Pero no fue sólo eso lo que cambió aquella noche. A lo largo de las cuatro anteriores Tara se venía comportando de la misma manera. Le esperaba sentada sobre el suelo, frente a la mesa baja donde disponía su cena entre dos velas. Manuel llegaba tan cansado que apenas probaba unos bocados de cualquier cosa. Tara le servía y él comía en silencio. Después de lavarse un poco, Manuel se acostaba y se cubría con la gruesa manta de pelo de yak. Luego ella se tendía junto a él mansamente, sin la menor insinuación, como un animal elegido para dar calor. Él no la tocaba, no porque no se atreviera. En realidad no lo deseaba. Él era así y Carmen lo sabía muy bien. Cuando trabajaba tenía la cabeza en otra parte. Esa noche, sin embargo, todo fue distinto.
Manuel llegó a su celda con la sensación de que el laberinto le estaba venciendo. El laberinto de la losa que no conseguía descifrar, pero sobre todo ese otro laberinto donde no acababa de encontrar su camino por más que lo tuviera dibujado en la palma de su mano. Nada más empujar la puerta le invadió ese olor tan gratificante. Alguien había echado ramas de enebro al fuego. No obstante, en esa estancia apenas iluminada por el resplandor rojizo de la estufa no parecía esperarle nadie. ¿Dónde estaba Tushita? ¿Y Tara?
Por una vez todos se habían olvidado de él. Mejor. La celda bien caldeada y la cama dispuesta suponían una tentación suficiente para acostarse cuanto antes y descansar. Creyó que se dormiría de inmediato, pero no fue así. Su cuerpo pesaba demasiado, se había convertido en un sarcófago lleno de piedras. La vieja angustia, el miedo al fracaso, la soledad. Ni siquiera pudo cerrar los ojos.
Entonces, un jirón de luna le descubrió una sombra junto a la ventana. Una sombra inmóvil que le miraba fijamente, sin decir nada. También él se quedó quieto, sólo mirándola. Se trataba de una mujer. Enseguida pensó en ella. Pero esta vez no llevaba su caftán habitual. Vestía un suntuoso quimono de brocado que, a la luz tamizada de aquella luna, le confería una apariencia espectral. Sin embargo, a medida que se fue despojando de él, como si emergiera de una crisálida, esa figura etérea se encarnó en un cuerpo muy blanco, como de niña, pero de formas ya plenas, que comenzó a llenar todo el espacio con una presencia y una mirada que ya no eran las mismas.
–Tara, mi pequeña reina de las montañas, ¿por qué vienes a darme lo que no te pido, a quitarme lo que no es tuyo?
–Porque lo necesitas, porque estás perdido y presientes que vas a morir. Sólo yo puedo salvarte. Sólo yo.
Manuel contempla sus senos altos y firmes, el arabesco de su cadera, la copa de su sexo entre los labios de la luna. Cuando acaba de desnudarse, Tara se arrodilla en la tarima y empieza a deshacer su larga trenza con una suave sonrisa. El pelo negro y brillante se abre en cascada sobre sus hombros, y al abrirse exhala un perfume muy denso, almizcle y sándalo. Mirándola, Manuel siente una erección que va más allá del impulso erótico, un deseo de penetrar dentro de ella que nada tiene que ver con el sexo.
–Siento tu frío, Nájera San… La gran piedra te ha metido dentro su frío oscuro, y tienes miedo, Nájera San, porque ahora ya sabes que está viva. Pero no temas, Tara ya está aquí…
Manuel escucha fascinado su voz suave y melodiosa. Se deja acariciar por ella. Cuando intenta besarla, ella le rechaza. Tira de sus brazos con decisión hasta volverlo de espaldas sobre la cama. Después se sienta a horcajadas sobre él, como si fuera a darle un masaje mientras le habla:
–Esta noche Tara ha venido para darte otro calor, Nájera San, yo conozco el camino. Entrégame tu sombra y yo te daré mi luz para que sigas adelante…
En sus manos la sensualidad adquiere una dimensión distinta. Verdaderamente sus caricias parecen arrancarle la sombra fría que cubre su piel. Con todo su cuerpo distendido, Manuel siente que aplica un ungüento sobre su espalda. A medida que sus pulgares actúan sobre sus vértebras, una vena de fuego recorre su columna. La vena se va ensanchando, se activa bajo la presión de las manos de Tara, el fuego se ablanda y él va sintiendo que fluye de ella algo parecido a un manantial de luz. Todo su ser suelta amarras, navega por un mar en calma, luminoso y profundo, hacia un horizonte desconocido.
–Esto es raíz de mandrágora. Necesitas jugo de estrellas, Nájera San. Has gastado tu envoltura celestial hasta dejarla tan fina como piel de cebolla. Sin piel, la serpiente sagrada muere en ti…
Manuel se deja hacer en silencio, fascinado por esa ola de placer que le envuelve y en la que no le importaría perderse.
–Kundalini despierta para elevarse hasta la luz del origen, eso es lo que sientes, pero no lo entiendes. Por eso no has sabido encontrar el camino. Amas a Buda, pero no sabes moverte hacia él. Necesitas a Krishna, el Auriga. Si mueres ahora te perderás para siempre. Sólo yo puedo salvarte.
–Sálvame entonces y mátame después, pero no dejes de hacerme eso. Mátame así.
–Hablo de tu alma. Has matado a tu alma de hambre y de sed. Necesitas raíz de estrellas, la hierba que despierta Kundalini…
–Hummm, creo que necesito todo lo que tú me des.
–Y un ángel bajará del cielo para salvarte…
–El ángel ya está aquí, a horcajadas sobre mi espalda.
–No te rías, no te burles de Tara. ¿No me crees, Nájera San? Mírame. Yo soy Tara, la reina de las montañas. Déjate llevar por mí, sígueme por el camino de regreso a la verdad perdida y te conduciré hacia la luz que buscas.
Sin saber cómo, Manuel siente que ya está dentro de ella, de su mar, de su loto. La energía Kundalini, la serpiente dormida, recorre su médula con un deseo violento. Tara le calma, no debe moverse, sólo sentir cómo actúa dentro de él, como si se dispusiera a mover toda su sexualidad hacia el centro de su ser.
Manuel nunca ha sentido un ajuste tan ceñido y sedoso. Sin moverse, sólo con su sexo, Tara intensifica la caricia de los pétalos, se abre y se cierra como un corazón irradiante de amor. Un espíritu puro entendería este ritual como una iniciación. Un libertino juzgaría que sólo busca incrementar su mortífero placer con la máxima lentitud, como el veneno de la serpiente. Le traicionó su manera de morderse el labio mientras comenzaba a imprimir una lenta rotación a sus caderas. La iniciadora también puede perderse en el camino de regreso a la verdad perdida, el ritual que abre los chakras empapa de sudor su cuello y su pecho. A medida que se retuerce sobre él, Tara gime de una manera casi perversa, como una nínfula que fingiera perder la virginidad, se mece en círculos lentos de una sensualidad infinita.
Es ella quien le está nutriendo, su sexo toca su corazón, están fundidos en un torrente sanguíneo que fluye en espirales cada vez más luminosas e intensas. Cuando Manuel siente que ya no va a poder contenerlas, desliza su mano y acaricia sus gruesos labios mojados como si quisiera gozar desde ella, siendo ella, el placer que le proporciona su sexo hembra. Porque ella es ahora el hombre. Se lo dice con una brusca acometida de sus caderas, sólo una, y luego le concede un beso profundo, hasta la raíz del alma. Cuando Tara pone sus dos manos sobre su cabeza, Manuel contiene la respiración, cierra los ojos. Latido a latido, los dos se sumergen en el espacio primigenio, cósmico, indivisible, donde ya no hay hombre y mujer, sino un solo cuerpo hecho de estrellas. Entonces estalla dentro de ellos un relámpago ascendente, desde la base de la columna hasta la fontanela, y se abrazan estremeciéndose sin derramarse en esa eclosión absoluta que les llena de luz en ráfagas largas, de una intensidad inaudita.
Permanecen unidos más allá del orgasmo, suspendidos en la isla flotante del éxtasis, bañados y bendecidos por esa súbita tempestad solar que les envuelve. Así resbalan de la cumbre del placer al sueño, yacen uno sobre otro, exhaustos, como dos náufragos que acabaran de derrumbarse sobre una playa desconocida y cada ola, con sólo rozarles, les restituyese toda la inocencia.
Este azul ya es otro. Azul nieve, azul hielo, azul diamante sobre la corona del Nanga Parbat. Ya rompe el amanecer. El trueno de la gran caracola resuena por todo el monasterio llamando al primer oficio del día, y mi amigo despierta solo en su celda.
¿Y Tara? ¿Dónde estás, Tara? Nadie responde, pero sabe que no ha sido un sueño. Con más dolor que placer, los juegos de Tara han reabierto una puerta muy mal cerrada. El recuerdo de Carmen, sí, pero también esa historia que le persigue desde el día que entró en una cueva de Qumrán, esa cueva de la que ya nunca volvió a salir. Ni vivo ni muerto.
Sin embargo, ¿no fue aquello algo parecido a una resurrección?