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Estos hechos ocurrían en el año en que se desencadenó la fulminante Guerra de los Seis Días, cuando Egipto perdió la península del Sinaí. Yo fui otro figurante en la coreografía de periodistas que asistió al regreso triunfal de las tropas judías. Los carros de combate entraban en Jerusalén engalanados con palmas y ramas de olivo, y la muchedumbre aullaba a su paso como si se tratara de los ejércitos del rey David. Según saltaban de los blindados, sin quitarse sus uniformes de campaña, pero cambiándose el casco por la kipá ritual, oficiales y soldados se dirigían al Muro de las Lamentaciones con las ametralladoras todavía calientes para dar gracias a Yahvéh. Se sentían ungidos por el dios vengador del Antiguo Testamento, protector de su pueblo y exterminador implacable de sus enemigos.

La respuesta les estaba esperando en Qumrán.

Y se hizo universalmente pública cuando Allegro, que se había negado a abandonar Palestina, salió de la cueva número cuatro con un fragmento que en adelante sería conocido con el nombre de Q4 Therapeia, y cuyo texto, sobre la unción de los enfermos, permitía esbozar la conjetura de que aquel Maestro de Justicia de la comunidad de la Nueva Alianza -¿tal vez el mismo Cristo?– ungía a sus discípulos con su propio esperma.

Aunque hoy se haya olvidado todo, los ríos de tinta que corrieron en torno a aquel despropósito hubieran bastado para fertilizar el desierto de los profetas. Apenas un año después, Allegro publicó una obra definitivamente explosiva, El hongo sagrado y la cruz, en la que sugería que Cristo pudo no haber existido como realidad histórica, sino que se trataba de una imagen provocada en la mente de sus discípulos por los efectos de un alucinógeno, el fungus Christus u hongo Cristo, un derivado de la amanita muscaria.

No sólo el Vaticano y el rabinato, sino también las instituciones académicas más prestigiosas del mundo, cayeron sobre él como un huracán de condenas retronantes. Pero no evitaron que su obra se convirtiera en un best seller, y su figura en la de un divino maldito que aparecía en las portadas del Time y competía en popularidad con Neil Armstrong, Muhammad Alí o los Rolling Stones.

No recuerdo si era Sticky fingers o Exile on Main Street lo que sonaba en el bar del hotel Semiramis aquella noche. Neil Armstrong acababa de pisar la superficie de la Luna, Muhammad Alí volvió a ganar el campeonato del mundo en siete asaltos y la insolente voz de Mick Jagger ardía entre los hielos de dos Jack Daniels, pero mi amigo Manuel Nájera tenía mucho que contar acerca de la locura de John Marco Allegro. El hongo Cristo nunca le pareció otra cosa que un delirio concebido bajo los efectos del lsd.

Pero aquella otra historia referente al Maestro de Justicia y a sus unciones rituales podía contener la clave. ¿La clave de qué? La clave de un misterio donde se fundían toda la literatura acerca de la sangre que se vertió en el Santo Grial y un manantial de fuerza cósmica muy superior a la que propulsaba las turbinas del Apolo XI.

–Te hablo de la fuerza primigenia que conecta al hombre con las estrellas. El Big Bang comienza aquí, en este desierto y en este trozo de cuero. Créeme, ésta sí que va a ser la historia más grande jamás contada…

Me lo decía Manuel Nájera. Todo el mundo le consideraba un hermeneuta riguroso que no se permitía fantasías, y mucho menos esa clase de frivolidades. Mi gesto de sorpresa y asombro me delató.

–No, Álvaro, no me mires así -continuó-, sé muy bien lo que digo. Llevo cuatro años dándole vueltas a ese rollo 4Q Therapeia. Está escrito en arameo antiguo y con una caligrafía confusa -tomó bruscamente una servilleta de papel y comenzó a garabatear sobre ella, un recurso que empleaba a menudo-. Ya sabes que en esta lengua las vocales no se escriben y las palabras no aparecen separadas, sino juntas, formando una línea casi infinita de consonantes, porque tampoco existen signos de puntuación, de manera que según cómo las separes puedes hacer decir al texto cualquier cosa. Por ejemplo, Manuel se escribiría mnl, pero Manila también se escribiría igual. Sin embargo, créeme, aunque te parezca una locura, tengo razones para creer que mi lectura del manuscrito resulta más ajustada que la de Allegro, y mi hipótesis es bastante más coherente. Ésta quema, quema de verdad.

–Nunca he pensado que fueras un loco, Manuel, sabes que te considero una autoridad en lo tuyo, pero…

–¿Pero qué?

–¿Conoce Allegro tu teoría?

Manuel, que hasta entonces observaba su bourbon como si fuera el elixir de Pentecostés, me dirigió una mirada casi sarcástica.

–¿Qué dices? No lo sabe nadie, sólo tú. No lo sabe, ni debe saberlo -añadió con solemnidad-. Aunque tampoco te creas que la suya revela nada nuevo con esa alusión al esperma de Cristo. La secta de los fibionitas de Jorazim practicaba una liturgia análoga en la que mezclaban esperma masculino y sangre menstrual femenina para alcanzar la unión con Dios. Sí, una costumbre repugnante que el mismo Cristo llegó a condenar como el pecado que sobrepasaba todo pecado. Puedes encontrar citas textuales por todas partes, en la Pistis Sofia, en las Stromateis de Clemente Alejandrino… De ahí sacó el pobre diablo de Allegro esa interpretación.

–Hablas de él con lástima…

–Allegro se equivocó: separó las consonantes de manera que sonaban como el esperma de los fibionitas. Y en cualquier caso ignoró lo esencial: que los esenios, por mucho que escribieran, desconfiaban de la escritura.

–¿Qué quieres decir?

–Todos sus textos están escritos en clave, una tradición secreta que se remonta a los tiempos en que Moisés ejerció de sumo sacerdote en el santuario egipcio de Heliópolis… y que sólo se transmitía a los iniciados de viva voz. Cristo continuó con esa tradición; en el Evangelio de Mateo habla de «los misterios del Reino de los Cielos» como de un secreto que se esconde en parábolas, «para que viendo no vean y oyendo no oigan»: justamente al contrario de lo que todo el mundo piensa sobre las parábolas. También Él quería preservar el gran secreto ante los husmeadores profanos de la estirpe de Allegro, y hacía bien…

–Sí, pero ¿cuál es ese gran secreto?

–¿De verdad que quieres saberlo? – preguntó clavando su mirada en mí-. ¿Estás seguro?

Mi respuesta fue sostenerle esa mirada hasta que al fin lo dijo:

–El gran secreto de los esenios era la inmortalidad. Es decir, la continuidad de la vida física tras su muerte ritual. El mismo rito que protagonizó Jesús de Nazareth después de que lo crucificaran. Escúchame bien: Cristo no resucitó y ascendió a los cielos, sino que continuó viviendo físicamente, aquí, en este mundo.