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Escribió la palabra oscuridad y, al alzar la vista de la página, vio que la segunda noche había caído sobre él con una negrura tan densa y envolvente como la que parecía surgir del texto que tenía ante sí. Después de la experiencia de Tielontang lo entendía todo y no entendía nada. La historia de Atman encajaba con la del padre Stellios, pero también con cualquiera de los mil budas caminantes que había encontrado en la lamasería de Tikse, veinte años atrás. No obstante, la palabra de este profeta contenía muchos de los principios esenciales de Jesús el Cristo.

Aquí estaban, en lo que parecía ser su versión madre, enunciados trascendentales como el amarás a Dios con todo tu corazón y a tu prójimo como a ti mismo, la presentación de su mensaje como una buena nueva, la invocación a los poderes de luz que duermen en el hombre, y hasta la llamada a destruir los templos de piedra y a reemplazarlos por el templo del corazón de cada cual. En tiempos de Cristo éstas fueron palabras muy peligrosas, una auténtica blasfemia a ojos de los sacerdotes que acabaron crucificándolo. Mil años antes, ¿había sucedido algo semejante con este Jesucristo antes de Jesucristo?

Desde luego, sí sucedió con Siddharta Gautama. Los brahmanes tampoco le querían, pues Buda negaba su utilidad como intermediarios entre el hombre y lo divino. Hasta el Libro de Cristal, sin embargo, no se conocía ningún texto que lo dijera de una manera tan explícita y, lo que resultaba aún más notable, en primera persona. De hecho, en las primeras codificaciones de la palabra de Buda, debidas al rey Asoka, en el siglo II antes de Cristo, ni siquiera aparece el nombre del Iluminado. ¿Qué sucedería cuando se hiciera pública esa traducción? Si el Bienaventurado Atman-Metteya era aceptado como la última encarnación de Buda, ¿cómo reaccionarían los herederos del sumo sacerdote Chenrezi, al verse repudiados por el Perfecto, sus templos destruidos, sus jerarquías abolidas…? ¿Qué podía suponer esa traducción, sino una auténtica revolución en todo el Tíbet?

Las dos páginas siguientes del Libro, que ya tenía en borrador, contaban precisamente la conjura de los clérigos dirigida por el tal Chenrezi contra el Bienaventurado, su prendimiento, su proceso y, ¿una vez más su ejecución, como en el caso de Cristo? No, en la tercera página reaparecía esa mujer clave, Mahatissha. Ella liberaba al Enviado de su prisión y continuaba su camino junto a él, «hacia la Puerta del primer sol».

Poco después uno de sus apóstoles -Baabat- componía algo parecido a un apocalipsis… mientras que el otro -Bhakti- convocaba a los hijos de la luz para la fundación de un reino nuevo.

¿El reino del hombre cósmico, el de ese enigmático Caminante que se decía hijo del sol, o el de esos misteriosos gigantes que cubrían los rostros de sus reyes con máscaras de oro, en las estepas de Tengri Nor?

La losa de basalto ya revelaba un evangelio -continúa Manuel en su cuaderno-, es decir, un mensaje de buena nueva dictado por alguien que se dispone a partir. ¿Cuál es entonces la función del Libro de Cristal? ¿Repetir ese mismo mensaje en otra lengua… en otra longitud de onda?

¿Y qué decir de la biblioteca pérdida de los esenios, en Tielontang?

Aquí, entre la losa y el Libro, tenemos una colosal estatua de Buda… Un Buda barbado, con rasgos que recuerdan la imagen del Nazareno. Mientras que en Tielontang, además del Cristo de rasgos orientales, se guarda esa biblioteca que parece contener sabidurías muy anteriores… Anteriores incluso a esta humanidad.

De hecho, el mapa astral que se repite aquí y allá es el que conoció Teilhard, y su datación se remonta a más de trece mil años antes de Cristo. Es la misma cronología que afecta a la fundación de Tiahuanaco, donde encontramos una puerta cósmica muy parecida a la que se alza en Mulbek. La misma que presidía los templos de Heliópolis y Medinet-Abu, en Egipto… Qué casualidad que la palabra griega síntesis sea una derivación del shamadi budista que simboliza la fusión plena del hombre con el cosmos, con la sabiduría infinita.

Todo esto es una locura. La función de cualquier texto es atraer a su lector hasta su centro por medio de un tejido de palabras. Cuanto más me adentro en este Libro de Cristal, sin embargo me llega con más claridad la voz profunda de quienquiera que lo escribiese, diciéndome que me aleje de él. ¿Pero qué puedo hacer salvo seguir escribiendo para salir de este laberinto?

Escribo a ciegas, con los ojos cerrados, porque ésta es ya para mí la única manera de avanzar. No puedo ver el camino porque hacer camino pasa por unir estos puntos tan distantes entre sí, y con los ojos abiertos no puedo hacerlo. El camino se cierra y me oculta sus respuestas por la misma razón que me hizo tropezar en el monasterio de Tielontang. Tropiezo porque soy incapaz de arrodillarme. No veo porque no creo. No creo en nada. Sin embargo, cuando cierro los ojos, parte del texto se me revela, comienzo a descifrar. Es curioso, durante toda mi vida sólo me han atraído dos historias: los libros herméticos y las mujeres igual de herméticas. Me fascina lo que se cierra ante mí, es decir, me fascina lo que me destruye. ¿Pero no es lo que me destruye asimismo lo que me salva?

No lo sé, no sé nada. Sólo sé que esta historia debe acabar ya o acabará conmigo. Desde ayer, presiento poderosamente que el final se acerca.