VEINTITRÉS Extraordinaria curiosidad

 

 

I

 

Estoy otra vez en Dresde, tratando de poner orden en el relato de la porcelana, en este otoño de 1701 en que los rumores sobre ese muchacho pusieron la ciudad patas arriba.
Estamos a finales de noviembre y hace más frío del que yo había imaginado. Están colocando la decoración navideña y preparando los mercados de Navidad. Las ventanas tienen barricadas de gruesos stollen.
Dresde es una cámara ecoica. Para Tschirnhaus, recién regresado de su gira por las fábricas de cerámica de Holanda y Francia, es una noticia de la mayor trascendencia. No solo porque él trabaja en la Goldhaus con alquimistas para quienes la piedra filosofal viene a ser la mismísima Revelación, sino también porque está implicado su amigo Leibniz.
Leibniz, que lo sabe todo de todo, conoce al papa, a Newton, a Spinoza y al rey de Inglaterra, le escribe a Sophie, la esposa de príncipe elector de Sajonia, diciéndole que «la piedra filosofal acaba de aparecer de pronto en Berlín, para desaparecer luego en un abrir y cerrar de ojos [...]. Siento una extraordinaria curiosidad por ver lo que pasa, porque no acabo de creérmelo, pero me cuesta trabajo desconfiar de tantos testigos».
El gran hombre se acerca a la botica de Andreas Zorn —Molkmarkt 4, en la puerta pone Friedrich Zorn, Pharmacopoeus—, a hablar con él, y comunica que está im grossen und ganzen alles bestätigt, más o menos satisfecho con lo que le ha contado.
Tratándose del filósofo del escepticismo, viene a ser como una bula papal sobre la cuestión.
Una «extraordinaria curiosidad» es una frase tremenda para este momento. Tres días después de haberse creado oro por la alquimia, Johann Friedrich Böttger ha desaparecido, y los soldados de Federico I, rey de Prusia, margrave y elector de Brandemburgo, andan en su busca. Federico ha interrogado a Herr Zorn y le ha pedido que explique a) quién es este joven arcanista y b) dónde está; a lo cual lo único que puede contestar Zorn es que a) no tiene la menor idea ni b) tiene la menor idea.
¿Cómo puede ser que le enseñes a un chico de campo, que le pongas comida en la mesa, que le des buen trato, y que hayas educado no a un arcanista cualquiera, sino al Arcanista, bajo tu propio techo?
En tono insultante, el rey Federico I exige ver el oro que ha creado el muchacho —un trozo de treinta ducados— y se lo lleva a su gabinete de especímenes, de modo que Zorn se queda sin él. Envían soldados a buscar al chico, pero el chico se ha ido.
En la noche del martes primero de octubre de 1701, Herr Zorn y su mujer, Frau Zorn, personas ambas de buena reputación, se reúnen con dos amigos en una habitación de la planta alta de la casa. Ambos amigos son ministros del Señor, deanes.
Hubo preliminares. Böttger quería utilizar plomo puro para la transmutación. Uno de los deanes sospechó que pudiera haber truco y propuso que se utilizara plata, aportando quince monedas de plata con un peso total de tres loths. Böttger aceptó «con una sonrisa». Hubo cierto tira y afloja sobre quién manejaría los fuelles —el mismo deán—, y Böttger dejó muy claro que el fuego tenía que alcanzar la mayor temperatura posible.
Se tardó una hora en alcanzar la temperatura. El muchacho pidió al ministro que añadiera sus monedas de plata al crisol. Repiquetearon, hicieron el ruido adecuado. El carbón chisporroteó, relumbrando en la parte de abajo del crisol. El muchacho echó mano de un envoltorio de polvo rojo que le había regalado un fraile mendicante llamado Laskaris, puso un poco de lacre alrededor y lo arrojó al crisol. Hubo una llamarada y luego una humareda espesa y desagradable. El crisol tembló. Esperaron. El chico levantó el crisol con unas tenazas y lo vació lentamente: algo sin color, solo calor líquido. Hubo un silencio. Se enfrió, gélido.
Y hubo un florecimiento como de polen en la superficie, hasta hacerse oro. Un trozo de oro de treinta ducados.
Mi aprendiz, le dice Herr Zorn a Leibniz, creó oro ante nuestros propios ojos: «En mi presencia produjo tres loths de oro a partir de dos monedas [...] ha superado todas las pruebas».
II

 

Leibniz, que es bueno preguntando y que está ansioso de pruebas, verifica muy a fondo este relato. Surgen nuevos puntos de interés.
Primero, que Böttger llevaba experimentando cierto tiempo, para gran disgusto de su señor. Era un chico de campo, muy listo, a quien habían acogido por hacerle un favor a un viejo amigo. Circunstancias tristes, madre viuda, penuria, y etcétera. Es un chico que llama la atención. Aprende muy deprisa, le encantan la moledura y los preparativos, pero en esta casa había reglas, como en todas las casas bien organizadas de Berlín. El Defektot, la antecámara en que se guardaban los polvos y las medicinas, era zona prohibida, igual que el laboratorio, con el fogón y la chimenea donde experimentaba Zorn, y allí era donde el boticario había encontrado inconsciente al muchacho, por los humos. Una vez prendió fuego al laboratorio.
En segundo lugar, el muchacho ya se había fugado antes, y la madre tuvo que acudir desde Magdeburgo a implorar que volvieran a aceptarlo de aprendiz. Lo cual habían hecho.
Y en tercer lugar, la botica de Herr Zorn había tenido unas cuantas visitas interesantes. Kunckel, el gran vidriero, había sido uno de los habituales y había tenido ocasión de conocer bien al muchacho. Y el fraile mendicante llamado Laskaris, procedente de Patmos, había llamado al timbre de Zorn en el Molkmarkt para comprar miel y pimienta —o quizá «un ungüento sanador»— y había pasado una buena cantidad de tiempo con el muchacho, le había hecho entrega del polvo rojo sin cobrarle y también había desaparecido.
Leibniz no pudo sacarle más a su testigo, Herr Zorn, un hombre angustiado, atrapado entre la furia y la ofensa y la perplejidad en lo tocante a su aprendiz extraviado, un hombre que no sabía qué efecto iba a tener esta historia en su establecimiento y en su probidad, un hombre que se veía envuelto en un torbellino tras largos años de tranquila quietud.
Veo a Laskaris caminando sin tregua, decididamente, por la carretera, el tráfico de caballos, los niños, los buhoneros, la gente corriente yendo y viniendo a su alrededor, intacto, alejándose de Patmos, la isla rocosa de la revelación y las visiones, camino de quién sabe dónde, dejando en pos una estela de historias y confusión.
III

 

Y luego empiezan de veras los rumores. Estamos a finales de octubre y el chico fugitivo ha sido visto en todas partes.
Durante un mes hay historias contradictorias. Resulta que huyó de Berlín a la localidad sajona de Wittenberg, fue arrestado tras un violento enfrentamiento en el que hubo cacharros rotos, lo habían tenido encerrado con todo rigor. Es un chico valioso. Nadie quiere que se escape, de modo que lo trasladan a la cuarta planta del castillo y le doblan la guardia, y no se le permite hablar. Y le quitan la alforja y un estuche que contenía ceniza de experimentos, un frasco con la tintura y el mercurio, otros utensilios, el Calendarium magicum, y lo encierran en una cámara, bajo tres llaves, cada una en poder de una persona distinta.
Aparecen personajes turbios. Un mensajero de Berlín que ofrece salvoconducto. Otros que acusan a Böttger de ser un mero ladrón, de haber robado un anillo muy valioso. Hay tres siniestras figuras a quienes oyen hablar del hacedor de oro en una taberna, y un poco respetable hombre de hábito se mete en el patio del castillo preguntando por el muchacho. Se presenta el yerno de Zorn. Hasta el padrastro de Böttger llega con una carta diciendo que su madre está gravemente enferma y pide que le dejen ver al muchacho.
Berlín quiere que se lo devuelvan, pero Augusto ha tomado la decisión de quedarse él con el hacedor de oro, y da orden de que le traigan al muchacho de Dresde a Varsovia, con todas sus notas y sus instrumentos de alquimia.
Al enterarse de todo esto, Sophie, la esposa del elector de Hanover, le escribe a Leibniz diciéndole: «Me da pena el pobre hacedor de oro. Hay más gente peleándose por él que por la bella Helena de Troya en su momento».
Acierta más de lo que ella misma cree. Las murallas de Dresde y las murallas de Troya están ahora bajo sitio por culpa de una imposible belleza truculenta.
El oro blanco
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