Capítulo 60

 

 

–¿Está seguro que debería funcionar como dice? –consulta al ver la complejidad de la máquina que tiene ante sí.

Christian no es como cualquier otra persona. Lo acompaña desde hace muchos años y lo ha ayudado en innumerables ocasiones. Para los trabajos sucios lo tiene a Jonás, su hombre de armas, pero para el resto de las cosas cuenta con su secretario, más fiel que cualquier perro con su amo. Llega a tanto la confianza que le confiere que dispone del permiso de DuPont para contradecirlo o rectificarlo si entiende que está equivocado. Si fuese cualquier otro el que lo hace aparecería en una zanja asesinado por Jonás, pero no con él. Ha aprendido a sobrellevar el carácter malévolo de su jefe y eso le permitió manejarse con holgura dentro de la corporación de DuPont.

Si bien a Jonás nunca le concedió el título de amigo, sí se puede decir que lo es Christian si se lo llegase a plantear seriamente.

–Al parecer voy a necesitar también a la licenciada que construyó esta máquina –responde DuPont al verse frustrado por las pruebas que resultaron insatisfactorias.

–Quizás tengamos suerte y con este tal Leo sea suficiente.

–Lo dudo, pero por si acaso voy a hacer que la traigan.

Camina rumbo al escritorio cuando ve algo en la lejanía que lo preocupa. Aparenta ser la cabeza de un hombre escondido detrás de un armario cercano a la puerta, inmóvil, y al parecer a la espera de algo. Con un ademán le indica a la persona a su lado que tome su arma y lo elimine pero ahora recuerda que no es Jonás el que está ahí sino que es su secretario...y él nunca porta armas.

Antes que se den cuenta el hombre misterioso se hace visible, y un mar de maldiciones llega a sus oídos.

–¿Qué carajo hacés ahí escondido?, ¿acaso me estás espiando, maldito estúpido? –la habitación hace resonar el grito como si fuese en un estadio de fútbol.

–Disculpe señor, no fue mi intención asustarlos –responde Dimitri titubeante ante la embestida de DuPont.

–¿Qué se supone que estás haciendo aquí? –avanza hacia él con paso firme y amenazante.

–Jonás me ordenó que venga a custodiarlos ya que salió a buscar a alguien –responde temeroso–. Creo que va a buscar a Leo.

El rostro del viejo se distorsiona completamente. De la cara de odio y veneno que tenía hasta el momento en que habló Dimitri, se convierte ahora en una expresión de esperanza y satisfacción como la de un niño que recibe su regalo de navidad.

–Finalmente, Leo va a estar acá en minutos –dice exultante.

Se escucha un estruendo en la entrada. Christian gira sobre sí mismo para ver qué es lo que sucede cuando siente un fuerte dolor en el pecho. Lleva su mano hacia el torso y luego de unos instantes la retira temeroso por lo que siente. Baja los ojos y puede observar que lo que tanto miedo tiene de ver es real...la sangre sale a borbotones por dos orificios que tiene en su pecho. Por más que los tape el daño esta hecho y no hay nada que pueda hacer para revertirlo. La visión se hace nubosa, los oídos bloquean todo el sonido del lugar, la respiración cada vez más pausada y dificultosa. Intenta mantenerse en pie pero siente que su cuerpo pesa tres veces más de lo que es realmente; se desploma primero de rodillas para luego caer de frente al suelo. Respira cada vez con más dificultad, como un pescado fuera del agua. El dolor del pecho lo sofoca al punto de bloquearle la respiración casi por completo. Luego de unos instantes, el secretario fiel de DuPont deja de respirar muriendo a sus pies.

 

Ligero como una pluma el ruso vuela por los aires empujando consigo a DuPont detrás de un escritorio, a la vez que toma su arma y comienza a disparar en todas direcciones. El sonido de los disparos es incesante; son tantos y tan seguidos que da la sensación que es un solo hombre con una ametralladora el que entró a la sala, pero no es así. Antes de caer detrás del escritorio alcanzó a distinguir que eran más de tres las personas que entraron y que ahora les están disparando y teme lo peor.

Está solo en la habitación, con un viejo miserable a su lado y con tan solo un cargador adicional para recargar su arma. Debe hacer tiros certeros para no desaprovechar municiones, pero no sabe aún cómo.

El escritorio que les sirve de protección se transforma ahora en un callejón sin salida. El refugio los protege momentáneamente pero si no hace algo pronto se van a ver encerrados y rodeados por los asesinos. No le queda otra opción que contraatacar. Sin miramientos empuja con los pies a DuPont hacia un costado del mueble mientras que él toma envión para salir por el lado opuesto. Cuenta con que ese movimiento sirva de distracción y que los hombres armados le disparen al viejo y así él poder asesinarlos uno por uno teniendo el factor sorpresa de su lado.

Pero el plan no resulta como lo ideó. En el instante en que DuPont aparece fuera del mueble, los atacantes dejan de disparar. El ruso, con medio cuerpo afuera, puede ver cómo todos observan al viejo endeble pero ninguno lo apunta directamente.

Sin dudarlo, comienza a dispararles con la mayor velocidad posible para no desaprovechar la oportunidad. El primero cae instantes antes de que se escuche el segundo disparo, por el cual se desmorona otro de los hombres. Los demás están fuera de su campo visual y es entonces cuando comete el error. Coloca la mano libre sobre el suelo para incorporarse pero con el infortunio de perder el control sobre el arma. Trata de asirla con fuerza pero ya es tarde. Una bota está pisando su arma impidiéndole que la pueda tomar. Al alzar la vista lo único que puede ver es la cara de un hombre con un ojo ensangrentado, y luego ve el destello producido por la bala que sale disparada del arma con la que le apunta.

 

La sangre lo salpica un poco pero ni se inmuta. La satisfacción que siente al ver al viejo a su merced es suficiente droga como para obnubilarlo por completo.

No obstante, el viejo se limpia los ojos para poder ver mejor el cuadro que tiene frente a él y así intentar entender qué es lo que sucede.

Con el mercenario ya muerto, se acerca al otro lado del escritorio con el arma en la mano. La visión del viejo tirado en el suelo, asustado y nervioso le genera satisfacción. Tanto es así que no puede contener la carcajada que le provoca la situación.

–Al fin nos volvemos a ver las caras, pitufo –dice aún sonriente.

Dios no juega a los dados
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