TREINTA Y TRES ¡Un cuáquero! ¡Un cuáquero! ¡Que salte!

 

I

 

EL negocio de esta casa es al mismo tiempo profundamente abstracto y profundamente práctico. Al modo cuáquero.
En este momento, los cuáqueros están en ascenso. A partir de la Ley de Tolerancia de 1689 están autorizados a practicar libremente su religión sin miedo a que los encarcelen. Pero se niegan a hacer juramentos, incluido el de Lealtad, y, por consiguiente, no pueden ser miembros del Parlamento, no pueden subir en la jerarquía del Estado, ser jueces de paz, participar en un jurado. Tampoco pueden asistir a los colegios secundarios ni ingresar en ninguna de las universidades inglesas. Como los días de la semana y los meses del año llevan nombres paganos, los cuáqueros han recalibrado el calendario, de manera que ahora el domingo es el primer día y enero se ha convertido es el primer mes.
Se mantienen aparte con sus vestimentas sombrías, sus sombreros anchos y sus tocas cerradas, autosuficientes. Hace sesenta años eran los grilletes. Hace treinta años te podían procesar. Ahora recibes de vez en cuando una pedrada de alguna de esas pandillas de chicos que se hacen y se deshacen como una murmuración de estorninos en otoño: ¡Un cuáquero! ¡Un cuáquero! ¡Que salte!, gritan, y te llueven las piedras. No puedes responder, claro, pero se te permite salir huyendo.
Esto desvía la energía empresarial de los cuáqueros hacia espacios e ideas alternativos. En los silencios compartidos de la Reunión —largos, medidos, de lento desarrollo— miras a quienes te rodean y hay una especie de evaluación en esas horas mientras esperas que Dios vaya inspirando a los Amigos para que hablen.
Las casas de Plough Court, cerca de Lombard Street, eran perfectas para ese minucioso entretejido de hogar y trabajo y comunidad. Hay en ellas espacio para talleres y aprendices. Como ocurre en todas las partes de Londres, cada fe tiene su propia entonación en estas calles. Hacia el este, en Spitalfields, hay hugonotes, pero también está Dissent, con su colección de impresores y médicos, y ahora químicos, comerciantes e importadores de café.
Londres es enorme y caótico, pero este trocito de territorio es fácil de cartografiar.
La Casa de Reunión de los Amigos está en White Hart Court, en Gracechurch Street, a cuatro minutos de la farmacia, si tienes prisa por llegar a la Reunión. En una acuarela vemos un mar de tocas, hombres a la izquierda, mujeres a la derecha, unos cuantos visitantes llamativos en los balcones. Aunque está inundado de luz, es un estudio en oscuro.
En la botica, Silvanus y sus ayudantes se ocupan de las fiebres tembladeras, la melancolía, las picaduras de abeja, el pasmo, la hidropesía, la viruela, la hipocromía y la gota, de una mujer que necesita saber si está preñada o no. El arte de la farmacia es complicado. Has de mirar a la persona que tienes delante y evaluar sus necesidades.
Silvanus, escribe Benjamin Franklin, que también visitó Plough Court, era «notable por el modo en que observaba los rostros», que se manifestaba en su talento para «sacar gran parecido» en marfil. La plaquita de marfil que hace Silvanus de William Penn, todo peluca rizada, nos muestra a un auténtico hombre, importante, confiado, con la barbilla mirando a la distancia, de los que hacen una pausa antes de hablar.
Para William Cookworthy este arte de observar, de ser listo, también forma parte de no tomar una cosa por la otra.
II

 

Y ello encaja con la obsesión de levantar acta que forma parte de la vida cuáquera.
Los cuáqueros han decidido desligarse de las ataduras del Estado y celebrar sus propias ceremonias, mantienen largos registros de matrimonios, permisos, testamentos, herencias, los pobres, las afrentas y las preocupaciones. Hay libros mayores y libros de cartas copiadas con buena letra en los que se detallan los temblores de incomodidad ante el comportamiento de un determinado Amigo, el recelo ante cualquier cosa que pueda perjudicar la imagen de los Amigos. Siempre existe el riesgo de exclusión, la sanción que lo aparta a uno de los Amigos, y eso requiere más asientos aún.
Esta ordenación de la vida se comprende con facilidad. Sabes dónde te encuentras.
Todo este contar y recontar y volver a contar en este mundo contribuye a fortalecer la rectitud necesaria para el recuento final ante Dios.
No sé cuánto duraría yo ante el severo interrogatorio de los Mayores.
Mis métodos de recogida de material, anotación y mantenimiento de mis apuntes, mis hábitos archiveros, están superados.
Hace un par de meses, incapaz de dormir en mitad de la noche, compré el Patent of Porcelain, patente de la porcelana, de William en una librería en línea, porque quería tenerlo en las manos. Pensé que quizá emitiera algún temblor de todas las aspiraciones de aquel anciano. Era tan absurdamente caro como las cuatro páginas de Tschirnhaus que compré durante mis investigaciones del año pasado. Cuando llega del librero, está perfecto.
Y ahora no logro encontrarlo.
Mis papeles y carpetas son un desbarajuste, con notas sobre China enterradas bajo Meissen, con Tschirnhaus encima, y ahora las obras completas de Defoe y las cartas de Leibniz.
¿Debo permanecer despierto hasta entrar en un estado de fuga y encontrar el libro?
Y válgame Dios, pienso, mirando mi mesa de trabajo. Me he liberado de los jesuitas y me encuentro con los cuáqueros.
El oro blanco
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