DOCE Preparativos

 

I

 

TODA la noche lloviendo. Y una fiesta. ¿Una fiesta? Ninguna a la que me hayan invitado.
Tras el día en el archivo, anoche les di una charla a unos estudiantes, en una sala de una fábrica. Era viernes por la noche —sigue siéndolo— y había dado por supuesto que asistirían diez o doce alfareros muy serios, con sus cuadernos para tomar apuntes, pero estaba de bote en bote. No había nadie que tradujese, de modo que estuve más animado de lo normal, con la esperanza de salir del paso a fuerza de entusiasmo. Luego el coloquio. Para entonces ya me había enterado de que eran 250 estudiantes de un colegio en que se estudia Comprensión del Inglés.
Dios mío. Pobres chavales. Yo dándole a la alfarería, y ellos lo único que querían era ¿Le gusta a usted la comida china? ¿Son ustedes muchos de familia?
Y en mi habitación no logro dormir. Es la lluvia en las baldosas y el ruido de la gente contenta, entrando y saliendo con la cabeza agachada, paraguas, charcos, el típico ballet nocturno beodo, y es una idiotez estar aquí tan lejos de mi Gran Familia.
Y el subidón de energía tras la charla —el esfuerzo por hacer que funcione la energía en un recinto cerrado, mantener contacto ocular, el tono ligero, el matiz adecuado— se ha desvanecido. Tengo la sensación de llevar desde siempre en la carretera, haciendo esto. Unos pocos años tomándome en serio el orientalismo, la influencia de Japón en Occidente. Un decenio, más o menos, aclarando el porqué de que las cosas importen y la razón de que hacer algo sea bueno, a partir de mis treinta y tantos años. Cinco duros años, o algo así, explicando por qué los objetos requieren historias y por qué los artistas y creadores necesitan escribir, dirigiéndome a artistas y creadores que no me creen y que solo desean que algún otro escriba por ellos.
Y luego los dos últimos años ocupándome de la condición judaica, lo cual supuso un cambio de tema y de rasgos demográficos del público. Llevo demasiado tiempo fuera, soplando, inflando el globo al límite, hasta que empieza a flotar sobre las cabezas de un auditorio en penumbra, en alguna parte.
¿Cuántas veces habré metido la pata hablándole a la oscuridad sobre el Anschluss, o Proust, o Bernard Leach, cuando lo único que quería la gente era comida china?
Amaina la lluvia.
Pienso en Thomas Merton, el ermitaño norteamericano, sentado en su cabaña de los bosques de Kentucky, escuchando la lluvia: «Todo este discurso que se vierte, sin vender nada, sin juzgar a nadie».
II

 

Otra vez son las tres de la madrugada. Trato de contar vasijas. Es lo que hago para dormirme. Como estoy aquí, cuento los cuencos y las jarras con tapa y los platos que he hecho emulando las porcelanas chinas, las jarras rojizas y las tazas de té color celadón y las copas de vino, y los platos grandes con dos peces en posición opuesta, que he hecho para regalos de bodas. El chapucero y serio intento de hacer cacharros que posean algo de la facilidad, la destreza y el empaque del cuenco más elemental entre los fabricados en esta ciudad. Hacerme alfarero porque les tengo apego a los cacharros chinos.
Mi recuento se queda en cero, unos pocos miles en este agitado mar de objetos.
Trato de contar mis cacharros infantiles y los de aprendizaje y los que hice por mi cuenta en mi primer taller independiente de la frontera con Gales. Allí me instalé recién salido de la universidad. Eran preparativos, tenía veintiún años.
Cuento mis cacharros del Herefordshire.
El Herefordshire es verde sobre verde, liquen sobre las viejas ramas de manzano, hiedra en los bosques, podredumbre en las tarimas. A kilómetro y medio de mi taller había una cabaña que una anciana abandonó para entrar en un asilo, hace una generación. El arroyo se mete por debajo de la puerta. Hay trapos en las ventanas. Más o menos como debe ser, me parece. Subir la cuesta de detrás de la casa, escalar la valla contigua al viejo roble y seguir subiendo luego por el campo que escarifican las huellas de los corderos, sin apartar los ojos del empinado terreno hasta llegar al seto, majuelos y zarzas, que es cuando te das la vuelta y abarcas enteramente el panorama de elevaciones que se extiende hasta las Black Mountains, a seis o siete kilómetros, más allá de la raya de Gales. Pisas mil gradaciones de humedad en el terreno. Dos gavilanes sobrevuelan la arboleda. Por aquí ha pasado un tejón: la tierra roja está removida.
Mis amigos estaban en Londres y tenían sus trabajos, escribían, iban de fiesta, sacaban adelante sus profesiones y sus negocios, y yo hacía platos sin esmaltar, de color marrón avena por fuera y verdes por dentro, cacharros que se confundían con el paisaje. No le gustaban a nadie. No los compraba nadie. Esto suele ser un lugar común de los artistas —como cuando decimos que algo no le gustó a nadie, salvo, pongamos, a Peggy Guggenheim—, pero en mi caso era verdad, no podían gustarle a nadie, porque tenían lo que hace falta para echar a perder un objeto. Estaban faltos de algo. Y en cuanto identificamos que a un objeto le falta algo empieza a resultarnos difícil convivir con él. Se nos cuaja la fluidez de la vida.
Ellos lo que querían era cambiar a sus usuarios, no solo que te sintieras más a gusto al servirte la leche por la mañana, al meter la cuchara en el frasco de mermelada o al untar la tostada, sino que fueras mejor persona. Era, pensaba yo, el planteamiento quietista de la creación de cacharros, cambiar las vidas solapadamente mediante el equilibrio de las asas, afirmar a los individuos en la tierra dándoles a los objetos un peso adecuado, valorando lo cotidiano. ¿Por qué sobresalir cuando podemos desaparecer? Pero mis cacharros sobresalían en su quietud, farfullando en tono verdaderamente alto, aferrándose.
Pensaba yo que los cacharros chinos eran callados. Estoy tendido en mi pequeña habitación, transfigurado de bochorno, por esa torpeza tan seria de hace treinta años. Pensaba, Dios mío, que los cacharros chinos eran simples. Y tenía tan profundamente absorbido el mantra de ser auténtico con los materiales que no me había dado cuenta de que los materiales con los que estaba empeñándome en ser auténtico eran altamente específicos. Y raros. Hacer estos cacharros con esta arcilla cerámica, esmaltarlos tan tenazmente con esta paleta medio invernal de marrones y grises y verdes musgo, era un ejercicio para intentar que la fe despegase el vuelo. Si lograba mantenerlo en marcha, no me daría cuenta de que estaba canalizando una estética de hacía cincuenta años.
Llega un momento en que la idea de que algo es una vocación se interioriza tanto que terminas metiéndote a cura, a alfarero, a poeta, y te da vergüenza salirte. Y estás atrapado. Hay un pasaje de The Confidential Clerk de T. S. Eliot en que sir Claude Mulhammer, viejo financiero, confiesa que él siempre quiso dedicarse a la alfarería, pero que no pudo, por imposiciones familiares y por desasosiego: «¿Puede alguien tener vocación / de alfarero mediocre?».
Mi taller estaba en un viejo granero. Compré los tornos, las tablas, los filtros y los cubos a un alfarero fracasado, y a mi corta edad no capté el alivio que le estaba proporcionando mientras contaba las mil libras que tenía ahorradas, en billetes de veinte. Y también le compré los ladrillos de kiln usados y me pasé un largo verano construyendo mi propio kiln, aserrando una horma de madera para crear el arco de la cámara del kiln, tratando de determinar la altura que debía tener la chimenea para que tirase bien y mantuviese las temperaturas. El herrero del pueblo me hizo juntas de metal para sujetar la estructura y me soldó unos sopletes para que me sirvieran de quemadores básicos del gas propano que pensaba utilizar como combustible. Todo me llegó en unas latas muy altas de color naranja, casi inmanejables.
Mi kiln parecía una pequeña capilla. Gateaba para meterme en el interior a colocar mis cacharros en las tres baldas del fondo y las tres de delante, luego tapiaba la entrada dejando un par de huecos como mirilla, prendía el gas para que las llamas rugieran en el interior, ajustaba los respiraderos, los calibradores de presión, los ladrillos y la boca de la chimenea.
Hay kilns eléctricos, que son como grandes fogones. Le das al interruptor para ponerlos en marcha y se calientan y ellos solos se apagan. Pueden equivocarse, pero sus errores son muy pedestres. Puedes ver los errores. Y luego hay kilns que utilizan madera o carbón o gas para producir el calor mediante el fuego. Y ello supone un nivel diferente de impredecibilidad.
Lo odiaba. Me pasaba quince, dieciocho, veinte horas mimándole la temperatura al kiln para que se fundieran mis esmaltes y el color de la arcilla dejara de ser gris. La cocción me asustaba. La intensidad del fuego, plenamente consciente de lo mal que había construido el horno, los ruidos que hacía el kiln con la presión, la necesidad de que esta cocción saliese bien, para compensar los meses anteriores, las malvadas lenguas de fuego sobre mis guantes cuando extraía los anillos de prueba. Sabía muy poco, yo. Me quedaba mirando mientras el color del kiln pasaba de los rojos al blanco abrasador, pasando por los naranjas y el amarillo. No contaba con nadie.
Y mi recuento del Herefordshire asciende a cuarenta y dos cocciones en dos años y medio. Doce fallidas en total. Veinte más bien fallidas y diez OK. Es decir, 2.500 cacharros para vender, unos cuantos cientos arrojados directamente al arroyo, por encima de la valla, desde la boca del kiln. Unos dos mil rotos para hacer fragmentos. Y unos ingresos patéticos. Los tazones soperos a 2,5 libras la unidad. Sue, mi novia de Londres, me compró un cántaro negro, grandísimo. Fueron 12 libras, a su precio, porque no quiso aceptar ningún descuento.
Tenía que marcharme. Tenía que encontrar algún sitio barato y lejano. Fue lo que me llevó a Sheffield.
III

 

Era el año de 1988 y la ciudad se hallaba en un estado terrible, tras un decenio de caída en el acero, la huelga minera. El centro estaba lleno de tiendas tabicadas. En Page Hall, una colina de casas pareadas en los bordes de Attercliffe, donde estaban tirando abajo las últimas acererías, encontré una casa y un taller que antes habían sido carpintería. El 128 de Robey Street estaba al final del camino. Más allá estaba Wincobank, una colina de matorrales y coches quemados. Desde lo alto, por encima de las torres de refrigeración, se veían la M1 y Rotherham.
La parte de delante era bastante apretada, con su puerta que nadie utilizaba, pero en la trasera había un jardín y en él un anexo de dos plantas, con el suelo muy asendereado y el techo en derrumbe, pero con espacio suficiente para levantar un kiln y hacer cacharros. Mis vecinos eran casi todos de Bangladesh, de primera generación, aunque también había una veta de ancianos blancos, naturales de Sheffield, que me tenían al tanto en lo relativo al té, la política y la geografía.
Alquilé una furgoneta y la cargué con mi torno de alfarero y los ladrillos del kiln y la arcilla y mis libros, y dejé atrás Herefordshire. Iba a ser un alfarero de ciudad. Pinté de blanco los suelos de mi casa, me hice una librería con tablas de pino y ladrillos y coloqué mi futón en el suelo. Tenía la sensación de vivir una bohemia esplendorosa, un candelabro de hojalata en la cocina y un viejo baúl de mi abuela para guardar la ropa, pero a treinta años de distancia percibo con más claridad la miseria que la bohemia. Cuando entraron a robar, se llevaron un banco metálico de trabajo y el equipo estéreo y dos grabados de Hiroshige. Todo lo demás, las estanterías de cerámicas, de cuencos de té japoneses, mi copia del cuadro de Hogarth, The Distrest Poet, el poeta en apuros, con la peluca ladeada, el perro robando un hueso del costroso desván, quedó ahí sin tocar.
No conocía a nadie. Había escogido este sitio porque no conocía a nadie. Puse manos a la obra. Era como volver a empezar, de modo que elegí lo blanco.
Encargué tres sacos de porcelana.
El primer cacharro que hice en lo alto de esta cuesta empinada fue una jarra de porcelana. Era un intento de hacer una jarra de mazo, un kinuta, una modalidad creada en la dinastía Sung y resucitada luego periódicamente. Es una forma muy bonita, inspirada en los mazos que se utilizan para golpear la ropa, borde abocardado al final de un largo cuello que emerge del cuerpo voluminoso.
La porcelana estaba pegajosa. Se negaba a sostenerse en pie. Había querido hacer una jarra de porcelana que flotase, pero esto me hacía volver a los doce años, al fracaso, en uniforme escolar y con delantal, con Geoffrey mirándome desde su torno mientras los cacharros iban torciéndose según yo los tocaba.
Mi jarra medía unos dedos de alto y era pesada. La esmalté de blanco.
Tenía yo veinticuatro años. Wayne y Ricky, dos hermanos de doce y diez años, que vivían en la calle de al lado, se me presentaron en casa el primer día, en busca de trabajo, por curiosidad. Me ayudaron a descargar la furgoneta. ¿De qué va esto? Era una buena pregunta, de las que se pueden hacer a todo el mundo. Es una muy buena pregunta.
Amanece sobre Jingdezhen cuando empiezo a contar mis cacharros de Sheffield.
IV

 

No sé si será por la conexión monástica, porque pienso en Thomas Merton con sus túnicas blancas, tratando de averiguar el sentido de Oriente desde lejos, pero mi jesuita, el padre D’Entrecolles, aquí en la ciudad, con su hábito negro, parece muy próximo.
He leído y vuelto a leer sus dos famosas cartas sobre esta ciudad.
Como buen jesuita, se fijaba mucho en los detalles —¿alguna vez han oído ustedes hablar de un jesuita negligente y desorganizado?— y sus cartas son directas y sardónicas y a veces muy divertidas. Le gustan las personas, las valora con franqueza, espera que se le tome en serio, pero me doy cuenta de que he estado leyendo sus cartas en busca de toques de color, de información, para comprobar cómo se purifica el caolín.
Llevan tres siglos traduciéndose, siendo exprimidas en busca de información, citadas, mal comprendidas, vueltas a leer para verificar algún detalle. Sus pensamientos y sus imágenes se repiten. Adopta las palabras petunse y caolín que utilizan los alfareros de Jingdezhen y estas dos denominaciones de materiales hacen guardia sobre el fiero intento de encontrar el Arcano, el misterio de la porcelana en Europa y América.
En este sitio, donde solo parece importar el envío de cosas a mucha distancia, yo pienso en él enviando sus ideas a casa.
V

 

Me pregunto qué tal se encontraría aquí. No echaría de menos su tierra. Sería una violación de intimidad imaginarlo tendido en su cama, pensando en los verdes campos de Limoges donde se crio, que la lluvia no suena igual acá que allá. Sería una violación de intimidad pensar que conocía las arcillas blancas de su tierra. Lo que sí me consta es que lo pasó muy mal al llegar a China.
El padre François Xavier d’Entrecolles tenía treinta y cinco años.
Había entrado en el seminario a los dieciocho y llevaba siete años de sacerdocio cuando lo eligieron para esta misión. Desembarcó el 24 de julio de 1699 en Amoy. Llevaba dieciocho meses navegando en una sucesión de embarcaciones, empezando por un convoy del rey de Francia encabezado por el Amphritrite, que hizo alto en las Canarias, luego en Cabo Verde, archipiélago portugués situado al oeste de Senegal, luego, doblando el cabo de Buena Esperanza, pasó por Bengala —donde hizo transbordo a un barco mucho más pequeño, el Joanna—, siguió hasta Madrás y Batavia, para desembarcar finalmente en China. Otros sacerdotes embarcaron o desembarcaron en los diversos puertos del trayecto.
Le escribe a un amigo de Lyon que el padre Burin había tenido la buena fortuna de morir en el camino hacia China.
Desembarca. Mateo Ricci, el primer gran misionero jesuita en China, un siglo antes, había advertido a sus sacerdotes que no tuvieran excesivo contacto con europeos. Debían pasar con los chinos todo el tiempo posible.
Unos sacerdotes fueron destinados a la capital. Otros a las provincias.
El padre D’Entrecolles fue enviado, él solo, a Jao-tcheou, a unos veinte kilómetros de Jingdezhen. No había allí ni un solo cristiano, y los mandarines del pueblo se opusieron cuando quiso comprar «una casa medio en ruinas para vivir». El primer cristiano, escribe, fue el maestro de obras que construyó la capilla.
Era imperativo que los sacerdotes aprendieran a leer y escribir la lengua. Ricci ya les había advertido que aprender chino no era como aprender el griego o el alemán. Era un’altra cosa, otra cosa. La traducción de Ricci de las Analectas y la Gran Ciencia de Confucio sirvieron para el aprendizaje de los misioneros recién llegados. Eso nos dice todo.
Veo al padre D’Entrecolles agobiado por el ruido del nuevo continente, sus olores, el agarrón de la humedad en los miembros, oír la bajada y subida de las voces, no saber cómo estar, o hacer una inclinación, no saber si mirar a los ojos o apartar la mirada, qué significaba sacudir la cabeza, cómo se comía, qué estaba comiendo, qué había comido. Está aquí y se supone que aquí ha de permanecer, renunciando a todo propósito de regreso adondequiera que esté su casa, a quienquiera que sea su casa, y lo único que le dicen los ritmos de estas lluvias nocturnas de julio es que está muy lejos, muy lejos, muy lejos.
VI

 

«Una lluvia, y ya no quedan flores / Tercera guardia, y toda música cesa / excepto la que me golpea el oído y suspende mi sueño / el viento hace caer / de una rama la última gota.»
Pienso, sobre todo, en el nuevo idioma que el padre D’Entrecolles tiene que aprender. Merton dijo que su lluvia nocturna era «esta lengua maravillosa, ininteligible, perfectamente inocente».
El oro blanco
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