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El landróver empezó a notar entre tumbos y bandazos la primera pista de montaña que le conduciría hasta el paso de Tengri Nor. Una ruta sembrada de piedras filosas y no precisamente pequeñas le obligó a concentrarse en la conducción. A medida que subía, la chapa vibraba como si fuera de hojalata, la palanca de cambios bailoteaba y por más que agarrase el volante, la dirección se le iba constantemente. Sólo faltaba que los chinos o los bandidos del país de Kham se lo pusieran más difícil.

No dejaba de preguntarse qué estaba haciendo allí. ¿Por qué le había dicho que sí a la camarera del Mogul Gardens? ¿Por qué se comprometió a subir aquella carta hasta el monasterio de Tielontang? ¿En cuántas mujeres había creído, de cuántas se había enamorado sólo por la fascinación que ejercían en él unos ojos, unos labios, la cadencia de una voz rendida al misterio?

Como Tara, la que le dolía ahora. ¿La quería realmente? Y ella, ¿qué sentía por él, qué esperaba? ¿Que se la llevara a Europa? ¿Que lo dejara todo por ella? No, lo único que esperaba de él era lo mismo que Carmen: que la quisiera sin condiciones, que la besara sin pedirle permiso, que la escuchara. Pero Manuel en toda tu vida no había hecho otra cosa que escucharse a sí mismo En realidad, jamás había sufrido por una mujer, no sabía lo que era eso. Llamaba sufrimiento a ponerse un poco emotivo. Sólo se trataba de egoísmo en estado puro. Por eso perdió a Carmen, por eso iba a perder a Tara. Volvería de este viaje, pero sólo para cometer los mismos errores.

Un brusco derrape sobre una curva salpicada de piedras sueltas le sacó de sus cavilaciones. Acababa de coronar una cresta sobre un abismo de hielo, y el jeep se detuvo al límite. De pronto le sorprendió una soberbia panorámica de la región de los lagos. Hasta donde se perdía la vista el paisaje estaba pautado por inmensos cráteres, algunos de más de diez kilómetros de diámetro. Más allá, la superficie azul y plata de los grandes lagos reflejaba las nubes entre un laberinto de montañas sumergidas en un silencio prehumano, sideral, extraterrestre. El mundo de la primera página del Génesis. O tal vez el mundo que encontraron aquellos misteriosos Fundadores de los que le había hablado el lama Naropa. ¿Quiénes eran esos gigantes que enterraban a sus reyes cubriéndoles el rostro con máscaras de cristal de roca? ¿De dónde procedían? ¿Era el Cristo uno de ellos, el último enviado de aquella civilización superior, o quizá el hijo de un dios supremo que intentó enseñar a los hombres el camino de regreso al Sol?

Entonces, su traducción, ¿podía ser el eslabón perdido que conectaría definitivamente a los dioses con los hombres? En ese caso, implicaría toda una revolución en la historia conocida hasta entonces, otra lectura del devenir humano que obligaría a reinterpretarlo todo…

Sí, reinterpretarlo todo desde el comienzo. Desde su nacimiento hasta su crucifixión, y más allá. Seguir su ruta desde que se alzó del sepulcro de José de Arimatea y emprendió ese camino a pie, tal vez el mismo que él recorría dos mil años después, solo, a bordo de aquel landróver.

¿Cómo lo hiciste tú, Nazareno, cómo fue tu viaje?

Aun resonaban en su memoria aquellas palabras que escuchó Moisés -«huye, huye a las montañas para no ser consumido». Pero, en realidad, el camino del Cristo, ¿dibujaba la huella de una fuga o la continuación de una misión?

En el sueño aparecía un perro muerto colgado de un árbol. Sí, ese había sido el último sueño del joven Juan antes de que partieran de Galilea. Lo recordaba por eso. El perro tenía que ser Herodes Agripa. Desde la noche del perro muerto y a lo largo de muchas semanas, Jesús y sus proscritos avanzaban siguiendo la ruta de las caravanas por una vasta tierra calcinada tras las guerras entre los escitas y los partos, de Ctsesifonte a la vieja Bactriana, de Bujara a Samarcanda, siempre hacia el Este. Más allá del país de los Magos, los pueblos parecían atrapados en el mismo escenario de calamidad. Aun así la buena gente se excusaba por no poder alimentarlos. Cuando llegaba el momento de descansar, más que tenderse casi se desvanecían de hambre. Pero ellos resistían, con el amanecer volvían a levantarse y seguían caminando apoyándose unos en otros, ascendiendo montañas azotadas por vientos heladores, cegados por el resplandor de la nieve golpeada por el sol. En esa segunda peregrinación apenas sumaban cuatro y el Nazareno. Uno de los cuatro era Tomás, su gemelo, y otro era Santiago el Mayor. Sí, también estaba Juan, su discípulo más amado, también el más enigmático. Y junto a él, ¿qué mujer era aquella? ¿María la de Magdala? No, se trata de la otra María, María de Betania, la hermana de Lázaro, aquella que llegó a desposarse con el Cristo en un matrimonio secreto. En esta nueva andadura tras su crucifixión Jesús el Proscrito, a quien también llamaban el Baldado a causa de su cojera, manifestaba un signo inequívoco de su transfiguración: ya no cojeaba.

Mejor no darle más vueltas a su novela personal sobre Jesús y concentrarse en la ruta. Hacía falta mucho valor para decidirse a bajar desde el altiplano a la hondonada de los lagos. La pista descendía, más estrecha y serpenteante, a través de un hilván cortado a pico en una caída de más de mil metros. Si llegaba vivo abajo, verdaderamente tendría motivos para creer en milagros. Antes de encaramarse al landróver; respiró hondo y sintió como que se mareaba. «Debe de ser la altitud», se dijo. Buscó una pastilla de coramina en el chaleco, pero advirtió que ya no le quedaban: tendría que lanzarse a esa batalla contra el vacío con el corazón latiéndole a ciento ochenta pulsaciones y plena consciencia. Se tomó un buen trago de arak y quitó el freno de mano.

Una vez, en una de esas noches blancas de Jerusalén, me contó qué había detrás de su fiebre por la figura de Cristo y la luz de Qumrán. «De repente, se te revela que cuando Dios creó el mundo, no lo abandonó para sentarse en contemplación. Dios hizo el mundo y entró en él para compartirlo con sus criaturas. Ese es el significado de la verdadera creación.»

¿Era también ese el significado de todas las obras de Manuel, y especialmente de su Evangelio del Tíbet? Quienes le detestaban, e incluso quienes le veneraban, siempre lo sospecharon, pero nunca consiguieron las pruebas concluyentes. Sus traducciones imposibles, esas revelaciones portentosas extraídas de un fragmento de cerámica o de un trozo de cuero de apenas cinco centímetros y tres mil años de antigüedad, ¿hasta qué punto se atenían a una realidad tenue pero cierta, o más bien transmutaban lo invisible a otra surgida de sus extraordinarios conocimientos? Por decirlo con claridad: Manuel Nájera, ¿traducía, recreaba o más bien creaba literalmente los textos que salían de sus manos, y que atribuía a los vedas, a los esenios, o a los magos caldeos?

El jeep dibuja inmensos interrogantes entre los lagos del valle al que había llegado casi sin darse cuenta, curva a la izquierda y curva a la derecha, y ahora un gran bucle hasta el siguiente cráter, como un paseo sobre la superficie de la luna. Sólo una sombra le acompañaba, una sombra que parecía descender del cielo como una gran mano que se posara suavemente sobre la superficie del páramo, y a veces también sobre su landróver. Una soberbia águila de las nieves seguía su estela, como si le protegiera con la majestad de su vuelo. Poco después, sin mover ni una pluma, el águila se dejó llevar por una corriente ascendente y se elevó hacia las cumbres. Él se vio forzado a cambiar de marcha, remontando ya las rampas que le conducirían al paso de Tengri Nor. Lo celebró saludando al águila con unos bocinazos que retumbaron de montaña en montaña, probablemente hasta el puesto de guardia del ejército chino.

Hubiera merecido que le multasen por escándalo público, pero no lo hicieron porque al llegar arriba había, en efecto, un viejo chorten y un puesto de control, pero ni un alma en los alrededores. No iba a esperar a que los chinos aparecieran. Eso sí, les dejó la botella vacía de arak sobre la barrera y emprendió la bajada mientras las crestas de niebla que coronaban los picos más lejanos comenzaban a derramarse sobre las laderas. Sólo cuando ya llevaba un par de kilómetros bajando, se preguntó si habría enfilado el sendero correcto. ¿Cuál le dijo Tushita que debía tomar? ¿El de la izquierda o el de la derecha? El de la izquierda, seguro. Se lo repitió veinte veces y, para convencerse, se puso primero a silbar el final de Wish You Where Here de Pink Floyd, y luego a cantar lo que le viniera en gana.

Hacía mucho tiempo que no experimentaba nada tan maravilloso, que no cantaba riéndose de sí mismo y casi llorando de felicidad. Canciones de los Beatles o de los Rolling Stones, Sargent Veepers y cosas así, a gritos, desafinando horriblemente y riendo a la vez, como una especie de Miguel Strogoff surcando la estepa con su misión especial, como si el sobre lacrado que llevaba encima contuviese las claves para salvar al mundo. Como si fuera ése, verdaderamente, el propósito del que me habló aquella vez, cuando estaba harto de tanta arqueología y decidido a implicarse con su tiempo y con su mundo, ¿hasta el extremo de tomar partido por una guerrilla de liberación?