Capítulo 62
Lo mira de arriba a abajo sin entender nada. Sabe que está a su merced y no puede hacer nada para evitarlo.
Se siente mareado, la vista comienza a nublarse y un escalofrío le recorre la espalda. Cae en cuenta que esas sensaciones son producidas por la falta de oxígeno en su cuerpo...no está respirando. Segundos antes de colapsar fuerza a sus pulmones a llenarse de aire; primero da grandes bocanadas para luego paulatinamente respirar más tranquilo. La sensación de malestar se desvanece. Con mucho pesar la visión vuelve a mostrarle a su enemigo frente a él, arma en mano fumando un cigarrillo como si fuese el dueño del lugar.
Nadie, salvo Santiago, le causa ese contraste en sus sentidos dejándolo casi al borde de la muerte. Ya en otra oportunidad tuvo que ser asistido por su médico para evitar entrar en coma, cuando su más férreo enemigo le ganó la partida con un espécimen similar a Leo, y entonces perjuró que nunca iba a pasar por lo mismo, pero evidentemente falló en la promesa que se hizo a sí mismo.
Progresivamente vuelve a recuperar la fuerza pero igualmente necesita de su ayuda para sentarse en una silla. Mientras lo hace no deja de mirarlo absorto por su presencia.
–¿Cómo...? –dice el viejo desde la silla.
–¿Cómo es que estoy aquí? –termina la frase sin dejar de apuntarle con su arma.
Asiente con la cabeza débilmente a la vez que da un paneo con la mirada de todos los muertos que hay en el lugar.
–Digamos que es bastante simple, pero a la vez tan extraño que llega a ser escalofriante.
Toma una silla y se sienta frente al viejo. Antes de hablar con él, gira y les da a sus hombres la orden de que aseguren el perímetro. No quiere que lo tomen por sorpresa si llega Jonás antes de poder empezar con sus experimentos.
–El momento finalmente ha llegado. Y gracias a vos conseguiré lo que siempre he anhelado –dice con una sonrisa siniestra.
–No comprendo –responde el viejo.
–¿Viste al espécimen que tanto has estado buscando?
–No sé de qué me hablás –contesta dando un énfasis de duda para disimular la verdad.
–No es necesario que me mientas, pitufo. Sabés de quién hablo –dice molesto por la mentira del viejo–. Es el hombre con el cual tu científica pudo construir la máquina que tanto querés tener, pero por lo que veo aún lo necesitás porque no funcionó como deseabas, ¿no es así?
Resignado contesta afirmativamente. Piensa que quizás, si lo mantiene hablando, gane un poco de tiempo hasta que llegue Jonás con sus hombres y lo puedan salvar de esta situación comprometida.
–Bueno, a ese tal Leo que buscás tan ansiosamente...
–¿Lo conocés? –interfiere en la frase.
–¿Que si lo conozco? Soy su mejor amigo; fui testigo de su casamiento y hasta me pidió que sea el padrino de su hijo.
–Pero, no entiendo. Demasiada...casualidad –dice dubitativo–. Es imposible.
–Él te contestaría que las coincidencias no existen, y por lo visto tiene razón en varias cosas. Es el destino, como expresaría él.
La resignación de DuPont se hace presente por primera vez en su rostro. Ya no tiene el semblante duro ni maléfico de siempre, ni tampoco de sorpresa por las cosas que está escuchando últimamente. Al contrario, expresa desgano y decepción. Y todo el resto de su cuerpo exterioriza la misma sensación; los hombros caídos, la espalda arqueada hacia adelante, la cabeza casi paralela al suelo. Todo en él muestra rendición y Santiago lo percibe. Se siente triunfante al ver a su enemigo abatido.
–Entonces planeabas utilizar esta nueva máquina conectada a Leo directamente, ya que la original falló –explica para sí mismo a la vez que lo observa desde la distancia.
No dice nada. Se queda callado sin decir palabra alguna esperando alargar cada vez más el tiempo.
–Ya veo –continúa diciendo–. Querés usarla para encontrar la tan ansiada cura de tu enfermedad, ¿no? –pregunta señalando con su dedo hacia la oficina vidriada.
Prolonga el silencio lo más que puede.
–Vamos DuPont, no te comportes así. Somos viejos adversarios y ahora estás bajo mi control, así que no es necesario que te pongas misterioso conmigo.
–¿Cómo sabías para qué lo necesitaba?
–No fue muy complicado de descubrir. Tenés poder y dinero, lo único que queda es que estés desesperado buscando la cura de tu padecimiento.
A su mente llegan imágenes de hace muchos años atrás. Se ve a sí mismo en una sala de reuniones imponente y, frente a él, diez de los mejores médicos de todo el mundo observándolo inmutables. Recrea el hecho como si hubiese sucedido ayer mismo.
Ante la falta de actitud se incorpora de la silla de ruedas en la que se encuentra luego de haber sido internado y les grita desaforado.
–¿Cómo que no tienen ninguna respuesta? –vocifera colérico al punto de escupir saliva sobre los hombres que tiene frente a él.
El doctor con más experiencia toma la palabra, no sin llegar a sentir miedo como nunca por la humanidad del paciente.
–Señor, debe entender que no es...
No concluye la frase que es interrumpido por DuPont, más azulado que de costumbre a medida que la ira se incrementa con el transcurrir de los minutos.
–¿Entender?, ¿qué demonios debo entender?
Con sus manos abre la camisa de una sacudida ocasionando que los botones de la misma salgan despedidos por toda la mesa. Los doctores de cabecera ya lo habían visto en esa situación pero el resto se ve sorprendido por lo que tienen ante sus ojos. Más de uno de ellos pensó que el tono azulado de su rostro solamente se limitaba a esa área de su cuerpo, pero la imagen que tienen ante sí demuestra que el tinte azul se extiende por todo el resto de su persona.
El más joven de todos, inexperto en cuanto a relaciones humanas y sin conocer el temperamento del paciente, emite una risa inconscientemente, a la vez que balbucea como hablando para sí mismo.
–Se parece a un pitufo.
El inconsciente le jugó una mala pasada; la frase no sonó tan baja como se la imaginó sino que fue escuchada claramente por el resto de los presentes. Un albino sale del rincón oculto en donde se encontraba, lleva su mano hacia el interior de su ropa y con gran precisión y determinación dispara hacia el joven médico. El único sonido que se escucha a continuación es el del muerto que se desploma sobre la mesa.
A partir de entonces, el millonario Mau Joseph DuPont es conocido por el sobrenombre que el joven y difunto médico dijo y que lo sentenció a su muerte...El Pitufo.