Capítulo 55
Un guarda recorre los pasillos de los vagones explicando a los pasajeros que, en breves minutos, estarán arribando a la ciudad de Valencia donde el tren finaliza su recorrido.
Desde que recibió la noticia no puede dejar de sonreír. Su tan anhelado sueño finalmente fue alcanzado y sin siquiera interceder al respecto. Se pone a pensar en lo sucedido, en su amigo, y un escalofrío recorre por su espalda.
“Esto sí es paradójico. O su Dios tiene un extraño sentido del humor o Leo tiene razón en todo” –piensa mientras lo mira desde la lejanía.
Advierte que le devuelve la mirada pero no es una mirada amigable, sino más bien como si fuese un enemigo que odia de toda la vida.
“Ahora que lo tengo todo, ¿qué hago con vos? Quería usarte no solo para ayudarme a ser poderoso sino para evitar mi muerte pero si es cierto lo que pensás, no sirve de nada que veas mi futuro”
Quiere poner a prueba la teoría de su amigo y decide seguir según lo planeado. Inclusive, si todo es como dice, esta decisión no es tal, por lo que no le queda otra opción que continuar con la operación.
Se incorpora y llega junto al asiento; las cuatro personas que se encuentran en el lugar se quedan impactadas al verlo con esa sonrisa funesta que tiene dibujada en su rostro. Ninguno de sus hombres tiene la osadía como para preguntarle qué le sucede, pero Leo lo hace sin miramientos.
–¿Se puede saber qué te pasa?, ¿mi sufrimiento acaso te causa alegría?
Aldana puede ver que el estado de su nuevo compañero es peligroso, que no está bien y puede causar muchos problemas si llegase a actuar de acuerdo con sus sentimientos. Posa la mano sobre su brazo e inflige una leve presión; de esta manera espera que se dé cuenta que debe calmarse, y al parecer entiende el mensaje que le está dando.
No gira para observarla pero sabe lo que quiere decirle por el contacto con su brazo. Como si fuese uno de los mejores actores de cine, se aplaca y sosiega de tal manera que la expresión de odio de su rostro se convierte en completa indiferencia hacia Santiago.
–Digamos que recibí una muy buena noticia –responde manteniendo el gesto de regocijo–. Y en cierta medida vos estás algo involucrado al respecto.
–No entiendo –inquiere extrañado.
–No te preocupes...todo va a llegar a su tiempo.
A sus dos hombres les hace un gesto para que se alisten. En escasos minutos estarán llegando a Valencia y no quiere perder al grupo de Jonás por más que cuenten con un dispositivo para localizarlos.
–Revisen todo que no quiero tener problemas.
–¿Qué hacemos con ellos, señor? –cuestiona uno de ellos al momento en que señala con su mano a los dos prisioneros que tienen enfrente.
–Procura que no llamen la atención.
–¿Se va usted? –consulta el otro.
–Voy a conseguir un vehículo para perseguir a nuestros adversarios. Nos encontramos en la puerta de la estación en veinte minutos.
–Sí señor, no hay problema.
Se acerca al primero de sus hombres a escasos centímetros de su oído; entretanto posa su mano por detrás del cuello presionándolo con firmeza causándole dolor.
–Por tu bien te conviene que nada malo les suceda, ¿está claro? –aunque sea un susurro, queda claro el tono de la amenaza.
No emite ningún sonido. En cambio asiente levemente con la cabeza, aunque le es un poco difícil de realizar por el dolor que le causa sobre el cuello.
Los pasajeros comienzan a descender de los vagones uno detrás de otro de manera metódica y ordenada. Una persona de seguridad les indica que ya pueden acercarse a la salida; les consiguió una rampa para que bajen al joven de la silla de ruedas sin inconvenientes y pueden utilizarla ahora.
–Dimitri, bajalo y vayan hacia la salida; una camioneta los van a estar esperando. Ustedes los siguen unos metros detrás.
–¿Y usted?
–Yo voy en unos minutos –responde observando por la ventana hacia el andén.
–¿Qué está buscando?
No contesta. Inclusive ignora lo que le pregunta al punto de pensar que ya se fueron del lugar.
Se queda esperando, agazapado en las sombras del vagón. Continúa con la sensación de que una sombra lo sigue y necesita descubrir cuál es.
Baja la persiana de la ventana dejando una hendidura por la cual puede ver hacia el exterior sin llegar a ser visto desde afuera. Se recuesta sobre el asiento y aguarda.
No son muchas las personas que caminan por el andén, pero entre todas ellas forman una marejada de cabezas que hace dificultosa la identificación para cualquier persona normal pero no para él. Gracias a su gran experiencia no necesita ver directamente a una persona para reconocerla; le basta con detectar ciertas actitudes y movimientos para llamarle la atención y con eso darse cuenta de que es el individuo que busca.
Pero no es este el caso. Observa a todos los que transitan pero nada le parece sospechoso. Y cada vez la marejada de cabezas se hace más dispersa. Son muy pocos los que quedan por transitar enfrente de él y no se percata de nada anormal.
Se exaspera. No puede ni quiere creer que sus instintos estén empezando a fallarle. Desiste de la vigilancia y se incorpora al momento en que un oficial del tren se hace presente.
–Disculpe señor, pero debe descender del tren –indican cortésmente.
Con su mano cerrada en forma de puño golpea al guardia que cae por la fuerza del impacto contra la ventana opuesta rompiendo el vidrio en miles de pedazos.
Toma su bolso, camina hacia la salida y gira hacia la puerta de descenso. Antes de dar el primer paso sobre la escalinata se detiene con la vista enfocada hacia delante.
“¿Qué hace ella acá?”