conociéndola, llena de
talleres, de alfareros, de esmaltadores y decoradores, de
mercaderes, de estafadores y de espías.
Son las once de la noche y la ciudad es neón
y tráfico como Manhattan, y cae una ligera lluvia estival, y no
estoy totalmente seguro de dónde se encuentra mi alojamiento.
Lo tengo apuntado como Cerca de la Fábrica de Porcelana n.º 2 y me creía
capaz de pronunciarlo en mandarín, pero he tropezado con una
incomprensión atareada, y un hombre está intentando venderme
tortugas, atadas de dos en dos por el pico. No quiero sus tortugas,
pero él está convencido de que sí.
Resulta absurdo estar tan lejos de casa. Hay
un mah-jong televisado a todo volumen en
los salones con bolas de destellos como las discotecas de los años
setenta. Los despachos de fideos siguen llenos. Hay un niño que
llora, agarrado al dedo de su padre mientras ambos caminan. Todo el
mundo lleva paraguas, menos yo. Meten una carretilla de gatos de
porcelana bajo una lona plastificada y los scooters la evitan al pasar. Incongruentemente,
alguien está haciendo sonar Tosca a muy
alto volumen. Solo conozco a una persona en toda la ciudad.
No tengo plano. Sí tengo las fotocopias
grapadas de las cartas del padre D’Entrecolles, un jesuita francés
que vivió aquí hace trescientos años y que dejó escritas muy
gráficas descripciones de cómo se hacía la porcelana. Me las traje
pensando que podrían guiarme. En este momento la medida se me
antoja ligeramente forzada, nada inteligente.
Páginas de las cartas
del padre D’Entrecolles sobre la porcelana china, 1722;
archivos de los jesuitas de Francia, Vanves.
Estoy convencido de que moriré cruzando esta
calle.
Pero me consta lo que hago aquí, de manera
que aunque no sepa qué dirección tomar, la tomaré con confianza. En
realidad es muy simple, una peregrinación como otra cualquiera, una
oportunidad para subir al monte del que procede la tierra blanca.
Dentro de unos años cumpliré los cincuenta. Llevo mis buenos
cuarenta años haciendo cacharros blancos, veinticinco años haciendo
porcelana. Tengo el propósito de visitar los tres lugares en que se
inventó la porcelana, o se reinventó, tres colinas blancas, una en
China, otra en Alemania y otra en Inglaterra. Las tres me son
importantes. Hace decenios que conozco su existencia, por los
cacharros y los libros y los relatos, pero nunca las he visitado.
Necesito ir a estos tres sitios, necesito saber qué aspecto tiene
la porcelana bajo diferentes cielos, cómo cambia el blanco con el
clima. Hay otras cosas blancas en el mundo, pero la que ocupa el
primer lugar, para mí, es la porcelana.
Este viaje es como pagar lo que debo a
quienes me precedieron.
II
Lo de pagar lo que debo suena tremendamente
formal, pero no lo es.
Es una verdad vivida, un poco declamatoria,
pero no menos verdad. Si haces cosas de arcilla porcelánica,
existes en el momento presente. Mi porcelana procede de Limoges, de
la región francesa del Lemosín, a mitad de camino según se baja
hacia el oeste. Viene en sacos de plástico de veinte kilos, cada
uno de los cuales contiene dos rulos de diez kilos de arcilla
porcelánica perfectamente mezclada, color leche entera, con una
flor de moho verde. Desenvuelvo el primero y lo pongo sobre mi mesa
de alfarero, estiro el alambre trenzado hasta un tercio de su
longitud, recojo el bulto y lo presiono contra el torno,
levantándolo y apretándolo en un movimiento circular, como para
amasarlo. Eso lo va ablandando. Reduzco la velocidad y la arcilla
se convierte en una esfera.
Mi torno es norteamericano y silencioso y de
baja altura, colocado contra la pared en mitad de un taller
ligeramente caótico. Miro la pared de ladrillo blanco. Hay
demasiada gente en este sitio tan reducido, dos asistentes a tiempo
completo y otros dos a tiempo parcial que me ayudan con el
esmaltado y la cocción y la logística y el diluvio de cartas por mi
último libro. Los vecinos hacen demasiado ruido. Necesito otro
taller. Las cosas van bien. Acaban de proponerme una exposición en
Nueva York y sueño con recorrer una extensa galería, llena de luz,
alejándome de una pieza mía, para luego dar media vuelta y
contemplarla con otros ojos, a solas, como si estuviese viéndola
por primera vez. Aquí, cuando estiro mis largos brazos tropiezo con
los cajones de embalaje. Puedo alejarme cinco metros. En un día
bueno.
Todo el mundo procura mantener el silencio,
pero, qué remedio, el suelo de hormigón es muy ruidoso. Hay una
discusión en el exterior. Tengo que encontrar el modo de volver a
caerles simpáticos a los agentes inmobiliarios, porque resulta
difícil encontrar un taller en Londres. Todos aquellos pequeños
espacios tan aprovechables en que la gente hacía cosas, o las
reparaba, en las traseras de las casas, los están habilitando para
apartamentos. Tengo que hablar con el que me lleva las
cuentas.
Me siento al torno.
Y arrojo la pelota de arcilla en el centro,
me humedezco las manos y ahora estoy haciendo un frasco y haciendo
subir la arcilla con los nudillos de la mano derecha por fuera, con
tres dedos de la izquierda tensados por dentro, sujetando, mientras
las paredes ganan altura y el volumen cambia como soltando aire,
como diciendo algo. Estoy en este momento sin dejar de estar
también en otro sitio. Totalmente en otro sitio. Porque la arcilla
es presente de indicativo y presente histórico. Estoy aquí, en
Tulse Hill, justo al lado del cinturón periférico del sur de
Londres, en mi taller, detrás de una fila de locales de pollos para
llevar y de un despacho de apuestas, emparedado entre unos cuantos
tapiceros y un diseñador de muebles de cocina, y mientras hago este
frasco estoy en China. Porcelana es China. La porcelana es el viaje
a China.
Ocurre igual cuando tomo en las manos este
cuenco de porcelana china del siglo XII. Está hecho en Jingdezhen,
torneado y luego moldeado con una flor en un pozo profundo, para
que cogiera moho, borde sin esmaltar, verdinegro, con un esmalte
ligeramente encharcado, con pequeños
fallos, que diría un anticuario, desportilladuras, señales,
arañazos. Ocurre en presente de indicativo y es, en sí mismo, un
presente continuo de movimientos activos, dinámicos, de juicios y
decisiones. No parece pertenecer al pasado, y se me antoja
incorrecto encajarlo en algún tiempo, solo para cumplir con la
ortodoxia crítica. Este cuenco lo hizo alguien a quien no conocí,
en condiciones que solo puedo imaginar, para usos que quizá no sean
los que yo pienso.
Pero el acto de volverlo a imaginar cuando
lo tengo en las manos es el acto de volverlo a hacer.
Ello es posible gracias a la plasticidad de
la porcelana. Agarra entre el pulgar y los dos primeros dedos un
pedazo del tamaño de una nuez y apriétalo hasta dejarlo más fino
que un papel, hasta que se vean las espirales de los dedos. Sigue
pellizcando. No parece haber tope. Te das cuenta de que la
porcelana irá haciéndose cada vez más fina, hasta quedar como pan
de oro y flotar en el aire. Y la sensación es de limpieza. Te
parece que tienes las manos más limpias, tras haberla utilizado. La
sensación es de blancura. Con lo cual quiero decir que está llena
de expectación, de posibilidad. Es un material que registra todos
los cambios del pensamiento, todos los movimientos de las
ideas.
¿Qué te define a ti?
Estás a la orilla del mar mientras baja la
marea. La arena está lavada y limpia. Haces la primera marca en la
arena blanca, el primer contacto del pie con la corteza de arena,
sin saber de antemano la profundidad ni el alcance del paso que vas
a dar. Dudas ante el papel en blanco, como el escriba sentado de
Bellini con su pincel. Ochenta pelos de la cola de una nutria
terminan en un aliento, un solo pelo firme en el aire quieto. Estás
preparado para empezar. La vacilación de un beso en la nuca como un
amante.
Retiro el alambre de debajo de mi frasco ya
terminado, me seco los dedos en el delantal y levanto la pieza del
torno, la coloco con breve satisfacción en un tablero que tengo a
la derecha. Tomo otra bola de arcilla y vuelvo a empezar.
Es blanco volviendo al blanco.
III
Este momento, esta pausa, poseen una
especie de grandeza.
La porcelana lleva mil años haciéndose, mil
años comercializándose. Y en Europa lleva ochocientos años. Hay
unos pocos fragmentos que pueden datarse con anterioridad. Estos
pedazos de piezas chinas resplandecen provocativamente comparados
con los pesados cántaros de loza junto a los que fueron
encontrados, y nadie ha logrado averiguar cómo llegaron a este
cementerio de la zona de Kent, esta ladera de Urbino. Hay porcelana
diseminada por la Europa medieval, en los inventarios de Jean,
duque de Berry, de un par de papas, en el testamento de Piero de’
Médici, con su mención de una coppa di
porcellana.
Percibimos atisbos de blanco en una lista de
regalos entregados en una embajada por un principito a otro: un
garañón, un frasco de porcelana, un tapiz con hilo de oro. En la
Florencia medieval se consideraba tan preciosa como para que una
copa de porcelana cancelara el efecto del veneno. Un bello cuenco
verdeceledón está profundamente encastrado en plata y desaparece en
un cáliz. Una frasca de vino, con montura, se convierte en
aguamanil para banquetes. Captamos un atisbo incluso en un altar
florentino: uno de los Reyes rígidamente arrodillado ante el Niño
Jesús parece que le está ofreciendo mirra en un frasco chino de
porcelana, y su homenaje viene a ser el correcto para una sustancia
tan escasa y tan arcana, para un objeto llegado desde un Oriente
tan lejano.
Porcelana es sinónimo de lejos. Marco Polo
regresó de Catay en 1291 con sedas y brocados, la cabeza y las
patas disecadas de un almizcle y sus relatos, su Divisament dou Monde, su Descripción del
Mundo.
Los relatos de Marco Polo son iridiscentes.
Cada uno de ellos destella y resplandece de un modo tan raro como
el lapislázuli, arrojando sombras y reflejos. Son digresivos,
repetitivos, apresurados, ensayados. «En esta ciudad Kubla Khan
edificó un enorme palacio de mármol y otras piedras ornamentales.
Sus salones y cámaras están chapados en oro, y el edificio entero
está maravillosamente embellecido y ricamente adornado.» Todo es
diferente, maravillosa y ricamente distinto. El interior de las
tiendas es de armiño y marta cibelina.
Los números en Marco Polo son enormes: 5.000
gerifaltes, 2.000 perros mastines, 5.000 astrólogos y adivinos en
la ciudad de Khan-balik. O singulares. Un gran león que se postra
ante el khan, dando todas las muestras posibles de humildad. Una
tremenda pera de cinco kilos.
Y los colores son drama. Los palacios están
decorados con dragones y pájaros y jinetes y diversos órdenes de
bestias y escenas de batallas. El techo arde en escarlatas y verdes
y azules y amarillos y todos los colores están resplandecientemente
barnizados. En febrero hay una fiesta de Año Nuevo, nos cuenta
Marco Polo, casi sin respirar:
El primero de año es para ellos en febrero, y lo celebran muchísimo. Es costumbre que ese día, tanto el Gran Khan como todos sus súbditos, hombres y mujeres, se vistan de blanco. Lo hacen porque consideran que el blanco es símbolo de gran alegría, y, además, porque creen que todo el año gozarán de bienaventuranza si lo empiezan bien. En esa fecha todos los vasallos de las provincias y regiones más lejanas le traen magníficas ofrendas de oro, plata y piedras raras y ricos brocateles blancos. Así, le queda una gran cantidad de tesoros para todo el año. También entre el pueblo y los barones y nobles señores es costumbre regalarse objetos blancos, con mutuos deseos de salud y prosperidad. Es asimismo usanza presentar al Gran Khan en obsequio más de 100.000 caballos blancos.2
Marco Polo llega «a una ciudad llamada
Tiungiu». Aquí,
hacen los platos de porcelana grandes y pequeños y los más bellos que verse puedan. En ninguna parte se hacen iguales a estos sino en esta ciudad, y de ahí se desparraman por el mundo entero, y no son muy caros, pues por un ducado veneciano tendréis tres fuentes tan bellas que no hallaríais nada mejor. En esta ciudad hablan un idioma propio.3 Estos platos están hechos de una tierra o arcilla que se desmenuza con facilidad y que se extrae como de una mina y que se apila en enormes montículos y luego se deja expuesta al viento, a la lluvia y al sol durante treinta o cuarenta años. Transcurrido este plazo, la tierra está tan refinada que los platos hechos con ella poseen una tonalidad azul con un lustre muy resplandeciente. Claro está que quien haga un montículo de esta tierra lo hace para sus hijos; el tiempo de maduración es tan largo que no hay esperanza de obtener ningún beneficio, ni utilidad; pero el hijo que venga detrás obtendrá los frutos.
Esta es la primera mención de la porcelana
en Occidente.
Describe la porcelana como un material de
belleza incomparable, de compleja creación, del que hay
innumerables vasijas. La porcelana exige atención y dedicación. Y
Marco Polo lo despacha a toda prisa: «Como es muy largo el relato,
nos callaremos».
Y «Ahora cambiemos de tema».
Volvió con un frasquito verdinegro hecho con
esta arcilla dura, clara, blanca, sin parecido con nada que él
hubiese visto antes. Y es en Venecia donde el objeto y el nombre se
unifican, para poner en marcha la larga historia del deseo de
porcelana. El nombre de esta inconmensurable mercancía, de este oro
blanco que dejó en la ruina a varios príncipes, enfermos de
Porzellankrankheit —mal de la porcelana—,
procede de un término de la jerga veneciana, de los de mirar con
ganas, el vulgar silbido de lobo al paso de una chica bonita.
Porcella, cerdita, es como llaman a las
conchas de cauri, tan suaves al tacto como la porcelana. Las
conchas de cauri, evidentemente, hacen que los jóvenes venecianos
piensen en la vulva. De ahí el eco hecho piropo.
IV
Marco Polo puede cambiar de tema, pero yo
no. Sabiendo que su frasco está en la basílica de San Marcos de
Venecia, es imperativo que vaya a buscarlo.
Empiezo con toda franqueza: «Soy inglés y me
dedico a escribir y a la alfarería, y estoy tratando de
encontrar...», pero las cartas y los emails se desvanecen en la
nada. Alzo la mira. «El nuncio papal me recomienda que me ponga en
contacto con usted...» Nada. Suena un teléfono en un escritorio de
caoba. Almuerzo perpetuo, supongo, con amargura. O una segunda
botella de vino, o una fiesta en honor de algún mártir
republicano.
Me llevo a mi hijo de en medio, Matthew, y
decido correr el riesgo.
Llegamos al rincón más lejano de la
basílica, a la izquierda, nudos y turbulencias de turistas,
vendedores de bolsos vigilando por si viene la policía, y entramos
por la puerta acristalada del patriarcado, donde presento mi
alegato a un monseñor que estará encantado y complacido y propone
que sea esta noche, cuando esté todo cerrado. Hay demasiados
extranjeros en la basílica durante el día, dice, estirándose y
suspirando en una pantomima de agotamiento.
Lleva siempre un niño contigo, si puedes, a
Italia.
Y mientras están cerrando el hombre de la
llave nos lleva por un pasillo de mármol desde el patriarcado hasta
el tesoro, a lo largo de infinitos retratos de cardenales y
adentrándonos en las sombras, sobre el oleaje de los pavimentos de
mármol de la basílica con sus apagados trémolos de luz, bajo el
resplandor rojizo de las lámparas del santuario.
Es un sitio pequeño, de cúpula elevada.
Cristal de roca y calcedonia, ágatas, una urna egipcia de pórfido,
un cuenco persa de turquesa montado en una peana de oro; materiales
que retienen la luz, todos ellos. Cálices. Una reliquia de la Vera
Cruz con joyas trabajadas empáticamente como besos de niños. Es
Bizancio, este tesoro, Cristo ascendente, conquistador, una
sucesión de objetos procedentes de alguna lejanía, todos ellos
transfigurados por la pericia veneciana.
Y ahí está mi frasco, al fondo de una
vitrina, entre un par de incensarios y un mosaico con el rostro de
Cristo. Le calculo unos trece centímetros de alto, mucho menos de
un palmo; un friso rameado, cuatro pequeños bucles bajo el cuello
para la articulación de la tapa, cinco muescas de agarre para los
dedos. Un objeto que la mano recuerda. No puedo tocarlo. La arcilla
se ve gris y áspera y algo irregular en las partes donde la han
afinado mal. Viene de muy muy lejos.
Lo contemplamos durante diez minutos, hasta
que el hombre de la llave empieza a golpear el suelo con el pie. El
tesoro queda clausurado. La basílica está vacía.
Es un principio. Matthew está contento de
que yo esté contento y vamos a celebrarlo a la plaza, a Florian,
con chocolate caliente y macaroons.
V
Toda obsesión por la porcelana posee tantos
ecos como cualquier calleja veneciana.
¿Qué es? Está «hecha de cierto jugo que se
fusiona bajo tierra y que procede del este», escribe un astrólogo
italiano de mediados del siglo XVI. Otro escritor afirma que «se
muelen cáscaras de huevo y conchas de peces umbilicales hasta
convertirlos en polvo que luego se mezcla con agua para darle forma
de vasijas. Las cuales se ocultan bajo tierra. Cien años después se
consideran terminadas, se desentierran y se ponen a la
venta».
Hay acuerdo sobre la rareza de la porcelana,
sujeta a cambio alquímico, a renacimiento. John Donne nos conmueve
en «Elegía por lady Markham», describiendo su transformación en
tierra, afirmando que cuando se pierde algo tan precioso a la vista
puede crearse otra cosa más rara y más bella: «Como los hombres de
China, tras una edad entera / recogen porcelana donde enterraron
barro».
Y ¿cómo se hace? ¿Cómo se hace antes de que
la haga algún otro? ¿Cómo se obtiene una pieza sola? ¿Cómo se puede
poseer toda, envolverse por completo en ella? ¿Es posible llegar a
su lugar de procedencia, la fuente de ese río de blancura?
La porcelana es el Arcano. Es un misterio.
Durante quinientos años nadie en Occidente supo cómo se hace. La
palabra Arcanum, un batiburrillo de
consonantes latinas, es agradablemente similar a Arcadia. Tiene que
haber algún parentesco, un sentimiento, entre el primer secreto de
la blanca porcelana y la promesa de un deseo satisfecho, una
especie de Arcadia.
VI
Blanco es también mi relato. Desde la
primera pieza.
Tenía yo cinco años. Mi padre asistió un
jueves, en la escuela de arte de la localidad, a una clase nocturna
de alfarería, y llevó consigo a mis dos hermanos mayores. Podías
imprimir camisetas o embadurnar lienzos. Podías apuntar más alto y
hacer dibujo del natural, una señora delante de un telón de
terciopelo rojo con una planta en maceta de latón, o podías bajar
al sótano y hacer cacharros. Y yo quería bajar. Tras la primera
hora paraban un rato y tenías derecho a un vaso de Ribena de
grosella y una galleta de chocolate.
Había polvo. El polvo se instala en torno a
la porcelana. Una mujer pellizcaba un trozo de porcelana blanca
para convertirlo en un cuenco muy pequeñito, acunándolo en la mano
y haciéndolo girar rítmicamente.
Yo me instalé ante el torno eléctrico con
una gruesa bola de arcilla marrón. Llevaba un delantal rojo de
plástico. El torno era muy grande. Tenía un interruptor de
encendido y apagado y un pedal que había que pisar para aumentar la
velocidad y que costaba trabajo accionar.
Y a la semana siguiente ahí está mi
cacharro, duro y gris y sin gracia, pequeño. La profesora me dice
que puedo bañarlo en uno de los doce cubos de esmalte, para hacerlo
cantar en colores diferentes, o que puedo pintar en él con todos
los colores. ¿Con qué vas a decorarlo? Sonríe. ¿Qué pide esta
pieza? La sumerjo en el esmalte blanco, una masa muy espesa.
Y a la semana siguiente vuelvo a casa con un
cuenco blanco, tres olas de arcilla del grosor de un dedo, con una
espiral de marcas en el tosco interior, no por ello menos cuenco ni
menos blanco ni menos mío: mi intento de centrar la atención en
algo. La primera de decenas de miles de piezas, cuarenta y tantos
años de estar ahí sentado, ligeramente encorvado ante una rueda
móvil y un trozo de arcilla también móvil, tratando de detener una
pequeña parte del mundo, de hacer un espacio interior.
Tenía diecisiete años cuando toqué por
primera vez la arcilla porcelánica. Durante mis años de estudiante
estuve haciendo cacharros todas las tardes con un alfarero cuyo
taller estaba integrado en el colegio. Geoffrey tenía sesenta y
tantos años, había hecho la guerra, tenía heridas del pasado.
Fumaba cigarrillos Capstan sin filtro y recitaba poemas de Auden.
Su té era marrón intenso, como la arcilla que utilizábamos. Hacía
cacharros de usar. Tenían que ser lo suficientemente baratos como
para que no importara que se rompiesen, y lo suficientemente bellos
como para quedárselos para siempre, decía. Salía pronto del colegio
para seguir un aprendizaje de dos años con él y pasé un verano en
Japón con diferentes alfareros, rastreando los famosos kilns donde
se hacían piezas populares, los pueblos tradicionales donde se
seguían utilizando hornos de leña para hacer cuencos y teteras.
Eran estos utensilios los que yo aspiraba a hacer: pendientes de la
textura y de la suerte, de buen agarre, robustos y destinados al
uso. Y una húmeda tarde en Arita, una ciudad de la porcelana
situada en el extremo más remoto de Japón, pude ver a un Tesoro
Nacional Viviente pintando, en unos pocos centímetros cuadrados de
una jarra, un patrón de brocado en rojo y oro. Parecía tenso, sin
aliento por la trabajosa precisión.
Su taller permanecía en silencio. Su
aprendiz permanecía en silencio. Su mujer corrió la puerta de papel
con un sonido como de suspiro, trayendo té en tazas de porcelana y
pasteles de tofu.
Pero a mí me dieron un pedacito de arcilla y
lo estuve trabajando con la mano hasta que se le fue toda la
humedad y se desmenuzó.
VII
Cuando me preguntan a qué me dedico, digo
que soy alfarero. También escribo libros, pero es la porcelana
—cuencos blancos— lo que reivindico como propio ante el desafío que
me plantea la poetisa dramática siria sentada a mi derecha durante
el almuerzo.
Sabes, me replica de inmediato, que cuando
me casé, en Damasco, a principios de los setenta, mi madre me
regaló un plato de porcelana de este tamaño —separa mucho las
manos—, que a ella se lo había regalado su madre. Porcelana rosa. Y
me regalaron una pareja de gacelas. Estaban ahí, en el borde de los
sofás, con las patas recogidas debajo del cuerpo, como perros al
acecho. A los de Damasco nos encanta la porcelana. La mujer de
político que tengo a mi izquierda pretende desviar el tema hacia
Damasco —hay noticias muy deprimentes—, pero yo necesito saber más
de ese color rosa. Nunca he oído hablar de porcelana rosa, parece
improbable.
Pero lo del regalo de boda sí que parece
correcto, ceremonial, especial, bien traído. Siempre se ha regalado
porcelana. O siempre se ha tenido guardada, para sacarla en
ocasiones especiales, manejándola con un leve temblor cuidadoso,
rayano en la ansiedad.
Y Damasco me intriga, porque está en el
camino de Yemen a Estambul, o puede estarlo si quiere uno que esté,
y recuerdo, por algún motivo, que un jeque yemení coleccionaba
porcelana china en el siglo XII. La mayor colección de todos los
tiempos, reunida para celebrar la circuncisión de su hijo. Se
supone que hay fragmentos de porcelana en las dunas próximas a
Saná. Hablamos de cómo se llega a Yemen, de los platos de porcelana
de su abuela y de su procedencia. Seguimos hablando de porcelana
cuando levantan la mesa.
A mi regreso al taller, después del
almuerzo, pongo por escrito la conversación. E incluyo un sitio
más, Damasco, en mi lista de lugares que visitar. Tengo mis tres
colinas blancas de China, Alemania e Inglaterra, y cuando no logro
dormir repaso mi lista, tratando de deducir pautas de los nombres,
situándolos en agrupamientos de lugares donde se descubrió tierra
blanca, donde se hizo o se volvió a inventar la porcelana, donde se
formaron o se perdieron las grandes colecciones, donde los barcos
cargan o descargan, donde hacen alto las caravanas. Conecto
Jingdezhen con Dublín, San Petersburgo con Carolina, Plymouth con
los bosques de Sajonia.
Del blanco purísimo de Dresde al blanco
cremoso de Stoke-on-Trent. Siguiendo una línea. Siguiendo una idea.
Siguiendo un relato. Siguiendo un ritmo: tiene que haber cajones de
porcelana imperial sin abrir en un museo de Shanghái, abandonadas
en el muelle cuando Chiang Kai-shek zarpó rumbo a Taiwán en 1947. Y
cajones de porcelana china que llevan quinientos años amontonadas
en un sótano del palacio Topkapi de Estambul. Podría ir allí y
luego acercarme a Iznik, donde hacen piezas blancas en imitación de
inalcanzables porcelanas, delicados frascos con tulipanes, claveles
y rosas cabeceando levemente en la brisa.
Hoy voy a hacer pequeños platos de
porcelana, solo unos dedos de diámetro, para apilarlos en grupos
rítmicos. Podría seguir esta sencilla imagen de repetición. En un
monasterio del Tíbet, que visité con Sue hace más de veinticinco
años, antes de casarnos, hay pilas de cuencos de porcelana de la
dinastía Sung en el fondo de unos armarios de puertas alambradas,
en una sala muy larga. Recuerdo los sonidos —un perro, una risa— y
veo las volutas de incienso alzándose en la imposible claridad del
aire. Recuerdo la acumulación de porcelana, la sensación de
plenitud despreocupada, sin orden.
También podría ser un viaje a través de una
belleza singular, espectacular. En Venecia tiene que haber otra
pieza de la porcelana de Marco Polo, en algún palazzo ducal, si puedo afrontarlo.
También podría viajar por entre los trozos
rotos.
La porcelana garantiza un viaje, creo yo. Un
viajero árabe que estuvo en China en el siglo IX escribió: «Hay en
China una arcilla muy fina con la que hacen vasijas tan
transparentes como el cristal; se ve el agua al trasluz. Estas
vasijas están hechas de arcilla». Es ligera, cuando casi todas las
cosas son pesadas. Repica con nitidez al golpearla. Deja translucir
el sol. Pertenece a la categoría de los materiales que truecan los
objetos en algo distinto. Es alquimia.
La porcelana empieza en otro sitio, te lleva
a otro sitio. ¿Quién podría no obsesionarse con ella?
Acuarela de la jarra
de Gaignières-Fonthill, 1713; Biblioteca Nacional de
Francia.
VIII
La obsesión construye. Estoy empezando un
viaje, estas primeras porcelanas llegadas a Europa desde China
ejercen un derecho sobre mí. Son principios, a fin de cuentas.
Regreso de Venecia y Marco Polo y me doy cuenta de que tengo que
ver la jarra de Fonthill. Es el objeto de porcelana más
impecablemente aristocrático y de doble sentido que hay en Europa:
su verdadero nombre es jarra de Gaignières-Fonthill.
Si el lector requiere la procedencia, aquí
la tiene: una jarra china de principios del siglo XIV con el
añadido de monturas heráldicas medievales de plata, que ha estado
en las colecciones de Luis el Grande de Hungría, del rey de
Nápoles, del duque de Berry, luego del delfín de Francia en sus
aposentos de Versalles, y luego de un gran coleccionista de
antigüedades, hasta la Revolución francesa, cuando la compró el
autor y coleccionista inglés William Beckford, que la conservó en
los extraños gabinetes de curiosidades de un palacio gótico de
imitación que poseía en Fonthill, pero que al final cayó en
bancarrota y tuvo que venderla a alguien que la vendió de nuevo...
y la pieza desapareció de la vista.
Está ahora en un barracón de Dublín, media
hectárea de pista gris y vallas grises de piedra, como acantilados.
Aquí estuvieron acuartelados los británicos durante cien años,
regimientos haciendo la instrucción, miles de zapatazos en el suelo
resonando en las paredes desnudas del edificio. Ahora es la sección
de Artes Decorativas e Historia del Museo Nacional de
Irlanda.
Lo visito en noviembre y el museo está
espectacularmente vacío. Me llevan al despacho del conservador de
Artes Decorativas —las consabidas pilas de libros en el suelo—,
donde yace envuelta en plástico de burbujas, dentro de una caja de
color naranja. Nos ponemos unos guantes blancos y la jarra es
extraída de su caja.
Es una macedonia de ocurrencias. Lleva una
decoración de flores y ramas bajo un esmalte pálido verdinegro, y
recorriéndola con la mirada vienen a la mente las palabras
Frasco y China
y Antigua. Es todo ello, y también
Nueva, un a ver qué sale, una
conversación en un taller, un intento de crear una extraordinaria
profundidad en una vasija de porcelana.
Y es también una complicada forma novedosa.
Manejarla, raspar una capa —unos milímetros— para crear un pequeño
hueco, humedecer la arcilla y a continuación imprimir con cariño
las ramas con hojas y sus margaritas, y limpiar los pequeños roces
y marcas, sin golpearla, sin que se desmorone entera, teniéndola en
la mano, es muy difícil.
La sujeto. Y me resulta muy claro que los
rastros de bolitas de porcelana que fluyen y hacen festones
alrededor de la jarra son lisa y llanamente inadecuados. Con ellos
se pretendía añadir textura a las proporciones, clarificar y
definir la transición entre el cuello y el hombro, pero incurren en
una metedura de pata muy característica de la moda, la de llamar la
atención hacia un sitio inesperado, y la consecuencia es que esa
curva generosa resulta más bien un saliente. Y uno de los rastros
ha cedido y se ha deslizado como un dobladillo sin meter. Y la han
sacado demasiado caliente de la gaceta refractaria —la vasija de
arcilla tosca que protege la porcelana del humo y el fuego durante
la cocción— cuando descargaron el kiln, dando lugar a que se
hendiera la base. Cualquier discrepancia de espesor puede causar
fracturas, mientras el objeto se enfría de 1.300 grados centígrados
—el blanco vivo del horneado— a 300, que es cuando se puede
manipular sin riesgo. La irregularidad puede no ser problemática en
otros tipos de arcilla, pero siempre representa un riesgo en el
caso de la porcelana. Los errores que cometes, tus chapuzas, quedan
al descubierto.
Cuando pasas el dedo por el entorno de la
base, el espesor de esta jarra se extravía. Pero a quien la hizo
esto le pareció aceptable.
Me encantan los momentos en que percibe uno
la decisión. Esta consistió en pegotear un pedazo de arcilla húmeda
para tapar una grieta incipiente y aplastarlo y seguir adelante.
Aceptable no está en la historia del
arte, pero sí que debería estar aquí, pienso mientras muevo
lentamente la jarra en mis manos, de las margaritas a las camelias,
de las camelias a las margaritas. Sosteniendo la jarra de
Gaignières-Fonthill pienso en la Ruta de la China desde China y en
el reino de Nápoles y en el duque de Berry —el pobre delfín, tan
joven, tratando de impresionar a un padre que no había quien
impresionara—, luego en Beckford reuniendo sus tesoros como un
Médici en un valle húmedo del Wiltshire. Las monturas de plata ya
no están, pero han dejado diminutas perforaciones que permiten ver
dónde se ajustaban hace seiscientos años.
Me quito los guantes blancos a lo Michael
Jackson y tomo asiento con ella entre las manos. Es un momento de
cierto peligro. Podría seguir con esto,
pienso.
Es un señuelo.
Seguir con esto
implica adentrarse en el terreno del especialista, el pedigrí, la
historia de las colecciones, y, por el amor de Dios, no pienso
hacerlo otra vez. Mi libro anterior seguía los pasos de una
colección de netsuke, pequeñas tallas
japonesas, durante cinco generaciones de mi familia: sé lo que
pueden significar el coleccionismo y la herencia. Antes de
acercarme a Dublín para este homenaje leí la extraña novela gótica
de Beckford y miré el catálogo de venta para verificar qué lugar
ocupaba esta bella cosa entre sus tesoros, y sé que puedo perderme
en la fantasía de ese hombre, en espejismos de sultanes y
concubinas y gerifaltes y telas bordadas y estampadas en oro. Me
veo desenrollando el tiempo en archivos, pensando en la posesión.
Me convertiría en un relato de gente rica con su porcelana.
Esta jarra ofrece algo distinto.
Se me hace tarde para el taxi al aeropuerto,
sin almorzar, excitado, y recorro a toda prisa el museo con la
Conservadora de Objetos Viejos y Raros. Tiene que enseñarme una
última cosa antes de mi partida.
Es Buda. Está apoyado en un codo, dedos
largos, pies desnudos, túnicas doradas como turbulencias en el
agua. Cálido mármol blanco. Robado por el coronel sir Charles
Fitzgerald en una expedición militar de castigo a Birmania y
enviado en 1891 al museo de Dublín para hacer compañía a la jarra
de Fonthill: ambos objetos se exhiben en «Asia, antigüedades»,
cerca uno del otro.
Está «a sus anchas con la mano en la
mejilla», dice Bloom en el Ulises. Molly
lo recuerda respirando «con la mano en la nariz como ese dios indio
que me llevó a ver un domingo húmedo en el museo de Kildare Street,
con un delantal todo amarillo, tendido de costado sobre la mano con
los diez dedos del pie asomándole».
Cuento los dedos de los pies de Buda, y
luego taxi, aeropuerto, a casa, preguntándome si Bloom o Molly o
Joyce se habrían fijado en la jarra blanca que tenían enfrente,
dentro de su caja, aquella tarde húmeda, en el museo de Kildare
Street, lleno de ecos, de caoba, de saqueos imperiales.
¿Quién podría no
obsesionarse con la porcelana?, escribo en mi cuaderno de
notas.
Y luego, tras esta boba pregunta retórica,
escribo: todo el mundo. Y añado:
James Joyce.
IX
No es que me guste toda la porcelana.
Si observa uno, en cualquier museo, toda la
porcelana del siglo XVIII, una estantería de Vincennes pálida y
errante, dos de Sèvres, un poquito de Bow, toda ella parece
irremediablemente preciosa. No es solo que en la mayor parte de los
casos no se puede averiguar para qué servían esas piezas —una
mancerina, una chocolatera, una girándula—; también hay un
desajuste entre la cantidad de trabajo requerido y el resultado que
se obtiene. Ese juego de copita y plato tamaño dedal, con una vista
de Potsdam, cortesanos, dorados, no tenía sentido entonces y
cualquiera diría que la hicieron sencillamente porque podían
hacerla.
Y porque pueden, lo hacen. Las vajillas para
reyes y reinas y príncipes no son interesantes por sí mismas. Hay
por ahí una considerable cantidad de ellas y no quiero perderme en
la erudición sobre pequeños hornos del siglo XVIII.
Tengo un cuenco, de ocho caras, apretado y
con bultos, veinticinco centímetros de boca y diez de alto, con una
especie de relieve de cestería y un borde dorado plano. Es de
Meissen, de los años ochenta del siglo XVIII, y se alza
remilgadamente sobre una peana elevada, como esperando ser el
centro de una mesa y, por ende, el centro de atención. Por fuera
hay paneles con peras, manzanas, ciruelas y cerezas, y por dentro
hay un ramo de frutas, fresas y grosellas y media pera.
Es valioso. Su sosería es total.
Puede que su horridez consista en ser tan
totalmente rechoncho y dulce y finveraniego. No se puede saborear,
ningún picante, ninguna acidez, solo azucaramiento en espera del
gorro de Schlagsahne, una capa de nata.
Percibe uno el aburrimiento del pintor de frutas: cereza tras
cereza tras cereza.
De hecho, cuando me obligo a mirarlo, es
precisamente la conjunción que se produjo a finales del verano de
1970 —vacaciones adolescentes, aburrimiento, pequeña casa de campo,
hermanos, ciruelas y cerezas inacabables, relectura compulsiva de
malas novelas— lo que me hace captar el carácter pasivo-agresivo de
esta porcelana.
Tengo la certeza de que es una nueva
categoría de porcelana. Empiezo una lista.
X
Una buena lista es una ayuda. También el
hecho de tomar bien las notas, con citas completas de dónde he
encontrado las referencias, dónde he visto una pieza de porcelana
que sugiere e impulsa viajes. Lo aprendí investigando para mi
primer libro, y esta vez ya sé cómo hacerlo. No hay en mí ni rastro
de esa arrogancia de hacerlo todo en seis meses. No divagaré. Este
será un peregrinaje planificado.
Peregrinaje es una
palabra compleja para mí. Tuve catedrales cerca durante mi niñez,
abarrotada de peregrinos. Vivíamos en un deanato, una casa muy
grande, al lado de la catedral. Era una casa construida y vuelta a
construir durante más de seiscientos años, con grandes habitaciones
revestidas de madera y retratos de los deanes. Mi habitación estaba
en el distribuidor de arriba, junto a mis tres hermanos. Esa zona
de la casa terminaba en un trastero, «Toda guerra es guerra de
clases» en la puerta de nuestro cuarto de baño, una mesa de pimpón,
una escalera que conducía a otra torre en la que fumábamos con los
compañeros de clase, tramando nuestras vidas.
Mis padres se enorgullecían de nuestras
puertas abiertas. Vino el papa. Vino la princesa Diana. Venía gente
a comer, a quedarse semanas, meses. Un monje norteamericano se
detuvo un verano y estuvo años instalado como eremita, utilizando
una habitación que estaba en lo alto de la escalera de caracol de
la torre, ocupándose de la limpieza de la casa, a primera hora de
la mañana, a cambio de comida y alojamiento, y rezando en nuestro
oratorio.
Creo que mi niñez fue muy rara, una
marejadilla de curas, terapeutas gestálticos, actores, alfareros,
abadesas, escritores, gente perdida, gente sin hogar y hambrienta
de familia, dejada de la mano de Dios, peregrinos.
Los peregrinos no saben qué hacer al final,
cuando alcanzan su meta. Nosotros éramos la meta. Hablan sin parar
de su viaje. Te hacen partícipe de él.
Este es un riesgo que añado a mi lista. Otra lista.
He leído Moby
Dick. Conozco pues los peligros de lo blanco. Creo que conozco
los peligros de una obsesión por lo blanco, que atrae hacia algo
tan puro, tan total en su inmersiva posibilidad de que resulte uno
transfigurado, cambiado, convencido de que puede volver a
empezar.
Y está la cuestión del tiempo. Tengo una
familia. Tengo la porcelana para ganarme la vida decorosamente. El
día está ocupado de antemano, pero siempre puedo escribir de
noche.
Tengo mis reglas básicas para este viaje a
mis tres colinas blancas. Lo único que he de hacer es encontrar mi
alojamiento al lado de la Fábrica de Porcelana n.º 2. Esquivo los
scooters y los taxis y pongo rumbo
sur.
Tengo que levantarme a las seis para hacer
mi primera ladera.