–Los egipcios la llamaban la Puerta del Ka -continuó el anciano-, el paraíso de los Príncipes de Heliópolis, al que llegaban sobre las alas de Osiris. Los mayas de Atitlán, los supervivientes de la Atlántida, lo hacían atravesando el núcleo de fuego de este planeta… El nombre que se le dé, como la manera de llegar, es irrelevante. Lo que importa es saber que has llegado al eje, al centro espiritual supremo donde se fusionan alfa y omega, el origen y el más allá. Ahora bien, como en los mandalas tibetanos, como en los rosetones cristianos, el punto de tránsito de lo visible a lo invisible es único para cada hombre. El tuyo sólo puedes encontrarlo tú mismo… Y no tengo la certeza de que lo que te queda por ver pueda ayudarte. Escúchame bien, Manuel Nájera, ¿verdaderamente quieres conocer las raíces del vino de Noé?
Manuel asintió, plenamente consciente. Un paso más hacia la oscuridad podía depararle la iluminación absoluta o la caída en un abismo aún más negro que la misma muerte.
El monje enfocó su lámpara hacia el hondón de la cripta y, como en el relato maravilloso de Alí Babá, la luz azul iluminó un tesoro: centenares de tinajas del tamaño de un hombre, todas perfectamente ordenadas y empastadas por una gruesa capa de polvo que acreditaba su antigüedad.
Manuel dejó caer la copa que sostenía en su mano y se hizo añicos a sus pies. Komay pasó su palma sobre una tinaja, y a medida que apartaba el polvo se revelaba la inconfundible arcilla negra, rematada con una incisión que unía el pez y el cordero dentro de un círculo coronado por una estrella y una cruz. La clave que se repetía sobre la losa y la Puerta de Mulbek. La misma que vio por primera vez muchos años atrás en la cueva número cuatro de Qumrán.
¿Sería la cueva de Tielontang la número cinco? ¿Qué iba a encontrar? ¿Qué le esperaba dentro de aquellas tinajas?
Sin saber si el mundo se hundía bajo sus pies o el cielo se abría en espirales de locura sobre su cabeza, Manuel tuvo una sensación de vértigo aterrador. Tuvo que apoyarse en la pared de la cripta y, pese al frío, rompió a sudar copiosamente. Para acabar de convencerle, el monje metió su mano en la vasija y extrajo uno de los pergaminos que la rebosaban. Veinte años atrás hubiera dado su vida a cambio de un vestigio de aquel pergamino. Y ahora, cuando había renunciado a la búsqueda, se encontraba con centenares perfectamente conservados y marcados con el mismo sello.
Desde los tiempos de Qumrán y Engaddi, los esenios venían preservando como su mayor secreto una sabiduría milenaria que había producido a Cristo, el gran testigo solar, pero también al gran príncipe de Egipto que fue Moisés, a aquel sabio babilónico que se llamó Noé, incluso a aquel mago caldeo, nacido en la ciudad de Ur, conocido como Abraham. Por las citas descifradas en los propios rollos, Manuel sabía que Qumrán sólo suponía el preámbulo de un conocimiento oculto y de una gran biblioteca jamás hallada donde convergían todas esas fuentes. Incluso se había llegado a emparentar a los esenios con los atlantes, con los mayas, y aun con los nagas del Ramayana. ¿Pero para qué apelar a la fantasía cuando aquella realidad era más fantástica que todos los mitos? Cuando Abba Komay extrajo aquel pergamino de inconfundible escritura cuadrada, Manuel Nájera supo que se trataba de un documento aterradoramente real: el tesoro que nunca se encontró en Qumrán.
Allá, oculta en la heladora cripta del monasterio de Tielontang y celosamente guardada en cien tinajas de barro negro, de pronto tenía ante sí la mítica Biblioteca de los Cananeos, donde el Segundo Isaías había compilado toda aquella sabiduría esencial. La misma donde, según las crónicas herméticas, se guardaba la versión príncipe del Evangelio del Mesías. Ese Testamento manuscrito por el Hijo de Dios, obsesivamente buscado a lo largo de dos mil años y jamás encontrado. La verdadera historia de Jesús el Cristo contada por Él mismo, desde su nacimiento hasta… ¿Hasta dónde? ¿Hasta su regreso las estrellas?
No, eso ya no pudo soportarlo. Aterrado, Manuel echó a correr en la oscuridad, escaleras arriba. No se detuvo hasta que alcanzó el claustro y pudo respirar a la luz plena de la tarde, libre por fin de aquella pesadilla. El Libro de Cobre, el Libro de Piedra, el Libro de Cristal, y ahora aquellas tinajas repletas de pergaminos… ¿Qué eran sino pasadizos de ese laberinto interior donde llevaba toda una vida buscándose a sí mismo? Una vez más respondía huyendo como un loco a través de un bosque de preguntas sin respuesta, preguntas como puertas cerradas que al final prefería no abrir, pues en cada una de ellas leía nombres que sólo significaban espejos deformados de sí mismo, diferentes formas de caer hasta el fondo del más negro de todos los abismos.
Si los esenios habían llegado hasta Tielontang, y allá estaba todo, ¿qué sentido tenía su traducción de la gran losa de Mulbek? Esas palabras, esa terminología sin precedentes, luz palpitante, estrella Origen, hijos de la raza solar o aquel inverosímil todo Hombre lleva dentro de sí el embrión de un ángel. ¿A qué remitía todo ese lenguaje resonante sino al eco de las tinajas de Qumrán? Asimismo, el Buda barbado de Mulbek, ¿qué era sino un hermano del Cristo de rasgos orientales de Tielontang? La fusión perfecta, el Buda Blanco, el divino Maitreya profetizado por Sakyamuni, encarnado en ese definitivo Cristo Omega. Entonces, ¿qué demonios había dentro de esas vasijas? ¿La Biblioteca de los Cananeos, el Testamento de Cristo, o tal vez algo todavía más alucinante, una teofanía que situase las figuras de Buda y Cristo en una misma línea, la de esos Fundadores de rostros resplandecientes, irradiados por la luz del mana, los vástagos de la raza solar que fundaron las bases de una nueva humanidad entre las puertas de Teotihuacán y Tiahuanaco, entre la cumbre del Kailas y la caverna de Tielontang? Pero si esto era así, en definitiva, ¿con qué podía encontrarse cuando comenzase a traducir el Libro de Cristal?