DOS Lo siento

 

I

 

DE pequeño extraía arcilla roja del borde del arroyo, le quitaba los trozos de raíces y ramas, hacía una bola con la pegajosa tierra, le clavaba el pulgar en el centro y así obtenía una tosca vasija de color rojo, manchándome las manos. Luego la cocía en una hoguera, a una temperatura que no bastaba para otorgarle ninguna utilidad, pero suficiente para hacer un recipiente de andar por casa. Se me rompía en las manos. Era poroso. Con más habilidad y un kiln básico capaz de superar los 1.000 grados podría haber trocado esta tierra roja en loza, la primera modalidad de alfarería. Y con esmalte habría podido servirme para contener algo líquido.
La segunda arcilla que utilicé en mis tiempos de colegial era de color gris y tenía el grano más fino. Con ella hice gres, un tipo de cerámica que se hornea a temperatura más alta que la loza, hasta los 1.200 grados, aproximadamente. Este gres salía del kiln con un color azul pizarra, un matiz sosegado, ligeramente apagado, que iba bien con los tonos musgosos de los esmaltes que yo usaba. Eran jarras y cuencos que resonaban al golpe. No eran translúcidos. Eran unos cacharros muy vehementes.
El tercer tipo de arcilla es la porcelana. Es mucho más suave al tacto que los otros dos. Y ha de hornearse a unas temperaturas absurdas, por encima de los 1.300 grados, para obtener las características de la porcelana auténtica: la blancura, la dureza y la translucidez, además de la bella resonancia cuando le damos un golpecito en el borde. Y aquí es donde la cosa se pone interesante. No se puede hincar una pala en la tierra y sacarla llena de arcilla porcelánica blanca, blanda y preparada, por maravillosa que resulte la idea.
II

 

La porcelana está hecha de dos minerales distintos.
El primer elemento es el petunse o lo que se conoce por el nombre de piedra de porcelana. Dicho del ingenioso modo en que se dice aquí en Jingdezhen, es lo que aporta la carne a la porcelana. Le da translucidez y le proporciona la dureza corporal. El segundo elemento es el caolín o arcilla de porcelana, que pone el esqueleto. Le da plasticidad. Juntos, el petunse y el caolín se funden a temperatura elevada para crear una forma de cristal vitrificado: a nivel molecular los espacios se llenan de cristal, haciendo que la pieza no sea porosa.
«Todo lo relativo a la porcelana china —escribe el padre D’Entrecolles con gran autoridad— se reduce a lo que entra en su composición y lo que prepara esta». A continuación nos cuenta un relato emblemático:

 

Es del caolín de donde obtiene su fuerza la porcelana, como los tendones del cuerpo. Ocurre, pues, que es una tierra blanda la que otorga fuerza al petunse, una roca más dura. Me cuenta un rico mercader que unos europeos compraron cierta cantidad de petunse, hace unos años, y se volvieron con el material a su país, con idea de fabricar porcelana, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles, porque les faltaba el caolín... Sobre lo cual me comentó el mercader chino, entre risas: «Querían hacer un cuerpo en que la carne se sostuviera sin los huesos».

 

Este relato es una magnífica pista para el viaje. Hay que comprender la naturaleza dual de esta combinación necesaria para crear un cuerpo suave, plástico, capaz de resistir la cocción del kiln. Ambas piedras tienen que ser purificadas y luego mezcladas en la proporción correcta para obtener la plasticidad que le permite a uno trabajar, así como la fuerza que permite utilizar el horno. Aumentando uno de los elementos la arcilla se hace difícil de modificar o moldear; aumentando el otro las piezas se deforman a las elevadas temperaturas que requiere la cocción de la porcelana. Pero modificando mínimamente las cantidades se pueden desarrollar variantes de porcelana que utilizar en diferentes partes del kiln. Así, por ejemplo, las vasijas hechas con un cuerpo porcelánico mitad petunse y mitad caolín pueden situarse en las partes más calientes del kiln, y las de menos contenido en caolín en las partes menos calientes. No son mineralogistas ni químicos quienes efectúan estos cambios, sino alfareros que ajustan un lote de arcilla para crear una hornada especial de objetos, averiguando por qué se han deformado unas tazas o reaccionando ante una subida de precios del suministrador de arcilla.
Alterando la calidad de los materiales que empleamos se puede hacer de todo, desde piezas imperiales hasta una taza de té para usar en un tenderete de carretera.
Y aunque es posible hacer porcelana a base de petunse, con pequeñas adiciones de otros materiales, la gran tradición de las piezas blancas y translúcidas procede de la combinación elaborada aquí en Jingdezhen hace mil años, por alfareros que trabajaban por sus propios medios.
III

 

El petunse no es difícil de encontrar por aquí, y se han excavado explotaciones mineras antiguas, de la dinastía Sung, en las cercanías de la ciudad. No hace falta ser un gran experto para extraer la piedra. Unas veces es muy dura y otras tiene la contextura del pan seco, y viene en muchísimos grados de fineza, pero la mejor de todas es «blanca y suda ligeramente y no decepciona a quienes fabrican porcelana con ella».
Todo el mundo parece estar de acuerdo en que si se fragmenta el petunse de mayor calidad aparecen marcas negras como el lu-chiao tshai, la planta que crece bajo mis pies, aquí en la ladera, y que parece una cornamenta de ciervo. Tiene motitas de mica.
El caolín es blanco y también está moteado de mica resplandeciente. Es más difícil de encontrar. El mejor se destinó a uso imperial y se consideró «oficial», con fuertes castigos a los infractores que intentasen trabajar con él. Tiene «vetas azul oscuro y máculas como granos de azúcar, es translúcido como el jade blanco y muestra máculas doradas como estrellas», escribe un funcionario de la dinastía Ming sobre las leves trazas de cuarzo y mica que tienen que eliminarse, y que lo excitan por sus cualidades líricas.
Tras quedar agotadas, las autoridades sellaron estas minas especiales, para evitar la utilización de sus vestigios por parte de personas sin rango. Al cabo del tiempo, las minas dejaron de producir, o se acercaron demasiado a algún antiguo cementerio ancestral y hubo que interrumpir la producción, y luego estos lugares pasaron a considerarse excepcionales, muy especiales y perdidos.
El caolín toma su nombre de la montaña a la que pretendo ir: Kao-ling, o Cresta Elevada.
Toda clase de especulaciones y chismorreos sobre esta montaña aparecen en una recopilación del siglo XVIII titulada Tao Shu, repleta de historias, un atropello de conjeturas y anécdotas. Contiene un registro de las familias que trabajaron en la montaña, la gradación de la arcilla según su mina y los precarios restos de material que sigue habiendo por los alrededores. La impresión que le queda a uno es un sinfín de riñas y de quejas. «Podemos estar seguros —afirma el cronista— de que se falsifican los cuatro caracteres estampados en los ladrillos de caolín.»
El padre D’Entrecolles añade, con cierta desgana, que «no habría nada más que decir sobre este trabajo si los chinos no tuviesen la costumbre de adulterar la mercancía que venden».

 

Pero, tratándose de gente que restriega pequeños granos de pasta en polvo de pimienta, para cubrirlos y poder venderlos como pimienta auténtica, no hay modo de evitar que nos vendan el petunse diluido con algún material de desecho. Por eso es necesario purificarlo otra vez [...] antes de meterlo en la porcelana.

 

Me doy cuenta de lo caseras que resultan las obsesiones occidentales en comparación con la energía clasificatoria que hay aquí, en esta montaña, en esta ciudad. Hay cientos de listas en que se tabula la calidad del petunse y del caolín —antiguo certificado, antiguo superior, antiguo mediado, barridos. Hay vetas o minas especiales que tienen nombres poéticos. Hay informes seculares en que se especifica dónde encontrar estos materiales, cómo limpiarlos, embarcarlos, comprarlos y venderlos. Y cómo combinarlos luego para obtener la porcelana propiamente dicha.
Pero viendo cómo me advierten las crónicas de posibles «errores y confusiones», me doy cuenta de que todo lo que se afirma sobre la porcelana está sujeto a discusión y mentís tóxicos. A partir de la dinastía Sung, los expertos polemizan sobre la identidad, el valor y el significado de estas mercancías, mil años de afirmaciones y rechazos que siguen produciéndose hoy, en torno a la idea de pureza.
IV

 

Por fin hemos emprendido el camino hacia el monte, subiendo y bajando por un estrecho valle por el que fluye un torrente, cuando paramos el auto. El sonido es extraordinario, un tamborileo rítmico, apenas distinto de un ritmo normal, lo suficientemente alto como para oírlo desde la carretera del pueblo.
Me lanzo en dirección al pueblo. Las viviendas son bajas y abiertas, los techos medio derrumbados están sujetos con palos, troncos hendidos en ángulos perversos. Me agacho para pasar bajo un techo de paja en muy mal estado y me doy un golpe contra una viga que me hace ver las estrellas. Tomo asiento, pesadamente. No hay nadie aquí. Hay libélulas rojas volando muy cerca del agua, dejando trazas de su recorrido, antes de marcharse y desaparecer.
V

 

El cobertizo debe de tener unos quince metros de largo por siete y pico de ancho, el suelo es de tierra apisonada, con tres agujeros donde funcionan los martillos pilones, alzándose en el aire para caer enseguida. Es hipnótico.
Traen el agua del arroyo saltarín: entra por una esclusa y luego hace girar la rueda de agua que mueve los martinetes. Es una técnica que no ha cambiado en nada desde hace siglos, pragmática y corregible. El Tao Lu me dice que es estacional y que en primavera, con mayor caudal de agua, en estos cobertizos se instalan más martillos y se muele más finamente el petunse; durante la canícula, en cambio, hay menos fuerza y la piedra queda más granulosa. Ahora, por consiguiente, estamos en la temporada lenta del año.
Aunque dispongas de un montón de piedra porcelánica, lo que te hace falta es un polvo fino y puro, que pueda pesarse y transportarse con facilidad. Para preparar el petunse hay que romper la piedra extraída en pedazos más pequeños, no mayores que un huevo de codorniz. A mi izquierda hay un montón de metro y medio de piedra rota. Estos fragmentos pueden luego colocarse en un mortero —un simple agujero de algo más de un palmo de profundidad—, para que allí los muela el martillo.
En el exterior hay pozas en que se vierte la lechada de piedra blanca pulverizada, para a continuación removerla vigorosamente con unas palas. Ahí, dicen mis notas de hace dos siglos, es donde «tras dejarla en reposo durante un momento, se creará una especie de crema superficial con cuatro o cinco dedos de espesor». Hay que abrir una puertecita de compuerta y dejar correr la crema hasta el próximo depósito, eliminando el residuo grueso, repitiendo la operación hasta obtener un barro blanco y espeso. Este se pone luego a secar al aire libre, en pozas poco profundas, hasta que se oscurece el esmalte superficial y aparecen fisuras, momento en que se extrae el material de la poza y se coloca en lechos de ladrillo para que siga secándose, hasta que pueda cortarse con una azuela de hoja fina, para hacerlo lingotes, ponerles un sello y apilarlos.
A mi derecha hay rimeros de lingotes ya preparados, secándose, y una pila contra la pared. Tomo uno de ellos y veo que parece glaseado con azúcar, como una galleta Lebkuchen, y que por dentro son densos y dulces, con motas plateadas, amarillas y verdes.
Petunse significa pequeño ladrillo blanco en chino. Son más cortos y más gruesos que los ladrillos europeos de construcción. Vienen a pesar un par de kilos cada uno.
Levanto uno, lo vuelvo a poner en su sitio y luego lo levanto otra vez. Garrapateo un mensaje de disculpa —perdón, les he robado un ladrillo— y lo dejo allí con cinco yenes, y de inmediato emprendo la difícil subida hasta la carretera.
El oro blanco
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