Se reía de sí mismo, porque ¿acaso no era él quien solía decirme que no puede haber fe sin alegría, ni humildad sin una cierta comicidad, ni sabiduría sin un punto de ironía? Cuando más entusiasmado estaba con algo que acababa de descubrir, pagaba una ronda de maltas y no dejaba de hablar, como si le poseyera un estado de conciencia cercano al trance donde se mezclaba la perorata del sacamuelas y la demoledora convicción del predicador, poseído por su propia visión de mundos nuevos y cielos nuevos. Era un místico y un borracho, eufórico, depresivo, ciclotímico, genial, el príncipe de la vida y el profeta a quien nadie cree, un ángel caído y el hombre que se eleva hasta el ángel, y a quien por sólo intentarlo ya aborrecemos. Podemos ser muy condescendientes con los que caen, pero no soportamos a los que se elevan. Basta un centímetro: disparamos a matar.
Diez años antes, en San Sebastián, cuando me presentó a Carmen, llegué a odiarle, como envidiamos y odiamos siempre a los hombres que tienen éxito en el amor. Esa era la fuente de su poder, probablemente esa fue también la razón de mi traición. A través de ella, me vengaba de él. ¿Hizo ella lo mismo conmigo? ¿Y él, por qué lo consentía todo, a qué jugaba con nosotros? Aquel excitante menage à trois acabó por convertirse en tres vueltas de una soga al cuello. Cada intento por escapar apretaba los nudos, mientras íbamos resbalando por la pendiente con una copa en la mano y un revólver bajo la almohada.
Existe un momento en las crisis de las parejas en que roza los labios una confesión definitiva: «Te quiero más que a mi vida, perdóname y empecemos de nuevo. Por favor, créeme, déjame enamorarte como la primera vez». Seguro que en los días finales este pensamiento cruzó ante los ojos de Carmen y Manuel. Cualquiera de ellos hubiera podido pronunciar las palabras justas. Aquel día, en lugar de eso, él le dejó un mensaje anunciándole que no iría a cenar. Y ella se dejó caer por la fiesta donde yo intentaba olvidarla, deseando no volver a verla.
Hacía calor, un calor sofocante, incluso en aquel ático tan snob con vistas a la bahía. Decoración zen a mil euros el metro cuadrado, iluminación de velas aromáticas, sofás italianos de cuero negro y coca muy blanca por todas partes. No sé qué había fumado, una mezcla de todo con mucho Passport Scotch, cuando sentí que alguien me acariciaba la mano con un vaso largo.
–¿Voy a pasar la noche sola? – no necesité volverme para saber que era ella.
Música india, a tono con el aire suave y caliente de la noche. Y en el dormitorio donde nos perdimos una cama con sábanas negras, a juego con las gruesas cortinas que enmarcaban un acuario tenuemente iluminado.
–¿Qué quieres de mí? – le pregunté, de esa manera absurda en que se hacen estas preguntas-. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?
–Lo hago porque quiero joder a Manuel y acabar contigo de una vez.
–Qué halagador.
–A él le ponía loco que hiciera estas cosas.
Estaba a horcajadas sobre mí, no sé de dónde sacó ese lápiz de labios. Cuando se inclinó para besarme, su melena cayó como seda sobre mi rostro. Sus labios quemaban.
–Demasiado carmín…
–A mí me gusta, lo pongo hasta en mis cuadros. Dibujo grandes cruces de carmín sobre los hombres que han sido importantes en mi vida.
–Pensaba que sólo hacías expresionismo abstracto.
–No, también tengo una galería de retratos.
–Los hombres importantes de tu vida.
–Mis amantes muertos.
Era cierto. Para cuando comenzó el ritual de ese amor prohibido, los dos sabíamos ya demasiado el uno del otro. No importaba lo que cada uno obtuviera de esta transacción. Antes de consumarla ya habíamos sido derrotados, ya estábamos muertos. A horcajadas sobre mí, Carmen se mecía como un alma en pena que buscara desesperadamente entrar en un cuerpo, en cualquier cuerpo que pudiera darle un poco de vida al suyo.
–Siempre me has usado para esto, Carmen, pero esto no es hacer el amor.
–¿Quién ha dicho que lo sea? ¿Aún no te has enterado de que ya no te quiero?
–Está claro, por eso lo haces tan bien… Tu sexo es lo mejor que hay en ti.
–Eres un cabrón -susurró, cada vez más excitada-, acabaré odiándote.
–Pues venga, ódiame un poco, dibújame una cruz de carmín. Crucifícame.
No sé como rodamos de la cama a la alfombra, hasta quedar a un palmo de la pecera. Ella me rodeó el cuello con las piernas y me atrajo hacia sí.
–No tengas miedo de hacerme daño. Lo deseo. Quiero que me hagas de todo, quiero que me hagas daño.
La penetré lentamente, hasta el corazón, sin dejar de mirarla.
–¿Te hago daño?
Bañada por la penumbra verdeazul del acuario, su rostro era una máscara sobre la que se deslizaban las sombras de los peces. Su cuerpo se volvió como agua, su carne se ablandó en una laxitud extrema, hasta que estalló en un orgasmo largo y profundo, como una llamarada en la noche. La miré: estaba bellísima, más bella aún con esas lágrimas que ya no pudo sostener y que acabaron deslizándose de su rostro al mío.
No sé cuánto tiempo estuve acariciándola. Ahora sé que rendirse absoluta, incondicionalmente, a la mujer que se ama, equivale a romper todas las ataduras, salvo el deseo de no perderla, que es la más terrible de todas.
Esa noche dormimos muy abrazados. Apenas quince días después todo había acabado entre nosotros. ¿Qué hubiera sido de ese niño que nunca nació? ¿Era realmente mío? Tanto si lo era como si no, cada día estoy más convencido de que también fui yo quien lo maté. Pero, a decir verdad, ¿quién mató a Carmen Urkiza? ¿Lo suyo fue un suicidio o más bien un asesinato colectivo en el que participamos todos los que la amamos? Qué tremendo es todo, qué poco sabemos de la vida. Siempre nos equivocamos. Somos capaces de enamorarnos de quienes acabarán apuñalándonos, escapamos de quien ha aparecido en nuestro camino para ayudarnos, nos felicitamos por nuestra buena suerte sin pensar que tal vez el siguiente escalón hacia el éxito oculta un abismo sin fin. Nunca escapamos de nada ni de nadie, excepto para meternos en un callejón sin salida.