Capítulo 51

 

 

A lo lejos se puede escuchar el silbido del tren que está arribando a la estación. Una voz en off alerta a los pasajeros que viajan hacia Valencia que se preparen para abordarlo.

–Bueno, el tema de conversación es muy interesante pero es hora de posponerla por ahora –comenta al tiempo que se incorpora de la silla del bar–. ¿Nos vamos Leo?

–Pero si me querés a mí, ¿para qué querés ir a Valencia?

–Vamos a Valencia a visitar a un viejo adversario.

–¿Vas a matar al pitufo?

–¿Matarlo? –lleva su mano al rostro como si lo ayudase a pensar–. Puede ser una consecuencia pero no es mi intención...aún.

–Con él o conmigo podés hacer lo que te plazca pero, ¿me vas a ayudar a rescatar a Alex? –traga un poco de saliva para evitar llorar frente a Santiago.

–Todo depende de vos. Si me ayudás, yo te ayudo. Favor con favor se paga, dicen.

–¿Puedo confiar en tu palabra?

–Seguro Leo, ¿o acaso no somos amigos?

La frase entra en su mente como cuando una persona usa un cuchillo para picar el hielo. Hace rato que Santiago dejó de ser su amigo y por más que lo ayude con Alex, dista mucho de volver a serlo.

 

El tren está desacelerando. Por la ventana puede observar cómo se convierte lo que hasta ahora era campo en edificios de la ciudad.

Por fin llegamos. No puedo creer la suerte que tuve de que no me vieran” –piensa mientras cabecea hacia un lado para mirar por el pasillo hacia el vagón de adelante.

Por escasos centímetros no es golpeada en la cabeza. Un guarda que transita por el pasillo avisando a los pasajeros del arribo a Albacete esquiva el cuerpo de Aldana justo en el preciso instante en que ella se asoma de su asiento.

–Perdóneme señorita –se excusa innecesariamente el oficial.

–No se preocupe, no sucedió nada –contesta sin mirarlo a los ojos.

Por unos segundos se ubica en el asiento pero luego inclina su cuerpo en dirección contraria hacia la ventana que da al andén. Mira en todas direcciones. No conoce a Leo pero piensa que lo puede distinguir entre la muchedumbre que se encuentra en la plataforma a la espera de ascender a la formación.

En un instante dado ve, a poco más de veinte metros, a un grupo de hombres algo particulares. Solo uno de ellos desentona del resto, lo que la hace pensar que puede ser él. Toma su celular y se dispone a marcarlo cuando algo que no sabe qué es la detiene. El que está junto al que ella piensa que es Leo le parece conocido. No sabe de dónde ni en qué contexto pero algo en esa persona le llama la atención. No le quita la mirada de encima; inclusive saca parte de su cuerpo por la ventana abierta cuando el grupo sube al vagón detrás de ella.

Sensaciones de temor la invaden. Es como si estuviese reviviendo algo que ya sucedió, pero no sabe qué. Solo reconoce que el sentimiento de pánico ya lo experimentó, y que esa persona estuvo involucrada en ocasionárselo anteriormente.

 

El oficial de plataforma le solicita los boletos amablemente. Ni se percata que los tiene en la mano en una actitud clara de ofrecérselos al oficial, pero nunca hace la entrega de los mismos para que los revise. Cuando siente que son retirados de su mano vuelve en sí mismo.

–Asientos 11A y 11B –dice cortésmente el guarda–. Son los segundos asientos del corredor, señor.

–Gracias –responde Santiago a la vez que empuja a Leo para que suba al tren.

Toman el pasillo de su derecha. En el momento que comienzan a recorrerlo, tres chicos que corren sin importarles nada los empujan al punto de casi hacerlos caer.

–Malditos mocosos, ¿dónde carajo están sus padres? –les grita sin tapujos. Ni se percatan de que alguien les grita y siguen con sus travesuras.

–No soporto a los adolescentes maleducados –masculla en dirección de su amigo.

Hace caso omiso del comentario. Lo único que le importa es encontrar a su hijo y liberarlo, aunque aún no sabe cómo. Por un lado está el albino que lo tiene secuestrado y por el otro está Santiago que lo mantiene obligado a seguirlo a base de amenazas. Y casi se olvida de Aldana, que si bien ocasionó todo el problema, ahora lo está ayudando a resolverlo. Y todos ellos se encuentran en el mismo tren.

No hay manera de que esto termine bien para alguien” –razona en el instante en que ocupa su asiento.

Los mercenarios toman asientos separados. Uno de ellos se sienta dos lugares mas adelante mientras que el otro ocupa un asiento detrás de ellos, en diagonal.

–¿Y ahora qué? –inquiere a Santiago que se encuentra a su lado.

–Ahora llama a tu noviecita que la necesitamos.

Dios no juega a los dados
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