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Ahora lo entiendo, ése fue el motivo por el que Manuel anunció a Kupka que no traduciría ni una página más del Libro de Cristal. Pero, sobre todo, ése era también el motivo que le llevó a ocultarle su tesoro más preciado: aquel acróstico que se resolvía cruzando las letras capitulares de aquel libro con las de la losa a los pies del Buda. Por eso aceptó la conminación de Tushita cuando le apremió a retirarse. En el fondo, estaba de acuerdo con él. Por diferentes caminos, los dos habían descubierto qué había debajo y llegado a la misma conclusión. Creían fervientemente que debían actuar de ese modo por el bien de la humanidad. Sin embargo, ahora que compartían el mismo camino a bordo del Cadillac Corvette, ¿por qué ya no podían entenderse?

Parte de la respuesta me estaba esperando en un folio amarillo muy ajado, doblado en cuatro entre las páginas finales de su cuaderno:

En hermenéutica no existen traducciones lineales, sino escalas divergentes. Toda la vida repitiéndome la misma frase, y no he sido capaz de aplicarla hasta estos días finales. Tendría que ser así, y así ha sido. En cuanto me he puesto a descifrar los dos textos en paralelo, cruzando las palabras de uno y otro, la oscuridad total se ha abierto a la más absoluta transparencia. A fuerza de mirar tan lejos, no veía lo que he tenido siempre delante de mis ojos. Como el signo del Pez que tan palmariamente se repetía en la Puerta y en la losa.

Kupka y yo nos quedamos con la primera evidencia, que éste era el ideograma de Cristo entre los primeros cristianos. No se nos ocurrió pensar que, además, pudiera contener un protocolo de lectura para encajarlo todo.

En griego pez se dice, ikhthus. Y, como es sabido, ikhthus cifra un acróstico donde cada una de las cinco letras que lo componen son las iniciales de otras cinco palabras Iiesos KHristos THeou Uios Soter, que se traduce como «Jesús el Cristo, Hijo de Dios Salvador».

Sólo cuando he aplicado esa lógica a la traducción paralela del Libro y de la losa, he comenzado a entender. Aunque no ha sido fácil. Escribo, en dos columnas, esas cinco palabras capitulares de cada uno de los dos textos:

Libro de Cristal

Libro de Piedra

An-Khi-Du

O-Ah-Naih (A)

Sar-Ma-(I-A)-Sar

Vam(A)-Sha-(I)-Nay

Be (Y-E)-Sah-Ma

Khay-Ru-Lhay

Shar-Nam-Li

Y-Ar-Ma-Kha

Shar-(A)-Th

Man-(A)-Ghar (I-A)

Veamos, ¿es posible que cinco palabras en lengua pali, las capitales del Libro de Cristal, sean compatibles con otras cinco claves en lengua vatannan, las que presiden la losa de basalto? No, por supuesto que no.

Pero si las descompongo en fonemas, y las voy cruzando, ¿con qué me encuentro? Evidentemente, con doce palabras imposibles, pues sólo podrían pertenecer a una lengua imaginaria. Las doce palabras son éstas:

An-O-Khia-Du-Nai

Sar-Nay-Be-Khay

Sar-Y-Na-Ma-Li-Ka

Sar-Man-A-Gar-A-Th-I-A

Aunque ahora me parezca evidente, entonces no veía nada. Seguía perdido en mi oscuridad. No sé cómo se me ocurrió hacerlas sonar, como si pronunciara un conjuro, como un balbuceo en busca de un orden. Sin embargo, en la oquedad resonante de mi celda, aquel ritual solitario, ¿no me acercaba un paso más a la locura? Me lo pregunté muchas veces con miedo, con la angustia de la desesperación, pero no me detuve. Seguí hablando solo, repitiendo mi conjuro una y otra vez. ¿A qué sonaba aquello? ¿Al viejo sánscrito, a alguna lengua indoaria o preindoeuropea? ¿A qué? Estuve dos noches en vela con esa música demencial llenándome la cabeza. Pues bien, la tercera noche, esta noche, al alba, las doce palabras se han llenado de luz ¡y han comenzado a hablar por sí mismas! ¿En qué idioma? Exactamente en el que fueron escritas: ¡en arameo antiguo!

Desde esa lectura, Anokhi Adonai, cifra el inicio textual de los diez mandamientos -«Yo soy el Señor»-. Luego, ese Mashaia puedo traducirlo como «aquel que ama», es decir, nuestro Mesías. Y Yeru-Salima, «la ciudad de la paz», ¿qué es sino una alusión textual a Jerusalén? A partir de ahí, el texto se ha revelado por sí mismo con un mensaje estremecedor:

Yo soy el Señor (Adonai).

Aquí descansa el que ama (El Mesías),

aquí se abre la Puerta del Pez (Jesús el Cristo)

que vino de Jerusalén

y el Camino de Luz que conduce a Agartha.

Definitivamente, el cruce entre el Libro de Cristal y la losa de basalto me ha abierto el paso hacia un Tercer Texto. Pero este Tercer Texto ya no se escribe sobre piedra alguna, ni sobre un pergamino, ni en láminas de cristal. El Tercer Texto remite a una Primera Senda. Pienso obsesivamente en aquello que encontraron los exploradores de Naropa en Tengri Nor, esos doce gigantes con los rostros cubiertos por máscaras de oro, a los que llamaron los Fundadores. Aquí, bajo esta piedra, es muy posible que descanse un Fundador excepcional. Aquel que hablaba en arameo antiguo y cuyo signo era el pez. Aquel que fue crucificado en Jerusalén y emprendió el camino de Agartha. ¿Es necesario continuar? No, claro que no es necesario. No debo continuar.

Es suficiente con el Evangelio de Cristo, más que suficiente. Si regresase a Europa contando que bajo su verdadero Evangelio se encuentra la misma tumba de Cristo, ¿quién me creería? ¿Quién creería a este viejo visionario y alcohólico, desautorizado por todas las grandes instituciones arqueológicas del mundo, incluida la Gulbenkian, que ya ha enviado a sus centuriones para prenderme? Pero, en cualquier caso, si en el más peregrino de los supuestos acabaran concediéndome una mínima credibilidad y viniesen aquí para levantar los sellos de este nuevo Santo Sepulcro, como no sabrían hacerlo de otra manera, en plan hollywoodiense, ¿no estaría traicionando el mensaje del Mesías, de la misma manera que estos lamas han traicionado la enseñanza de Buda?

Hace ya un buen rato que el Cadillac remonta los riscos del Pachal-Kangiri, con el motor tan ahogado que parece a punto de romperse. Tushita conduce como aquella primera vez, la misma serenidad fría al volante. Ni una plegaria ni un juramento por más que las ruedas rechinen al filo de los abismos que van dejando atrás. De vez en cuando, tras cruzar una mirada a través del retrovisor, le pasa a Manuel la botella de arak, como en los viejos tiempos. El aguardiente le quema el paladar, y baja por su garganta envuelto en llamas mientras siguen subiendo por encima de las nubes.

Poco antes de coronar la pirámide del Kamet, llega hasta ellos el eco de la deflagración. Un estruendo formidable que retumba de montaña en montaña, como si la espina dorsal de los Himalayas se hubiera partido en dos. Al volverse, Manuel distingue una densa columna de humo que crece a borbotones. El origen puede ser Mulbek, es Mulbek. Cuando cesa el estruendo, mi amigo ya ha acabado de ordenar todas sus ideas. Y sus ideas caben en una sola palabra, en un solo nombre que pronuncia en forma de pregunta:

–¿El padre Stellios?

Tushita entendió. Pero también él, como si le hubiera leído el pensamiento, respondió con otra pregunta:

–¿Por qué subió a la Cámara del Vientre, Nájera San? ¿Por qué no dejó dormir en paz al Libro de Cristal? Y lo más grave de todo, ¿por qué volvió a la losa? ¿Es que no le bastó con la experiencia de Tielontang?

–Con eso debiera haberme bastado, ¿verdad?

–Permítame que sea sincero, Nájera San: debiera haberle bastado con la mitad de lo que vio. Y no le bastó.

–Tienes razón, pero compréndeme tú también a mí. Durante toda mi vida he estado buscando ese rostro. Sólo quería echarle un vistazo antes de partir. Nunca hubiera traducido ni una palabra más, nunca hubiera revelado vuestro secreto. Yo soy un hombre de palabra, Tushita.

–Yo también, señor. Pero a veces la vida no nos deja alternativas.

–No, no es tan fácil, Tushita. Y si esa columna de humo procede de donde supongo, siento decirte que habéis cometido una monstruosidad.

¿Ha llegado el momento de contarlo abiertamente? ¿Es preciso esclarecer este juego de sobreentendidos?

–No vaya tan rápido, Nájera San -imaginemos que repuso entonces Tushita-. No se ha destruido ni una sola lámina del Libro de Cristal. Sólo hemos sellado los pasos hacia el secreto. Usted había llegado muy lejos, demasiado lejos…

–¿Y la tumba?

–La tumba seguirá donde está sin que nadie sepa quién duerme dentro, al menos durante mil años más.

–Yo no estaría tan seguro.

–Nosotros sí lo estamos, Nájera San. Pasarán más de mil años antes de que vuelva a visitar mi país una mente como la suya.

–¿Es un elogio o más bien un reproche?

–Es una constatación, Nájera San, nada más que eso.