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Manuel siempre creyó que este mundo estaba acabándose y que nos encontrábamos en el umbral de un tiempo nuevo. Creía en la existencia de un apocalipsis personal que hemos de atravesar en esta vida, creía en la resurrección de cada uno de nosotros, los muertos vivientes, pero también en la de los mundos. Y no era ningún imbécil convertido de repente a una religión postmoderna. Era un rebelde, un heterodoxo nada convencional. Hablaba de la Luz con mayúsculas porque de algún modo, cuando estaba borracho, incluso cuando estaba sobrio, él podía verla.

Fuese locura o verdad, esa lectura de la vida le hacía aún más insoportable ante los doctos de corazón seco como Dieter Kupka, y lo supo desde del primer día de su reencuentro. Tras el episodio del día anterior al menos le cabía el consuelo de que ya ni uno ni otro tenían por qué disimular su aversión mutua. Aunque Kupka no tuviera la certeza de que Manuel hubiera escuchado su disputa con el lama, suponía -y no se equivocaba- que el escándalo había llegado a sus oídos.

De hecho, aquella mañana, cuando vio venir a Manuel a través del ventanal de su pabellón prefabricado, ya tenía decidida su estrategia: nada de pedir disculpas, ni tampoco de entrar en el terreno de las descalificaciones personales. Nájera había sido convocado para traducir el Libro de Cristal. Ya era un exceso injustificable que se hubiera consentido la excentricidad de comenzar por la losa de basalto. Había tomado una decisión: no aceptaba esa traducción delirante y punto. El expediente que acababa de rubricar seguiría su curso, y el loco se enteraría de la cancelación de su contrato por la misma Gulbenkian Foundation. Todo muy aséptico, muy profesional.

Manuel tomó asiento en su despacho, rebosante de naturalidad, para pedirle exactamente eso.

–¿Cómo dices? Repítemelo, por favor… -exclamó, atónito-. ¿Que ahora necesitas una visa diplomática para cruzar a la zona china?

–Sí, exactamente.

El teutón no acababa de encajar el gesto, pero en su fuero interno celebró de inmediato la posibilidad de perderlo de vista.

–Mira, Nájera, si no te conociera, me parecería una broma… Y aun así, no sé, me resulta tan sorprendente que quieras hacer turismo en tus circunstancias…

–¿A qué circunstancias te refieres?

Hasta un ciego hubiera podido leer en los ojos de Manuel la herida que la joven esposa de Naropa había abierto en su corazón. Kupka se sintió culpable:

–Vale, no he dicho nada. ¿Quieres un visado? De acuerdo, mañana mismo te lo tramito -añadió, en su tono más hipócritamente presbiteriano-. Si tu decisión es firme, yo la respeto y punto. No estoy aquí para pedirte explicaciones.

–Tú no, pero yo sí.

–No te entiendo… -respondió Kupka temiéndose lo peor.

Manuel sabía hacerle sufrir.

–Me refiero a lo que hay dentro y fuera de la caverna -precisó desconcertándole de nuevo-. Llevo cinco días cotejando el mapa grabado en el techo de la cueva y las caligrafías de la losa… ¿Recuerdas el mapa?

–Por supuesto: lo tenemos microfilmado en alta definición -aliviado, Kupka abrió la nevera-. ¿Te puedo ofrecer una Franziskaner helada…?

–Verás -Manuel apuró el primer trago directamente de la botella-, la idea de cotejar esas dos escrituras te la debo a ti.

Kupka enarcó las cejas en un gesto de pasmo absoluto.

–Sí, a ti, y por favor no pongas esa cara…

–Te confieso que me rompes los esquemas.

Manuel se pasó la mano por el rostro como su intentara concentrarse:

–Es cierto, hay que estar bastante loco para tumbarse sobre una placa escrita hace mil años y ponerse a acariciarla con los ojos cerrados, a la espera de que hable… Soy consciente, Kupka. A veces, cuando me tumbo sobre la piedra me siento como un imbécil con un abrelatas en la mano preguntándose por dónde empezar. Pero desde el pasado jueves, he tenido una sensación nueva… He sentido que debajo de la escritura borrada no sólo hay un texto, sino algo maravilloso. Algo que la conecta con la Cámara del Embrión. De momento no puedo probarlo, pero te aseguro que mi intuición es tan poderosa como una llamada…

–Ya -intervino Kupka, aparentemente comprensivo-, y esa llamada te llega de la zona china…

Manuel ni siquiera reparó en que le había interrumpido.

–Has dicho que recuerdas bien la forma de ese mapa en el techo de la Cámara del Embrión. ¿Puedo preguntarte qué representa, a tu juicio?

–Es evidente que se trata de un gran mandala… donde los puntos nodales parecen marcar constelaciones.

–Exacto, ¿y de qué constelaciones estamos hablando?

–Averiguar eso no forma parte de mis competencias, pero no te oculto que lo he consultado.

–¿Y qué?

–No sé… Al menos la estrella central, esa estrella de seis puntas dentro de una esfera roja en el centro del mandala, puede ser un ideograma de Júpiter.

–Muy bien, perfecto. ¿Y esa imagen de Júpiter, qué constelación preside?

–¿Podría ser la de Piscis?

–¡Bravo! ¿Y con qué podemos relacionar ese pez…?

–¿Con el pez grabado sobre la losa a los pies del Buda?

–Rotundamente sí.

–Ya, y después de eso qué… ¿Me vas a recordar que el pez era el símbolo de Cristo entre los primeros cristianos?

–Y también la montura de Varuna, el dios que preside la restauración cíclica. Y también un avatar de Visnú, el que salva del diluvio a Manu, guía su arca y le confía los Vedas, o sea, el conjunto de la ley y la ciencia sagrada…

–Muy bien, vale, ¿y qué más?

–Algo absolutamente insospechado, Kupka. Hasta donde la conoces, seguro que sabes que la lengua vatannan, la de la losa, se basa en un código de signos redondeados que equivalen a valores silábicos… ¿Me sigues?

–Perfectamente.

–Sabes también que cada signo incluye una especie de cápsula con un ideograma que equivale al alma de la palabra…

–Adelante.

–Recuerda los cuatro animales que aparecen en mi primera traducción de la losa: el gallo, el mono, la serpiente y el pez… En la segunda traducción aparece un quinto animal, el cordero.

–Ya, el quinto elemento.

–Y algo aún más increíble: la quinta estrella del mandala. Porque ese mandala grabado en el techo de la Cámara del Embrión no sólo dibuja la constelación de Piscis, presidida por la gran estrella roja del este celestial -Manuel marcó una pausa, para que Kupka recordara dónde había oído aquello-, sino que marca un rumbo para llegar a ella.

En efecto, Kupka palideció de pronto. No tanto por la locura de Nájera, sino al recordar quién le había hablado de aquella estrella roja. Había sido Naropa, durante su disputa del día anterior. Eso significaba que Nájera no sólo conocía el suceso, sino que su información al respecto era exhaustiva…

–Vuelvo a perderme -farfulló avergonzado.

–No te preocupes, yo te ayudo -añadió Manuel-. Aquí, en Mulbek, dentro de cada uno de esos ideogramas, los que dan voz a los animales simbólicos, en vez de una palabra, hay un signo. Un signo universal en lugar de una sílaba en vatannan. ¿Qué sorpresa, verdad? Para el primero una especie de esvástica, ya sabes, el signo solar de la cópula cósmica… Para el segundo una espiral, otro signo solar, pero ya en evolución hacia alguna parte. Para el tercero, una estrella de seis puntas, como el sello de la casa de David. Para el cuarto, una cruz sobre el pez… Y para el quinto… ¿para el quinto qué?

–No me digas más: Jesucristo Superstar.

–No, nada de eso, o tal vez sí… Para el quinto, para el cordero, una sobreimposición de la esfera, la estrella y la cruz, que, como sabes, era el emblema de los nestorianos, los primeros cristianos que llegaron hasta el Tíbet a finales del siglo I de nuestra era, probablemente siguiendo a los esenios de Qumrán…

–Lo siento, pero no veo la relación entre el mapa y la losa.

–Claro, porque me falta explicarte lo más increíble. Los cinco animales forman un dibujo sobre la losa. Un dibujo que se corresponde, punto por punto, con las cinco estrellas grabadas sobre el techo de la caverna. ¿Lo entiendes ahora?

–No del todo, pero ya ves que te sigo perfectamente. Aunque mejor si me ilumino con otra cerveza. ¿Quieres otra? – preguntó pasándole ya una abierta-. Y ese descubrimiento trascendental, ¿adónde nos lleva? ¿A localizar una nueva civilización extraterrestre, o simplemente a corroborar que el ser humano procede de Orion y evoluciona hacia Júpiter?

–Nos lleva, ni más ni menos, a superponer el plano de las estrellas y los animales sobre el mapa físico de la región. Yo lo he hecho. ¿Sabes con qué puntos geográficos coinciden? La serpiente es Srinagar, Mulbek es el pez…

–¿Y el cordero?

Manuel marcó una pausa escénica y un trago antes de responder:

–El cordero lleva dos mil años pastando en un pequeño monasterio nestoriano situado precisamente al norte de la zona de demarcación, en el Aksai Chin. El monasterio de Tielontang.

«De acuerdo, jugada maestra, círculo cerrado: ahora lo entiendo todo» se dijo su colega, mientras iba recordando aquel reportaje de la revista Stern que contaba la historia de ese viejo cenobio: la leyenda de su viña, que los monjes atribuían al mismo Noé, y por supuesto, la gran cruz grabada en la roca viva. Pero cuidado, ¿a dónde pretendía arrastrarle Nájera con ese razonamiento? Prefirió defenderse con nuevas ironías:

–Fantástico. O sea que ahora, además de arqueología, glíptica y hermenéutica preindoeuropea, tenemos que aprender geografía mítica, paisajes encantados y todo eso…

–Exacto. Para los tibetanos el Kailas es el eje del mundo, para los hebreos el Sinaí…, y para nuestra civilización comienzan a serlo las Torres Gemelas de Nueva York, hasta que algún fanático las destruya y las convierta en un mito semejante al de la Torre de Babel. Hace dos mil años aquellos nestorianos, como los esenios de Qumrán, peregrinaron hacia el este siguiendo a su estrella madre en busca de un lugar semejante al paraíso. Lo llamaron Agartha, el lugar donde Dios llevó a Seth y a Enoch.

»Hay quien habla de ella como el origen de una tradición sagrada de origen no humano, de la que proceden todos los príncipes de la inteligencia cósmica, como Buda y Jesucristo, que son enviados de tiempo en tiempo con el fin de preservar este mundo. Hay quien la describe como el centro espiritual supremo, un eje de poder secreto, a salvo de la espiral de locura violenta y autodestructiva que parece poseer a los que detentan cualquier forma de poder en este planeta. Una de las puertas hacia ese mito la tenemos encima de nuestras cabezas, o mejor, encima de la cabeza del Buda Rojo: es la Puerta de Mulbek. La otra, tiene que estar en el monasterio nestioriano de Tielontang.