–No, por aquí no -precisó Manuel, cuando aquél se disponía a tomar la pendiente que subía hasta la Puerta-. Sigo decidido a empezar por la losa a los pies del Buda.
Naropa cruzó una significativa mirada con Kupka, pero permaneció en silencio. Era al director de la excavación a quien le correspondía responder.
–Nájera, te lo ruego, no seas recalcitrante. No se trata de un capricho. Hace un par de meses trajimos al equipo de Sörensen, ya sabes, el máximo especialista en glíptica oriental, y declaró que era imposible leer nada a causa del desgaste extremo de la piedra…
–Sörensen no sabe leer -declaró Manuel imperturbable-. Quiero decir que no sabe leer con los dedos -añadió.
Kupka detuvo el todoterreno.
–No puedo entender por qué esa maldita losa te interesa más que el Libro de Cristal. Una piedra rota, borrada, machacada… ¿Por qué?
–¿Por qué? Precisamente por eso, Kupka.
–Ya tendrás ocasión de traducirla, Nájera. Pero primero dedícate al Libro. ¡Es nuestra prioridad!
Manuel se cruzó de brazos como si demostrara lo poco que le importaba demorarse.
–¿Sabes una cosa? – dijo Kupka, de pronto extrañamente sereno-. Aunque no lo parezca, aquí el clima es una maravilla cuando pasan las tormentas de arena y llegan las primeras lluvias… En el Tíbet apenas llueve, pero en Mulbek se da un microclima peculiar. ¿Puedes creer que estamos casi a la misma latitud que El Cairo?
–Qué interesante -respondió Manuel-. De haberlo sabido esta mañana, mi ducha habría sido mucho más agradable…
–El amanecer es frío, pero a medida que el día se va asentando, la temperatura da un vuelco. De hecho, esto es una especie de Shangri-La, un valle paradisiaco con tonalidades de clima subtropical. Si te das un paseo por la ladera sur del monasterio, apenas a veinte minutos de aquí, verás bosques de rododendros gigantes alternando con los extremos de los glaciares.
–Me lo anoto en la agenda para mi primer día libre… Y en cuanto al tema de la piedra y el libro, ¿tienes alguna pregunta más?
–Sólo una.
–Veamos.
–Por más que insista -dijo Kupka corriendo el telón de aquel teatro absurdo-, no vas a cambiar de idea, ¿verdad? Manuel bajó la cabeza y se miró las manos.
–No es por mí, es por ellas. Tengo que comenzar por las raíces de esta historia… antes de que tus glaciares arrasen los bosques de rododendros.
Eso fue todo. El director encendió el motor y Manuel apagó su garganta con la botella de licor de hierbas que acababa de pasarle Tushita. No hubo más conversación, ni una palabra, hasta que Kupka detuvo su landróver con un frenazo desesperado a los pies del buda. En efecto, tal como lo vaticinara Manuel, a esa hora el amanecer bañaba con su luz dorada los pies de la estatua: «como invitándonos a ponernos en camino». Pero Nájera no dio un paso más. Fiel a su leyenda, se acomodó en una silla de tijera y esperó, dosificando sus tragos, a que los operarios acabaran de alzar un dosel de lona sobre el bloque de basalto. Y cuando todos esperaban que pidiese un rodillo tintador o un espectrógrafo, caminó hasta la losa, se limpió solemnemente las yemas de los dedos sobre su guayabera y se tendió tan largo como era sobre la piedra.
–Tushita -dijo-, acércate, por favor. Y mejor si traes mi agenda de tapas negras y algo para escribir.
Los europeos no daban crédito. ¡En vez del equipo de expertos, recurría a su chófer! Tushita, sin embargo, no se sorprendió en absoluto. Como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida, fue a buscar lo que Manuel le pedía y poco después los doctos arqueólogos de aquel campo de excavaciones presenciaron una insólita puesta en escena.
Tumbados uno frente a otro sobre la gran losa bajo el dosel que les protegía del sol, el hermeneuta y el joven chófer tibetano parecían dos amantes cruzándose susurros íntimos: la mejilla pegada a la piedra, los ojos cerrados, un pañuelo para enjugarse el sudor, y la atención de todos centrada en su mano izquierda, que acariciaba exasperantemente despacio cada milímetro de la superficie de la piedra con la pulpa de sus dedos, una y otra vez, hasta que al fin en sus labios se dibujaba un monosílabo. Manuel lo pronunciaba, una, dos veces, y Tushita lo anotaba en el cuaderno, sin apartar la vista, a la caza del próximo susurro.
Es posible que en una hora no se cruzasen más de seis o siete palabras. Y entre quienes los miraban, después de tres horas sin moverse de esa posición, seguramente no habría nadie que no hubiese rezado al menos una plegaria por las vértebras de Manuel Nájera. No le conocían. Esa tensión extrema era para él la forma más perfecta de relajación. Tendido con los ojos cerrados, mientras su corazón palpitaba sobre la piedra, sentía que su cuerpo se ablandaba, una especie de fuga de sí mismo, su propio yo suplantado por la voz perdida que iba surgiendo de la piel de la piedra, como un ritual mediúmnico que contactaba con aquellos escribas de tres mil años atrás, para que esas mínimas huellas de escritura pudiesen revivir en sus manos y fluir de la sensación a la palabra, del mito al texto.
–¿Lo has anotado ya? ¿Sí? Pues repítemelo, vamos… -y el chófer repetía los cuatro o cinco retazos que acababa de anotar, de modo que Nájera pudiera seguir leyendo, descifrando, interpretando-. No, no es así, cambia ma por ka, sí, otra vez ka. Ka de ka-li-dis-tra.
Y Tushita escribía, también silabeando entre susurros: yama kalidistra… yama-palawani-zaman… me… ¿o man…? «No, sí, me y luego mana… Metteya-sidi-mana-Buda.» Sin acabar de escucharle, su jefe volvía a corregirle:
–No te oigo, no siento lo que escribes. Acércate un poco más y presta atención, que pueda oírte respirar…
Entre susurros, fue alzándose de la piedra una voz muy antigua. Mucho más antigua de lo que Nájera suponía en un principio. No, aquel texto no había sido escrito en el idioma de los uigures, ni en la caligrafía pali del Libro de Cristal. Se trataba de una lengua mucho más remota, la antiquísima escritura vatannan cuyos caracteres parecen derivar de una protolengua emparentada con el sánscrito, el chino y el hindi, lo que hizo pensar a los primeros paleógrafos que la estudiaron que se trataba del mítico lenguaje primordial. Sin embargo, por más ancestral que fuese su datación, también hablaba de un Buda. ¿Qué Príncipe Resplandeciente era aquél?