DIECIOCHO Óptica
I
De manera que pongo un retrato de
Tschirnhaus en la pared. No estoy muy seguro del parecido. Tiene la
frente despejada y una mirada muy franca, pero el autor del grabado
centra su interés en la peluca. No sé si llamarlo Ehrenfried o
Walther, o mejor Tschirnhaus. Nos miramos.
El joven matemático alemán también tenía
veinticuatro años cuando llegó a París, a su primer desempeño como
tutor del hijo de Colbert. Para ser matemático, filósofo, indagador
de las propiedades del mundo, te hacen falta apoyos. No se puede
ser brillante sin patrocinador. Tschirnhaus era adepto de hacer
amistades, era muy bueno impresionando a la gente, como
consecuencia, estoy convencido, de su condición de séptimo
hijo.
Era el benjamín y había nacido en la finca
familiar de Kieslingswalde, Alemania. No era una casa grande, más
bien rectoría que palacete, cómodamente enclavada contra las
colinas onduladas de Silesia y los bosques de abedules. Y era un
hogar modesto, una familia que se distinguía en el vecindario por
su extremado interés en la educación —algo que quizá se debiera a
la combinación de un padre sajón y una madre escocesa—. A
diferencia de otros muchachos, que podían pasarse las horas
haciendo esgrima y cazando, él tuvo un profesor particular de
matemáticas. A los diecisiete años salió de casa para estudiar
medicina, matemáticas y filosofía en la Universidad de Leiden. Allí
fue donde conoció a Spinoza.
Spinoza era la excepción a todas las reglas.
Spinoza le había donado todo el patrimonio a su hermana, no
dependía de ningún patrón, había sido expulsado de la comunidad
judía al nacer, lo habían execrado los cristianos, se dedicaba a
dar clases particulares y se ganaba la vida puliendo lentes.
Imaginemos lo que sería conocer a alguien así a los veinticuatro
años. Sus escritos lo despojan a uno de cualquier resto de devoción
que le quede.
Spinoza le proporcionó a Tschirnhaus sus
primeras cartas de presentación. Eran para el secretario de la
Royal Society de Londres y para Isaac Newton. Se puso en camino.
Durante cuatro años viajó por Holanda, Italia, Francia, Inglaterra
y Suiza, lo cual le reportó una serie de extraordinarios contactos
con filósofos e ideas. Y funciona como por encanto, porque se
suceden las cartas de presentación y de resultas de una de ellas se
le abre una puerta en París con Colbert, otra le permite visitar a
un científico de La Haya y luego otro de Milán, hasta que uno
empieza a percibir un bello diagrama, un mapa de las ideas que
cubren el mundo.
Si X es y, ir a
z.
Tschirnhaus,
1708; SLUB Dresden / Deutsche Fotothek / Regine Richter.
Tschirnhaus se pone a trabajar en su primera
ecuación matemática, Método para eliminar los
términos intermedios de una ecuación algebraica dada. La
publicó en las Acta Eruditorum, la
revista de ciencia empírica que se leía en toda Europa. Son cuatro
páginas brillantes en que se aplica a las ecuaciones algebraicas y
establece «unas cuantas cosas relativas a este asunto, que bastarán
por lo menos a quienes ya tengan cierta base en el arte del
análisis, porque a los demás apenas podrá satisfacerles una
exposición tan breve».
Incurro en la tontería de comprarme el texto
latino de La ecuación de Tschirnhaus en
una librería de Ámsterdam, y enseguida me doy cuenta de lo atrapado
que estoy en el mundo de la posesión, cuando su texto trata del
pensamiento, la simplificación, la lucidez, la eliminación de lo
superfluo. Trata de la brevedad.
Pago muchísimo más de lo debido. ¿Quién más
puede querer estas cuatro páginas?
II
El viaje de Tschirnhaus hasta su
descubrimiento de la porcelana es una serie de reflejos y de
imitaciones.
La óptica es el meollo de la cuestión,
porque el problema es la luz. ¿Cómo se mueve? ¿A qué velocidad se
mueve? ¿De dónde procede el calor? Las lentes y los espejos son
artefactos provocadores, porque alabean e intensifican la luz,
reventando las distancias, enfocando los planetas y el polvo. La
porcelana es blanca y dura, pero deja pasar la luz. ¿Cómo puede ser
esto?
Caute, ten
cuidado, dice el anillo que lleva Spinoza en la mano izquierda en
su habitación de un pueblo situado en las cercanías de Leiden. Pule
sus lentes, un día tras otro, ahondando las curvas para luego
elidirlas, meditando sus problemas mientras un fino polvo de sílice
se va acumulando en la mesa de trabajo. Ha escrito sobre todas las
cosas, incluido el arcoíris.
La luz da lugar a temibles discusiones.
Nadie se pone de acuerdo.
En Óptica, o Un tratado
de las reflexiones, refracciones, inflexiones y colores de la
luz, Newton examina la cuestión de que la luz no se modifica,
sino que se separa:
Me procuré un prisma triangular, para experimentar el célebre fenómeno de los colores [...]. Muchas veces he observado con admiración que los colores del prisma, tras haberlos hecho converger y luego vuelto a mezclar, reproducen una luz entera y perfectamente blanca [...]. De lo cual se infiere que el Blanco es el color normal de la Luz; porque la luz es un confuso agregado de rayos incluidos en todas las clases de color, cuando se desprenden promiscuamente de las diversas partes de los cuerpos luminosos.
Newton le escribe a Leibniz: «Me agobiaron
tanto las discusiones resultantes de la publicación de mi teoría de
la luz, que maldije mi propia imprudencia por haber renunciado a
una bendición tan importante como mi propia tranquilidad para
correr en pos de una sombra».
Ser un filósofo joven es formar parte de
este torbellino, y en su recorrido de Europa parece que todo el
mundo se dedica a pulir lentes, soñar con telescopios, escribir
sobre prismas y arcoíris, enviar instrumentos al otro lado del
mundo para deleite de emperadores chinos, hacer espejos o
emplearlos para obtener un calor muy grande.
En Lyon, Tschirnhaus entra en contacto con
François Villette, que acababa de mostrar al público un gran espejo
ustorio en la Petite Galerie de Versalles, en presencia de Rey Sol,
iluminando la galería entera solo con un espejo y una vela. En
Milán, según le cuenta el propio Tschirnhaus a Leibniz, pasó un
tiempo con el científico y matemático Manfredo Settala, que utiliza
espejos ustorios para fundir materiales y que le ha mencionado su
posible utilización con el vidrio rubino y la porcelana.
Para el público en general, los espejos
ustorios son un espectáculo capaz de poner todo el poder del sol al
alcance de la mano, suscitando una gran emoción, con sus
superficies «tan precisamente formadas y tan bien pulidas que, tan
pronto como quedan enfocados, el plomo o el estaño empiezan a
fundirse, las piedras y las pizarras se ponen al rojo vivo, la
piedra pómez se funde y el cobre y la plata se funden en cinco o
seis minutos [...] la madera húmeda arde al instante, hierve el
agua en pequeños recipientes».
También hay terror en esta sublimidad. Ves
con tus propios ojos cómo cambian los materiales en tu presencia,
algo imposible de experimentar cuando las sustancias permanecen
envueltas en las llamas de un horno.
De manera que Tschirnhaus, joven y
comprometido, pone todo su empeño en los asuntos que irritan a sus
contemporáneos, escribiendo sobre las curvas catacáusticas, «el
envoltorio de rayos luminosos que emite una fuente puntual tras
reflejarse en una curva dada». Y, claro, se pone a fabricar sus
propias lentes. Está empezando a afinar el enfoque.
III
Y yo también tengo que hacerlo.
Escribo esto a primerísima hora de la
mañana. No logro dormir en este momento, de modo que aquí estoy,
sentado a la mesa de la cocina, a las cinco de la madrugada, con un
mirlo pregonando ruidosamente su presencia en el jardín. Estamos en
agosto y en la calle, al lado de casa, hay unos castaños en todo su
esplendor, cuyas hojas vetean la luz que me llega. El cristal de
las ventanas también podría estar un poquito más limpio. Hay una
jarra de agua encima de la mesa, y estoy mirando el juego de la luz
en la pared de enfrente, y hay estremecimientos como pequeñas olas
en un arroyo, y un arcoíris y grandes manchas como de Gerhard
Richter en la parte de arriba, desplazándose a lo largo de una
instalación que hice el año pasado para Sue, siete platos apilados
dentro de una vitrina blanca de laca. El plato de arriba tiene el
interior dorado y ello da lugar a que se cree un reflejo en forma
de halo.
No tengo la menor idea de lo que pasa con la
luz.
Quiero trazar líneas por la cocina,
parábolas en los muebles y en el suelo, marcar minuciosos cambios
al minuto. Me consta que la luz es demostrablemente un área para la
«investigación de cosas difíciles por medio del análisis», que es
como Newton expone, en términos memorables, el desafío de la
experimentación científica. Hay, al mismo tiempo, todo un ámbito de
posibilidades poéticas o metafóricas. Al fin y al cabo, Spinoza
compara la naturaleza humana «con un espejo regular o plano que
refleja todos los rayos del universo sin distorsionarlos». Newton
se pregunta si puede haber analogía entre los colores y las octavas
musicales. ¿Tienen armonía los colores?
¿Cómo sonaría el blanco, en tal caso?
Mi única certeza, que el insomnio mantiene a
flote, es que la luz forma parte de este viaje hacia la porcelana.
Keats escribió al margen de su ejemplar del Paraíso perdido de Milton: «Una especie de
abstracción délfica, esta cosa bella que se hace más bella al
reflejarse y quedar envuelta en neblina». Con lo que quiere decir,
creo, espero, que él también ve la belleza y que se siente
tremendamente confuso.
Estoy apresado en mi sistema climático, en
la turbulencia de la óptica y los espejos y los filósofos.