Capítulo 2
Leo observa sin quitar sus ojos de la taza cómo el azúcar cae de su cuchara hacia el café que está preparando. Piensa en el malestar que va a tener por la noche por el café de mala calidad que compraron sus compañeros de trabajo y se resigna a tomarlo.
Se dispone a sentarse en su cubículo y a encender la computadora cuando lo embarga una sensación de encierro moderno; cercado por tres mamparas azules que casi llegan hasta el techo, una única entrada a la prisión que sirve como ingreso de aire enrarecido, varios papeles intrascendentes colgando de las paredes y un monitor de quince pulgadas que le indica que ingrese las credenciales para comenzar a sufrir.
Este es un día normal en la vida de Leo; rutina, rutina y más rutina.
Lo único que lo satisface es la sonrisa de su hijo Alex de doce años. Aunque sufrió mucho por la muerte de su madre producto de un extraño accidente, siempre tiene una sonrisa para aliviar el ánimo propio y ajeno.
Tienen una buena relación entre padre e hijo y comparten todo el tiempo que es posible, siempre y cuando sus suegros no reclamen a su nieto para estar con él. Luego de la muerte de Tiara, sus suegros lo culparon injustamente por el accidente y la relación nunca más fue la misma. Esto a Leo lo incomodó un poco al principio, pero con el tiempo se fue acostumbrando a la relación distante con ellos y no tuvo más remedio que aceptarla.
Se siente un poco incómodo con su trabajo pero no tiene otra opción; necesita el dinero para mantener su vida. Alex va al colegio, al club a jugar al futbol, debe pagarle a la niñera y no quiere pedirle ayuda a sus suegros. Sus padres fallecieron hace tiempo, es hijo único y no tiene contacto con ningún otro familiar. Tampoco tiene pareja desde la muerte de su esposa hace unos años, lo que causa que la soledad lo esté carcomiendo internamente.
Lo único que lo ayuda a mantenerse íntegro, además del amor por su hijo, es su fe. Cree en Dios y en el destino de manera incondicional pero no cree en la doctrina de la Iglesia. Piensa que toma lo más puro de la fe y le pone ladrillos encima, sin abocarse a lo que realmente es la religión.
Una vez tuvo una discusión sobre el tema con Santiago, su mejor amigo de toda la vida.
–Estás equivocado Leo, está mal lo que decís.
–Mira Tima –así es como lo llama a su amigo–, puede ser que tengas razón en tu forma de pensar pero como yo te respeto, también me gustaría que respetes lo que pienso.
–¿Pero estás seguro que es eso lo que vos crees? –pregunta sin poder entender lo que opina su amigo.
–Sí Santiago, es lo que yo creo y en base a eso vivo.
–¿Me vas a decir que el destino te quitó a Tiara?
–No, no digo eso. El destino no me la quitó...ya estaba establecido que se vaya, y yo no podía hacer nada al respecto.
Santiago continúa revolviendo el café sin poder quitarle la mirada de encima a su amigo de la infancia. No comprende cómo siendo alguien inteligente pueda cegarse a la razón ante algo espiritual.
Pero Leo está más que seguro de sus creencias y, según él, no existe ninguna forma ni científica ni teológica que lo explique.