Manuel apenas alzó la mirada y siguió escribiendo.
–¿Dónde has estado todo este tiempo? Te he echado mucho de menos…
–Ya lo sabe, Nájera San. He estado en Leh, cuestiones administrativas.
Tal vez esa segunda mirada de Manuel le incomodó más que la primera. Tushita la desvió, pero se creyó obligado a decir algo más.
–También tuve que esperar un día más, por Tara…
–¿Ah, sí? No lo sabía.
–Ella estaba en Tradum, que cae de camino…
–Comprendo, no te preocupes. Ya ves que he podido seguir adelante con la traducción sin tu ayuda.
–Ya lo veo, señor. Le traigo los periódicos.
–Ah, gracias, déjalos ahí -precisó Manuel, indicándole el arcón donde ordenaba sus diccionarios-. ¿Quieres un té?
Tushita negó con la cabeza y, en lugar de dejar los periódicos sobre el arcón, interpuso uno doblado por la primera página sobre su mesa.
–Échele un vistazo, Nájera San -exclamó con un gesto nervioso-, es el Kashmir Tribune de hace dos días.
Manuel interrumpió su trabajo y se asomó a la fotografía de portada. Una larga hilera de cadáveres sin cubrir, a los que seguían apuntando los fusiles de los soldados chinos que los habían ejecutado. Los que estaban más cerca del objetivo de la cámara apenas eran unos niños, también había mujeres con signos de haber sido violadas, una carnicería.
–¿Son tibetanos, verdad? – preguntó Manuel.
–Es lo que queda de la guerrilla que operaba al sur del Aksai-Chin. Medio centenar de muertos y ni un solo superviviente.
–Es terrible…
–Ha tenido usted mucha suerte, Nájera San. Ya lo ve… Si llegamos a cruzarnos con los chinos el día de Tielontang, ni usted ni yo estaríamos aquí.
¿Qué pretendía decirle en realidad? ¿Y por qué se lo decía así? Las dos preguntas quedaron en el aire cuando vieron, más allá de la balconada, un landróver que cruzaba el valle a tal velocidad que amenazaba con arrasar toda la gompa de Mulbek.
–¿Es nuestro amigo Kupka o me equivoco? – preguntó Manuel mientras preparaba más té.
–Sí, es el director. Se ve que lo del jeep le ha puesto furioso.
–No te preocupes, eso ya lo arreglamos. Ahora viene por otra historia -dijo Manuel, sin variar su tono-. Esta mañana, a primera hora, le he enviado a través de un chela la traducción de las tres primeras páginas del Libro de Cristal.
–No sabía que estaba ya con eso, Nájera San.
–Es el resultado del viaje a Tielontang. Ahora todo va más deprisa…
–¿Más deprisa? ¿En qué sentido, señor?
–En todos los sentidos, Tushita. Escucha, esta noche me he visto morir -Manuel segregó una sonrisa triste-: bueno, sólo ha sido un sueño. Pero, por si acaso, no quiero perderme su cara después de poner en sus manos el descubrimiento más importante de este siglo…
–¿Está seguro de lo que dice, Nájera San?
–Absolutamente, y sin embargo, lo más importante ya no tiene ninguna importancia.
–No le entiendo, señor.
–Obsérvale a él y lo entenderás todo.
En efecto, cuando el teutón apareció al otro lado de la puerta, venía tan alterado que tardaron el llegarle las palabras.
–¡No puede ser, esto no puede ser! – muy exaltado, fue derecho hacia Manuel con sus tres folios en la mano-. ¿Por qué no me lo pasaste antes? ¿Por qué?
Manuel le detuvo sin levantarse, decidido a no perturbar el lento hervor de aquel té.
–Si no puede ser, no te preocupes: todo lo que figura en ese texto es un error y yo sigo siendo el alucinado a quien nadie creerá.
–Pero… si la ciudad es verdaderamente Asoka-Udaya… y el nombre del discípulo que copió el Libro de Cristal es textualmente Baabat… Y en fin, si el tal Atman le dictó este evangelio, porque esto es un evangelio en embrión, pero en toda regla, entonces…
–¿Entonces, qué?
–De ser cierto lo que dice el Libro de Cristal, tal vez… -respondió el arqueólogo ridículamente desencajado- estamos ante un descubrimiento que puede cambiar la historia de la humanidad.
–¿Te apetece un té? – preguntó Manuel, que seguía imperturbable-. Tushita ya me lo ha rechazado… Ayer noche, Naropa me trajo algo maravilloso: este excelente té rojo a la vainilla. Ahora me cuida mucho.
Kupka no reaccionó hasta sentir el líquido caliente llenándole la mano.
–Si me prometes que vas a seguir adelante, hoy mismo llamo a la Gulbenkian y paralizamos la comisión que está en camino…
–No es necesario, déjalos llegar y resérvales la mejor suite de tu pabellón prefabricado: ya sabes, la de la antena parabólica.
–Por favor, ¿por qué actúas así? Sabes que si tu traducción es correcta, lo que hay allá arriba puede ser el hallazgo arqueológico más importante de la Historia.
–Quédatelo, es todo tuyo. Al fin y al cabo, tú lo viste primero.
–No te entiendo. No entiendo cómo te atreves a bromear…
–No bromeo. Sólo te invito a ser consecuente. Si hasta ahora todas mis traducciones te parecían inaceptables, ¿qué te ha llevado de pronto a creer tan fervientemente en ésta?
El director ya no contestó. Se le veía confuso, muy alterado y haciendo esfuerzos por contenerse. Nunca le había entendido, no le controlaba, pero ahora tenía verdadero pánico a enfrentarse a él. Se imponía una retirada prudencial, huir de sus sarcasmos e informar cuanto antes a la Gulbenkian acerca de lo que estaba sucediendo en Mulbek. Seguro que era eso lo que iba rumiando mientras las cornisas doradas de la pagoda iban empequeñeciéndose en su retrovisor, y el Libro de Cristal crecía y crecía hasta llenar todo el horizonte. Cada día contaba, y mejor si tenía testigos de todo lo que sucediera en adelante. ¿Pero qué era aquello que lo había cambiado todo y que podía convertir aquel libro en el hallazgo arqueológico más importante de la Historia?