–Cuando apareció la naja, tenía unas palabras muy sorprendentes en la yema de mis dedos… Confío en que podré reconstruirlas cuando vuelva.
»En fin, quería decirle que me ha parecido advertir una segunda escritura oculta bajo las claves que ya conocen: los animales sagrados, las estrellas, las cruces, los mapas… Eso sólo es la piel del enigma. Debajo hay otro mensaje que sólo ahora comienzo a entrever, aunque preferiría no aventurar demasiado hasta tener suficientes elementos de juicio.
–Entonces, ¿es cierto que va por ellos a Tielontang?
–No sé qué decirle, es cierto y no es cierto. Posiblemente todo se resolverá cuando abramos el Libro de Cristal.
–¿Me permite que le avance una parte de lo que usted empieza a entrever?
–Adelante…
–Cuando el gran Buda rojo empezó a llorar lágrimas de sangre, pasó por esta zona un equipo de una importante compañía minera japonesa en busca de yacimientos. Les pedimos que se acercaran, y ellos accedieron. Durante tres días estudiaron la rocamadre del acantilado y la caverna, además del Libro de Cristal y, por supuesto, todo el Buda, desde los pies a la puerta de piedra sobre su cabeza. Pues bien, sucedió algo inaudito que no hemos revelado a nadie…
»Desde la Puerta de Mulbek a los pies del Buda, pasando por la Cámara del Embrión, todo ese espacio está recorrido por una corriente radioactiva que alcanza su máxima intensidad, precisamente, sobre la losa de piedra que usted está descifrando.
La cara que se le quedó a Manuel esculpió una tenue sonrisa en el rostro del lama, que se vio obligado a añadir:
–No se preocupe, la radiación que emite la piedra es de muy baja intensidad. Aunque se haya pasado tres semanas tendido sobre ella, le aseguro que su salud no corre ningún peligro…
–No es mi salud lo que me preocupa, amigo Naropa, sino -perdóneme- la manera descarada en que pretende jugar conmigo.
¿A qué venía tanta franqueza? ¿Su guerra había llegado al extremo de combatir incluso contra aquellos que respaldaban sus tesis? ¿O tal vez la causa de su salida de tono fue la ausencia de Tara? El lama no afectó el golpe. Su silencio se extendió sobre Manuel como una invitación a explicarse.
–Hace tres semanas, en Srinagar, me crucé con un especialista en esta clase de indagaciones, el célebre Erik Von Daniken. Vamos, llámele. Relacione el hallazgo de la caverna radioactiva con mis tesis sobre el peregrinaje de Cristo al Tíbet, y elija una exótica princesa tibetana para protagonizar la escena cumbre en la Cámara del Embrión… Mañana tendrá aquí treinta unidades móviles filmándolo todo. ¿Es eso lo que quiere…?
El lama dejó caer la pregunta, su rostro denotaba más decepción que irritación.
–Me ha interpretado mal. Yo no quiero nada de usted, ni pretendo halagarle con leyendas tibetanas acordes con sus teorías para que su traducción del Libro de Cristal parezca favorable a nuestra doctrina…
–Yo tampoco he dicho eso, Naropa.
–Pero lo piensa. Igual que Kupka -todos entendieron: era su respuesta tácita a la pregunta, igualmente tácita, sobre la ausencia de Tara-. No le oculto que esperaba de usted otra sensibilidad -siguió el lama-. Resulta curioso que quien tanto ha sufrido el recelo de sus colegas, desacredite con su misma precipitación todo aquello que contraviene sus ideas… o sus prejuicios. Porque usted, por lo que veo, también los tiene. ¿Cuál es su problema? ¿Acaso no está dispuesto a admitir hallazgos que avancen en su misma dirección si vienen de otra parte? – Manuel bajó la cabeza y sintió una extraña oscuridad ahondando el silencio-. Créame, Nájera, lo que le estoy contando es tan cierto como lo que le he comentado acerca de la necrópolis de las máscaras de oro.
»¿Sabe qué datación nos ofreció Cambridge? Siete mil años, nada menos que siete mil años. ¿Y sabe qué encontramos bajo la máscara del que parecía el personaje más relevante? Otra máscara, pero ésta había sido tallada en cristal de roca, sí, el mismo material que el Libro de Cristal.
–Está bien, acabe de contármelo -exclamó Manuel, casi ya ganado por el lama-. ¿Y qué había bajo esa máscara de cristal de roca?
–Un rostro, un rostro perfectamente conservado… siete mil años después de haber sido momificado. Nunca olvidaré aquel día en que vi con mis propios ojos el rostro que transparentaba esa máscara -un silencio expectante, vibrante, precedió a la revelación final de Naropa-. A través del cristal vi otros ojos, unos ojos obstinadamente abiertos, tan vivos que parecían mirarme.
–¿No podría ser un efecto de la refracción del cristal? – preguntó Manuel.
–Sin duda que era así, pero vaya más lejos. Al fin y al cabo, no hago sino ayudarle a cerrar su propia teoría.
–¿En qué sentido…?
–Oh, vamos, no juegue conmigo… Usted ha leído el Bhagavad Gita y los Upanishads. Sabe que cuentan lo mismo que el libro egipcio de Seth, lo mismo que la epopeya de Gilgamesh, o que el oráculo maya de Ghilam Balam. Hace doce mil años hubo otra humanidad, una humanidad sumamente evolucionada que desapareció bajo un cataclismo. Unos pocos supervivientes pusieron a salvo las escrituras y los conocimientos esenciales… Sólo esta teoría puede explicar que la civilización egipcia aparezca como si se hubiera formado de golpe en su plenitud, sin fases previas, sin precursores. No, lo suyo no fue un desarrollo, sino una herencia. Y es a esa herencia, a esa civilización ancestral de Fundadores a la que pertenecen nuestros Bogdo Janes. Pero esa hermandad no se da sólo en el plano de las grandes epopeyas. Salta a la vista que los coyas andinos son morfológicamente muy semejantes a los tibetanos, la misma cabeza, los mismos pómulos, los mismos ojos rasgados… y los mismos antepasados. No tiene más que asomarse a nuestra Puerta, es idéntica a las de Tiahuanaco y Teotiohuacán. Estas regiones donde más transparente es el aire son fábricas de dioses y civilizaciones. Y está escrito que volverán a ser puentes para trascender al desdichado hombre actual, tan perdido, tan ciego, cuando unos pocos elegidos de esta humanidad, los más evolucionados espiritualmente, crezcan hasta el hombre cósmico…
–Es cierto que nadie conoce la edad de las pirámides de Teotihuacán, ni la de las puertas de Tiahuanaco… -corroboró Manuel, siguiendo al lama-. Las últimas investigaciones le atribuyen una edad de entre diez y doce mil años, y eso hace saltar por los aires toda la cronología establecida hasta hoy. No le oculto que yo también pensé lo mismo al ver la Puerta de Mulbek, al comenzar a traducir la losa y encontrarme con esas fórmulas: «inteligencia del Universo», «hijos del Origen», genética Solar». Pero de ahí en adelante, todo son tinieblas. Y mi traducción no habla en modo alguno de una civilización venida de ninguna parte. Cuénteme, ¿quiénes serían esos Bogdo Janes, a los que usted llama los Fundadores?
–Ya se lo he dicho: los elegidos que conservaron el sentido profundo de la civilización, así como la relación sagrada del hombre con el cosmos. Aquí, como entre los mayas y los toltecas, los llamaron Hijos del Sol, más o menos como en su traducción -y tras marcar una pausa, se acercó a Manuel y puso su mano sobre su corazón-. El hombre de Tengri Nor, el hombre de la máscara de cristal de roca, no le quepa duda, era uno de ellos.
–¿Por qué está tan seguro?
–Porque su máscara irradiaba luz. Una extraña luz azulada…
Ya sólo faltaba ese trueno en la noche, el anuncio de una tormenta seca o algo más evidente: Manuel desistió de seguir combatiendo consigo mismo.
–Y después de lo que acaba de contarme, ¿cómo pretende que no vaya a Tielontang?
–En ningún momento lo he dudado, amigo Nájera -exclamó el lama retirándose-. Sólo he venido a informarle de los riesgos.
–¿Sólo a eso? – preguntó finalmente Manuel.
El lama le devolvió la mirada desde la puerta, cerró los ojos y se llevó la mano a la cabeza. La escenificación perfecta de un perfecto despistado.
–Olvidaba lo más importante… -arrojó una hoja de papel doblada en cuatro hacia Tushita, que la cogió en el aire-. Es el salvoconducto para cruzar a la zona china. Pueden ponerse en camino en cuanto amanezca.