DIECISÉIS El pabellón de la porcelana

 

 

I

 

Versalles es el deseo hecho realidad. También está repleto y revuelto de necesidades que no pueden satisfacerse.
Como ocurre en la corte pequinesa del emperador Kangxi, hay una aglomeración de gente en demanda de preferencia. Todo el mundo viene a Versalles. Hay nobles y embajadores, cardenales y legados y monjes, y cortesanos y filósofos itinerantes. ¿Cómo granjearse la escucha de un rey que ha decidido gobernar sin consejo? ¿Mediante su confesor jesuita? ¿O mediante su maîtresse-en-titre, o algún compañero de cacerías, o su arquitecto? Cada una de estas personas tiene un determinado acceso, pero ¿cómo convencer a un hombre de que haga algo por ti, de que te otorgue una posición, no teniendo él necesidad alguna? Te quedas esperando a que pase por tu lado, camino de la capilla, por la mañana, carraspeas un poco y quizá consigas que te mire.
Jean-Baptiste Colbert, su formidable ministro de Finanzas, se supone que es el único hombre que puede hablarle directamente a Luis, explicarle cómo funciona el dinero, cómo pagarse los palacios o los cañones. Todos los demás actúan en una delicada gavota de sugerencias.
De manera que le depositas cosas a los pies. Junto con las noticias le traes relatos, o música, o tu persona.
O le traes objetos. Entras como la embajada del rey de Siam, con tambores y trompetas, con tributos de piedras preciosas, caparazones de tortuga, muebles laqueados, bronces, plata y 1.500 piezas de porcelana, una procesión de notables subiendo la Escalera de los Embajadores, bajo su nuevo y espléndido techo de cristal, para que el sol alumbre tu entrada.
Llegas al recién terminado Salón de los Espejos. Son 73 metros de reflejos centelleantes, mesas de plata y estatuas doradas que portan candelabros con pinturas de triunfos marciales. Llevas una túnica de teñido ikat, con un sombrero cónico. Vas disponiendo un tesoro tras otro a los pies del rey en su trono. Más funciona bien con Luis.
Y este palacio es una saciedad de sonido y textura, una galerie de bijoux para las joyas de Siam, galería de cuadros y estatuas y tapices. Pero resultan provocativas todas estas noticias chinas de un emperador en sus palacios, servido por artesanos que pueden hacer cualquier cosa con el jade o el oro, del rey de Siam con sus almacenes de joyas y porcelanas. No es que Luis pretenda emular a tales potentados, porque ello implicaría una relación de deficiencia en vez de igualdad, o quizá de superioridad.
Es que anda en busca de sitios nuevos en que representar su deseo.
II

 

La porcelana china llega a Versalles. En los aposentos del hijo del rey, el gran delfín, hay 381 piezas de porcelana china, según un inventario de 1689 suntuosamente ilustrado. La pieza número 111 es «Un vase couvert en forme de Buire de Porcelaine», la jarra Gaignières-Fonthill, que aún no tiene nombre, un tesoro más entre los demás tesoros acumulados. La 112 es un frasco color hojas muertas, con decoración de flores blancas. Lo mismo la 113. Tiene rota la tapa.
Y llegan también a la corte las representaciones gráficas de la porcelana, incluidas las primeras imágenes de la extraña pagoda de porcelana del emperador Yongle, tan hirsuta. El libro de Nieuhof se ha publicado en holandés y luego en francés, en alemán y latín, en 1656, y finalmente en inglés. Lleva 150 ilustraciones, imágenes reales, nada de conjeturas caprichosas. En el libro, la pagoda se alza muy por encima de unos grupitos de personas diminutas, con sombrillas, haciéndose reverencias entre sí, y su perfil queda nítidamente recortado contra las montañas. Empezaron a brotar pagodas en los sitios más sorprendentes, copiadas en cobalto sobre platos blanquiazules fabricados en Jingdezhen para la exportación, pero más adelante también en los fondos de paisajes chinos de fantasía entre los sauces. Las fábricas holandesas de Delftware empezaron a crear pagodas más altas que un hombre, trocando las ventanas en ranuras donde florecían una tras otra las flores perico.
Y el nuevo diccionario francés, recién publicado por la Academia en 1688, convierte en rapsodia su definición de pagoda: «Il y a dans la Chine une Tour appelée Tour de porcelaine», que es una de las maravillas del mundo. «Todas sus piezas de porcelana están incrustadas con tan extraordinaria destreza que las juntas apenas se ven.»
Madame de Montespan, maîtresse-en-titre de Luis, es ingeniosa y bella y necesita diversión. Necesita su mundo propio. Así, pues, el rey le construye un pabellón de porcelana, el Trianón de Porcelana, un refugio para cenas íntimas, para escuchar música, para hacer el amor en una cama china bajo un cielo pintado de pájaros chinos. Y ahí está. Un edificio en que aislarse de las persistentes y restrictivas formalidades de la corte, un espacio de diferente registro emocional, un mundo aparte entero y verdadero. Está a kilómetro y medio, un kilómetro y medio de leve retraso.
Louis Le Vau, arquitecto mayor de los palacios reales, proyectó un edificio de una sola planta y cinco ventanas a lo ancho, flanqueado por dos alojamientos más pequeños, enclavado en un jardín cerrado. El pabellón tiene una cubierta en mansarda por cuya balaustrada corren hileras de pequeñas vasijas blanquiazules. Otras urnas punteaban la fachada, y había paños de baldosas con escenas de lujo oriental. En el interior se afianzaba la fantasía. Está reproducido en diversos grabados contemporáneos, y si hacemos caso omiso del relleno, de los cortesanos corcoveando sobre sus caballos y de los perros sueltos del fondo, lo que se percibe es un edificio pulcro y de poca altura, con muchos cacharros añadidos.
De pagoda no tiene nada, claro. Pero es una pagoda por su proyección hacia el exterior, por su peculiar singularidad, por su tremendo coste. Y por lo absurdo. ¿Qué pintan ahí todos esos cacharros, ahí puestos, como gallinas en el palo de un gallinero?
Y además las urnas y los jarrones no son de porcelana. Eran de mayólica holandesa, decoradas para que parecieran porcelanas chinas. El problema está en que los franceses no saben hacer porcelana. Tienen que comprársela, o hacer que se la regalen, y a pesar de que el gran ministro Colbert tenía rigurosamente prohibidos los bienes extranjeros, a la hora de la verdad no les quedó más remedio que recurrir a la mayólica de Delft, junto con la cerámica francesa, para hacer pasar ambas por porcelana china.
El Trianón de Porcelana fue una improvisación, y tuvo humedades desde el principio.
Hay una depresión en el techo. Normalmente no está previsto que la mayólica se someta al frío y la lluvia; los esmaltes se resquebrajan y pelan. Las baldosas se deslizan sobre el yeso y entablan las paredes. Puede que no se note a la luz de las velas, con la música a todo volumen, envolviendo a los amantes, pero la fantasía puede resultar un poco destartalada al amanecer.
No hay mucho blanco aquí en Versalles, pero quizá el ribete de armiño de un vestido, el rostro de una actriz, blanco de plomo, reflejen el resplandor de los candeleros. El techo de cristal que cubre la Escalera de los Embajadores también tiene goteras.

 

 

Grabado del Trianón de Porcelana, Versalles, c. 1680; Bibliothèque nationale de France.
El oro blanco
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