15

Manuel Nájera apuró un buen trago y le pasó la botella al chófer, que se mostraba muy capaz de beber y conducir al mismo tiempo por aquella carretera infernal:

–Mi crónica sobre la segunda vida de Cristo no era más que otra leyenda sobre uno de los muchos visionarios que habían recorrido los Himalayas a lo largo de un milenio donde nunca estuvieron claras las fronteras entre realidad y ficción. Además, había descuidado algo esencial: tal y como me previno el lama, las fechas de mi cronología tibetana apenas coincidían con los rollos de Qumrán. San Issa no era más que la invención de un loco que había recorrido el camino equivocado siguiendo a otro loco que se creía Dios, hasta fracasar en una lamasería perdida en el fin del mundo.

»Fue entonces cuando me hice budista. Quería olvidar mi fracaso en esa búsqueda de Dios que, en realidad, sólo había sido una búsqueda ciega de la gloria, sirviéndome de Dios como me hubiera servido del mismo diablo. Una noche, en aquella lamasería a treinta grados bajo cero, quemé aquel manuscrito destinado a cambiar el mundo, y al menos me proporcionó un poco de calor. Al día siguiente me afeité la cabeza, me procuré una de esas hopalandas tibetanas de color cárdeno y un manto gris, como Buda prescribía a sus discípulos, y me sumé a la comunidad de los monjes como uno más.

Bueno, no como uno más: como un ragyab. Tú sabes quiénes son los ragyab, los intocables que trabajan con los muertos, partiendo los cadáveres a hachazos para que los buitres no dejen rastro de ellos y su siguiente reencarnación sea más feliz.

»Viviendo entre cadáveres descubrí la verdadera enseñanza de Buda, así me reconcilié con mi Cristo interior, ese Buda Caminante del que me había perdido en el camino y que ahora reencontraba en su invitación a emprender la vida de los que se entregan a los otros y renuncian a su propia salvación, con tal de que los demás alcancen la suya.

La tradición los llama bodhisattvas, y yo elegí llamarme nadie. Pero no fue tan fácil. Por más que me entregara a los demás, seguía perdido y seguí cayendo. Cristo no me desclavó de mi cruz, Buda no consiguió que me elevara ni una pulgada por encima de mí mismo. Por eso he vuelto.

Lo que se había iniciado como un diálogo intrascendente concluía con esa sentencia final, tan dura y desnuda como las montañas que se ofrecían a su paso. Dentro del Cadillac se hizo un silencio opresivo.

–Eso es el Samsara, señor, ¿no le parece? Lord Buda también decía que el infierno está aquí. Nuestra vida real comienza en el otro mundo, y entre tanto venimos a éste para aprender y pagar las equivocaciones anteriores…

En cada giro el Cadillac parecía salirse del trazado y pendulear sobre el abismo; pero Tushita conducía con la misma serenidad impasible y se volvía hacia Manuel, que no quitaba los ojos de la pista.

–Tienes razón, pero tal y como se está poniendo la carretera, no sé si es muy prudente seguir con la conversación.

–No se preocupe, señor… ¿Le he dicho que mi padre fue el chófer del decimotercer Dalai Lama?

–¿Cómo? ¿En esa época había coches en el Tíbet? – preguntó Manuel, consciente de que veinte años antes la rueda se consideraba una herejía en el reino de los lamas.

–No, no había coches, pero aquel Dalai fue un gran reformador, que viajó por América y Europa. A la vuelta de sus viajes trajo a Lhasa tres automóviles… Un Dodge americano y dos Aston Martin, como los de James Bond. ¿Qué le parece?

–Es increíble.

–Mi padre llegó a conocerlos. Llegaron desmontados para cruzar el Himalaya a lomos de yak, y un mecánico hindú volvió a montarlos pieza por pieza. Tomó a mi abuelo de ayudante, y cuando se fue el hindú, mi abuelo ocupó su plaza como chófer del Dalai Lama. Pero la cosa no prosperó, porque a la gente le daba miedo verlos rodar Al final acabó encerrándolos en una granja, y a mi pobre abuelo con ellos, para ocuparse del mantenimiento. Claro que algunas noches de verano…

Tushita no pudo continuar. Necesitó toda su habilidad para frenar y dominar un brusco derrapaje forzado por la comitiva de mujeres que apareció de pronto en medio de la curva. Más que sus mantos negros llamaban la atención sus peculiares sombreros, una especie de chisteras también negras engalanadas con turquesas y cuentas de coral. Pero lo que verdaderamente sobrecogía eran sus máscaras. Unas toscas máscaras de cuero donde apenas se marcaban dos rendijas, lo justo para poder ver, respirar y protegerse tanto del sol como del azote de aquellos vientos de hielo. Entre sus negras vestimentas, sus chisteras negras y esas máscaras, semejante aparición impresionaba como una comitiva espectral decidida a llevarse al otro mundo a quien se la cruzara. Estuvieron cerca. A medida que frenaba, el Cadillac fue saliéndose de la carretera hasta quedar clavado a un palmo del abismo. El corazón de Manuel rompió a latir a velocidad de infarto. Tushita mantenía el mismo gesto impasible: una mano al volante y el otro brazo asomando por la ventanilla.

-No problem, señor -dijo, haciendo crujir el freno de mano-. Pero si le parece podemos aprovechar para comer algo. ¿Le estaba contando quién fue mi abuelo…?

–No, hablabas de las tentaciones automovilísticas del Dalai Lama… -farfulló Manuel, con el rostro desencajado-, Pero coloca el coche en la carretera y luego me lo cuentas…

–Al fin y al cabo, señor, no hubiera sido tan grave como arrollar un rebaño de yaks -ironizó, haciendo destellar sus dientes de oro-. En el Tíbet hay demasiadas mujeres, con tantos hombres consagrados a los monasterios…

A pesar de la broma de Tushita; a Manuel le costó recomponer su semblante. Toda su perorata acerca del desapego budista estaba más vivo en aquel chófer que en todos los que habían escrito maravillas al respecto, incluido él mismo. Sí, tenía mucho que aprender en ese viaje, y sólo llegó a perdonarse su miedo a morir tras aceptarlo como una lección. «Lo reconozco, he tenido miedo. Lo reconozco; sigo siendo débil. Lo reconozco, no soy un verdadero budista, ni un verdadero cristiano, ni siquiera un mediocre agnóstico. Lo reconozco, aún no estoy a la altura de lo que quiero ser».

Poco más adelante divisaron una aldea minúscula en un desvío de la pista. Entraron en ella perseguidos por un tumulto de niños harapientos, hasta que Manuel sacó de su equipaje la bolsa de bolígrafos que siempre llevaba encima y los repartió entre todos. El bar estaba cerca: un tenducho de lonas defendido por dos cuernos de yak pintados de rojo coca-cola y presidido por una cámara frigorífica que hacía las veces de mostrador, donde consiguieron hacerse con una botella de licor verdoso y unas pakhoras grasientas.

–¿Sabe a dónde iban todas esas mujeres, señor?

–Sólo confío en que no volvamos a cruzárnoslas…

–Con la primera luna del mes de Sawan, todas las mujeres de esta región bajan hasta la cueva de Amarnath. Dicen que allá dentro hay una punta de hielo donde arde el lingam de Shiva, ya sabe, su varita mágica… -precisó el chófer, echando un vistazo a su entrepierna y sonriendo-. Piensan que quien la toca durante esa noche, queda embarazada. Las mujeres están locas.

–Hace mucho tiempo, en otra cueva, conocí a otros locos que creían haber encontrado los restos del esperma de Cristo dentro de una vasija de barro -dijo Manuel mirando el vaso que acababa de vaciar-. Esperma de Cristo embotellado.

–¿Y se lo creyeron? No me diga que en Europa también pasan cosas así.

–Europa también es una tierra estéril. El semen de los hombres no tiene vida. De cada dos mujeres, una tiene problemas. Ya ni siquiera funciona la inseminación artificial.

–Señor, ¿no va a terminarse su pakhora?

–Toda tuya.

–Humm, pues está buenísima -constató, engulléndosela de un bocado-. Ya sabe lo que dicen los buenos budistas: «Comer cuando hay que comer, dormir cuando hay que dormir». Y aun nos quedan casi tres horas de camino.

Mahayana, Hinayana, Tantrayana. El camino siempre es más largo de lo que parece. Tarde o temprano, uno acaba dormido y dando tumbos en el asiento de atrás, vencido por una carretera pedregosa y polvorienta.

Cruzaron el paso de Sangchen-La. Sobre un glaciar lejano navegaban bloques de hielo y roca incendiados por el sol poniente, como estatuas de dioses a la deriva. Comenzaron a descender para enlazar con la vieja ruta de las caravanas del Gobi. Manuel dormía con la cabeza echada hacia atrás y la botella de licor entre sus rodillas. La ebriedad, ¿será también un camino? ¿Y el sexo lo es? Lingam de Shiva, esperma de Cristo, Marpa, el maestro de Milarepa, mantuvo ocho mujeres además de su legítima consorte para seguir escrupulosamente los preceptos del tantra Hevajra.

Cada templo budista, cada stupa, cada chorten, remite a una analogía del cuerpo cósmico de Buda en el que hay que penetrar hasta su cavidad más íntima, que siempre se mantiene en la máxima oscuridad: oscuridad de fecundación, impregnación, concepción, tres pasos previos antes darse a luz, en el tiempo de la iluminación. ¿Qué más podría enseñarle acerca de todo eso el Libro de Cristal? Tal vez un paso más en el laberinto. No en vano, los monjes de Mulbek pertenecían a la orden Nyingmapa, donde el hábito monástico era compatible con el matrimonio, frente a los Gelukpa, los puritanos que practicaban el celibato estricto, los radicales del Camino Abrupto.

–El camino abrupto acaba enseguida, señor, estamos llegando a Leh.

La voz del chófer acabó de despertarle. ¿Había hablado en sueños? ¿Qué demonios habría dicho? Se enderezó en el asiento para beber un largo trago de agua.

–¿Qué tal el sueñecito, señor?

–Bien, Tushita, gracias. Supongo que tú también habrás descansado de mis lecciones magistrales. Aunque espero no haber hablado dormido.

Tushita se volvió para mirarle.

–Le aseguro que ha sido uno de los viajes más interesantes de mi vida.

Era media tarde cuando el Cadillac se detuvo ante un puesto de control a la entrada de Leh. Fue suficiente con que Tushita mostrase un papel sellado para que la barrera se alzase.

–¿Conocía Leh, señor?

–Sólo de paso…

–¿Paramos o no paramos?

–Mejor seguimos, quiero llegar a Mulbek antes de que anochezca.

Leh, la capital de Ladakh, es una ciudadela medieval colgada a tres mil seiscientos metros sobre el nivel del mar y defendida por la imponente mole de su castillo, una réplica del Potala, la residencia del Dalai Lama en Lhasa. Al poco de que avistaran su inconfundible perfil, con sus tejados defendidos por leones rampantes y coronados por centenares de pequeños campaniles y agujas doradas, pasó junto al Cadillac otra comitiva de mujeres tocadas con esos increíbles sombreros en forma de chistera, y engalanadas con gruesas ajorcas de plata maciza y collares de lapislázuli. Frente a la austeridad del paisaje, tanto en la arquitectura como en la indumentaria, esa barroca propensión al arabesco. Y también la paradoja de esos rostros curtidos, de pieles rojas y ojos rasgados, tan semejantes a los indios de las praderas de Norteamérica. Al fin y al cabo, ¿no están más cerca un serpa y un sioux que un tibetano y un europeo, incluso que un tibetano y un chino?

Cerca de la capital, la carretera se concedía el lujo de unos kilómetros de asfalto, donde se cruzaron con el primer automóvil, una Toyota pickup cargada de carneros, entre los que sobresalían los cuerpos de un anciano y un niño embozados en abrigos de su misma piel. Tushita y el otro chófer se saludaron a bocinazos, como si no pudieran verse en medio de tanto tráfico.

–No me digas que es tu abuelo paseando al Dalai Lama.

Tushita encajó la ironía:

–Le gustaba pasear de noche, cuando la calle estaba vacía. ¿Recuerda lo que le he contado?

–Sí, claro… El mítico Potala, años veinte. Un Dodge y dos Aston Martin ocultos en una cuadra…

–Y el Dalai Lama con un gran papagayo en la mano.

–Será una broma, supongo…

–No, no, míster, el Potala tenía un pequeño zoológico, y el papagayo era el animal preferido del Buda viviente. Era un bicho enorme, azul y rojo, con un pico que daba miedo. Pero al Dalai no le hacía nada. Lo sacaba en todas las grandes fiestas, y cada vez que el animal gritaba una palabra, ya se puede imaginar, toda la multitud se estremecía. Para ellos el grito del papagayo era como un mensaje de los dioses…

–Y luego el Buda viviente se daba un paseo en su Aston Martin, con tu abuelo y el papagayo.

–En cuanto se apagaban las pocas luces de la ciudad, se ponía al volante del Aston Martin y se daba una vuelta desde el Potala hasta el Norbulingka, su residencia de verano. Claro que aquellos eran otros tiempos…

–Sí, eran otros tiempos.

El Cadillac se detuvo para dejar pasar a un rebaño de dzos, un cruce de yak y buey, conducidos por un par de adolescentes encaramados sobre sus grupas.

–Ya estamos saliendo de Leh, en un par de horas llegamos a Mulbek, señor. Prepárese para ver algo grande.