CUARENTA Y DOS Tregonning Hill
I
William regresa a la porcelana.
Vuelve a los montes y excava por aquí y por
allá y luego un poco más a la derecha. Se agacha y pasa el cepillo
por el suelo, rompe un trozo de esta piedra que se desmenuza y lo
guarda en una bolsa de lona, sigue adelante. Pone a prueba su idea
sobre el terreno, apartando helechos, majuelo, rosas caninas,
vadeando lechos de arroyos, resbalándose en los declives húmedos,
revisando los desprendimientos de tierra en los barrancos, tomando
nota de las sombras inesperadas que surgen al caer el sol y que
señalan los puntos en que la tierra cede.
Empieza a experimentar con los materiales
que descubre «en la parroquia de Germo, en una colina llamada
Tregonning Hill», a nueve millas de Penzance, yendo por la
costa.
Hay dos tipos de rocas aquí. Están
estrechamente vinculados. Uno es una especie de granito que los
lugareños llaman growan o moorstone. Se trata de la que William ha visto
utilizar a los campaneros. En un hermoso informe de ocho páginas
escrito mucho después dice lo siguiente:
Está compuesta de gravilla translúcida y de un material blanquecino, que sin duda es caolín petrificado. Y como el caolín de la colina de Tregonning es abundante en mica, esta piedra también la tiene. Si se extrae a una o dos brazas de la superficie, cuando es totalmente sólida, la roca muestra una gran abundancia de puntos verdosos, que se hacen muy visibles al humedecerla.
«Esta es una circunstancia ya observada por
los jesuitas», añade, como buen erudito, relacionando la piedra de
las colinas de Jingdezhen comentada por el padre D’Entrecolles con
la de sus cuestas húmedas de Cornualles. Este growan es el primer ingrediente de la porcelana, el
petunse «que confiere transparencia y
suavidad a los objetos de cerámica, y que se usa para esmalte»,
buscado en toda Europa, origen de teorías alquimistas, hallado solo
en remotos parajes del territorio cheroqui de Carolina. Y está
presente aquí, «en inmensas cantidades, en el condado de
Cornualles».
Sorprendentemente, añade, «toda la
profundidad del territorio es de esta piedra».
La otra roca es el propio caolín, la arcilla
blanca que vio utilizar a unos operarios para arreglar las bombas
de sus máquinas.
Este material, dicho sea al modo de los
chinos, constituye los huesos, como el petunse la carne de la
porcelana. Es una tierra blanca y talcosa, que se encuentra en
nuestro territorio granítico, en los condados de Devon y
Cornualles. Yace a diferentes profundidades bajo la superficie
[...]. Se halla en las laderas de las colinas y en los valles; en
los lados, donde al seguir el decurso de los montes la superficie
se hunde o es cóncava, y raramente, creo, por no decir nunca, donde
se abulta o es convexa [...]. Tengo en mi poder una pieza de este
tipo, muy fina.
William prosigue: «Esta tierra es con gran
frecuencia muy blanca».
Y sabe que es caolín porque ya ha empezado a
experimentar. Hay que verificar todos los aspectos de sus
conjeturas. En profundidad.
II
Tengo que seguir a William. Voy a
Tregonning Hill, pues.
Cuando yo era niño, un anciano archidiácono
me regaló su colección de minerales y fósiles recogidos por sus
hermanos y él a finales del siglo XIX. Muchas piezas llevaban
anotaciones manuscritas o pequeñas etiquetas en que se fechaban
tardes de noventa años antes: «17 de abril de 1880». Ammoneideos y
trilobites, helechos y el hueso coaxial de un iguanodonte, me
fueron entregados con un martillo y un cincel de geólogo guardados
en una caja de cuero.
Y también me regaló una mano de mapas del
victoriano Geological Survey of England and
Wales (geología de Inglaterra y Gales). Eran las páginas
351-358. Penzance, en mi pared de cuando era pequeño, junto a mi
armario de cosas encontradas, cosas regaladas, cosas
excavadas.
Sigue siendo un mapa muy bonito: un campo de
rosa nectarino deslavado para indicar el granito, subiendo desde la
chata nariz de Land’s End, fileteado por las dos grandes bahías de
St. Yves al norte y Mount al sur, con el lunar de Blown Sand, antes
de encontrarse con la ola pálida y verde de la pizarra de fina
arena de Mylor Series. Una salpicadura de glauconita magenta se
extiende de oeste a este. Y mi colina —la colina de William— se
alza en un anillo protector de rayas rosadas. Resulta grato que
Inglaterra no quepa en ese rectángulo tan minuciosamente calculado,
que el mapa termine en una deriva de contornos.
Esto es Cornualles, de modo que una leyenda
del mapa indica filones minerales que contienen plata, arsénico,
cobre, hierro, manganeso, plomo, antimonio, estaño, uranio y
tungsteno. Y cuando ya hace una hora que he desplegado el mapa, con
sus dobleces reforzados de lino, todavía estoy trazando y
averiguando el camino a seguir por este paisaje de minas y vetas y
filones. La posibilidad de alojamiento está situada con poca
certeza en la inextricable geología. Pero luego me concentro en las
minas y luego en los trenes, y luego en la multitud de pozos y
minas.
Aparco en las cercanías de la capilla
metodista, a veinte kilómetros de Penzance. Son las siete de una
tarde de julio y el cielo está casi despejado. Un camino sube por
entre viviendas campestres y se convierte en pista de piedras,
empinada, con helechos profundos, dedaleras, escabiosa, silene roja
en las orillas. Hay guardas, destellitos de mariposas pintas,
traqueteo por doquier. Unos terneros duermen pesadamente en la
sombra. Está todo en silencio. Se activa un perro en alguna granja
lejana.
Para ser un camino de peregrinación, no está
nada mal. Me había hecho a la idea de que Tregonning Hill se podría
subir sin mucho esfuerzo, y el caso es que esta pista tan fácil
llega hasta lo alto, tras unas cuantas curvas para bordear zonas de
declive en que ha cedido alguna excavación de arcilla. En la cima
hay un monumento conmemorativo de la guerra y un punto
trigonométrico y puedes mirar en torno: más allá de los riscos está
el monte St. Michael, enfrente Penzance y así hasta donde termina
Inglaterra. Logro discernir alguna chimenea de excavaciones de
estaño en la taracea de granjas y campos y bosques. Pero las minas
desaparecen.
He traído conmigo una pieza de
porcelana.
Es una fuente para dulces con forma de
concha, moldeada a baja temperatura, con decoración azul muy
limitada en el exterior, unos pocos despliegues florales puestos
ahí como sin ganas. Y tiene una mella, claro, por eso pude
comprármela en una galería de Kensington antes de emprender este
viaje. La base es bonita, unas manchas de hierro, un trozo de algo
áspero que se dejó ahí pegado algún chico de Devon en los talleres
de Plymouth, aunque en 1770, ya avanzada la breve existencia de la
porcelana de William, tendría que haberla pulido hasta alcanzar la
suavidad del alabastro, y no lo hizo. Y es gris. Color sábana mal
lavada.
Esta es mi Tercera Colina Blanca. Y lo que
tengo en las manos es blanco de Cornualles.
III
William experimenta. Tiene cincuenta años.
También a mí se me echan encima los cincuenta.
Está mezclando, moliendo, calcinando. No hay
mención de ningún aprendiz en sus libros, solo su hermano. ¿Le
prestan ayuda las hijas, observando cómo cuajan las nubes de
arcilla lechosa en un abrevadero del patio, corriendo de la bomba
al alambique con un cubo? ¿Untan la arcilla húmeda en las planchas
para que se seque, se la despegan de las uñas, observando cómo
revelan el estuario de líneas de sus palmas al secarse?
Junta los dos materiales puros, «partes
iguales de caolín y de petunse, lavados ambos, para la composición
del cuerpo; el cual, una vez cocido, es muy blanco y
suficientemente transparente».
William lo ha hecho. Ha conseguido lo que
solo Tschirnhaus y Böttger habían hecho antes, ha creado un nuevo
cuerpo de porcelana. No hay emperadores ni reyes implicados, no ha
habido cárceles ni tragedias. Lo ha llevado a término completamente
solo.
Y ahora quiere convertir en algo este cuerpo
de arcilla, transformar su pesquisa teórica en obra terminada.
Tiene que encontrar el modo de esmaltar y luego cocer una vasija.
Así que, acordándose del buen sacerdote jesuita, William utiliza
como base para el esmalte los mismos materiales que intervienen en
la arcilla: «Estos, molidos finamente, hacen un buen esmalte. Si se
desea más blando, deben añadirse materiales vitrificables. Los
mejores que he probado son los que dicen que utilizan los chinos,
es decir, cal y cenizas de helecho, preparados de la manera
siguiente». Y se lanza.
William empieza a implicar a otras personas.
Alguien tiene que desplazarse a Tregonning Hill y volver de lo alto
con un cesto de growan a cuestas. Alguien
ha de ir a recoger helechos, porque sé por experiencia propia
cuántos sacos hacen falta para obtener una taza de ceniza
gris.
No está tan apartado de los demás. Este
viaje privado se trueca en charla, el mundo privado se extiende a
otras personas, «muchos hombres de ingenio», vecinos, hombres
capaces y cultos.
Me doy cuenta de que el modo que tiene
William de moverse por las ideas es como el aire y la llama del
kiln, con mucha subida libre y mucho jugo, moción y discusión.
Tschirnhaus lo habría comprendido.
Está obsesionado con la visión de obtener
una porcelana más blanca que la china. Hacer algo tan blanco y tan
verdadero y perfecto que el mundo en torno se vea arrojado a las
sombras, como hace el endrino cuando florece en los setos al
empezar la primavera.
Y la obsesión de William es también una
especie de agotamiento del blanco. Es un modo de mantenerse vuelto
hacia el mundo, apartado de todas las ausencias de su vida. La
obsesión puede ser útil.