Cuarta Parte

Demonios con forma de mujer

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Entonces Manuel no podía saber nada de ese otro misterio al que se referían Naropa y Kupka. Estaba en otro mundo o, mejor dicho, en ese otro plano de esa realidad que representaba el mensaje cifrado en la losa.

Durante el día, el gran excéntrico permanecía en su celda, transcribiendo y cotejando sus averiguaciones. A mediodía se hacía servir la comida de los lamas, y luego sesteaba con la botella de arak que le suministraba Tushita, White Tiger, el Tigre Blanco, directamente importada de las selvas de Kerala para Su Graciosa Majestad. Sobre las cinco Manuel y Tushita, se encaminaban hacia la gran losa. A eso de las siete se concedían un refrigerio mientras un par de operarios ajustaban cuatro grandes hachones sobre los mástiles del dosel. Poco después, ya con el escenario montado, comenzaba el espectáculo.

Recapitulaba todo lo esbozado hasta entonces y hacían hablar a la piedra. Y verdaderamente la piedra hablaba. Manuel se volvía a recostar sobre la losa, cerraba los ojos para dar más vida a sus manos, y se hacía un gran silencio. Bastaba un gesto para que Tushita se tendiera junto a él. De esa manera recomenzaba la parte más espectacular de su escenificación, entre susurros reptantes, transcripciones y hasta imprecaciones.

Antes que los expertos de la expedición arqueológica, los nativos supieron encontrarle un sentido a aquella inaudita representación. De un día para otro, los niños de Mulbek se acostumbraron a seguir las pantomimas de aquellos dos locos sobre la piedra, y les parecieron muy divertidas. Enseguida trajeron a sus padres y, en menos de una semana, familias enteras convergían hacia el lugar con toda naturalidad, todos los días a la misma hora, al caer la tarde. Se instalaban sobre esteras cada vez más numerosas, alguien comenzaba a batir una darbuka, las mujeres desenvolvían sus hatillos de hojas de baniano, corría de un lado a otro un pellejo de vino, al tambor se unía una flauta de pastor o el zumbido de una cítara. Como a la llamada de un conjuro, hasta los nómadas de las montañas acabaron por acercarse a ese espacio que intuían sagrado.

También ellos se cruzaban historias entre susurros. Superstición o cercanía a ese primigenio orden cósmico que hemos olvidado quienes nos llamamos civilizados. Miradas muy anteriores a Euclides, que no pueden explicarse con teoremas. Inhalaciones de un incienso muy espeso que abre las puertas de la percepción bajo ese cielo de estrellas vivas, donde todo habla y todo escucha. En ese escenario de fin del mundo, a la luz de los hachones, fue naciendo así una leyenda que crecía noche tras noche. Un anillo invisible acabó uniendo a aquellos dos hombres y a toda aquella gente que les contemplaba trabajar sobre la gran losa de Mulbek con una mezcla de fascinación y temor reverencial, como si esperasen la exhumación o el advenimiento de un nuevo dios desde las profundidades de la piedra, bajo la mirada displicente del gran Buda rojo.

De esa manera, mientras Manuel Nájera descifraba una crónica mítica buscando sus raíces reales, su propia realidad fue derivando en una leyenda donde cada día resultaría más difícil deslindar lo real de lo imaginario. Los fragmentos que iba extrayendo de la piedra resultaban cada vez más desconcertantes y alejados del canon que se presumía en el Libro de Cristal, algo que inquietaba sobremanera tanto a Dieter Kupka como al venerable Gyalpo Naropa.

La memoria era la primera gran clave, ¿pero cómo se podía interpretar la memoria futura del último Buda? Todos conocían en el campamento la paranoia de Manuel y, aunque no lo manifestaran, dudaban mucho de su primera traducción, donde se había permitido relacionar el cuarto animal que visitó al Bienaventurado, el pez, con el signo secreto que cifraba el nombre de Cristo entre los primeros cristianos. Otra vez el loco de Nájera, y su obsesión de que Cristo sobrevivió a la cruz y emprendió un misterioso peregrinaje hacia el Tíbet. Lo que no sabían era que Manuel, precisamente, había ido allí para refutar sus propias creencias, para enterrar esa paranoia y librarse de sus fantasmas. Pero allá estaba otra vez el mismo término, metteya, es decir, Maitreya, de nuevo el Buda Futuro profetizado por el mismo Sakyamuni, aquel que habría de venir quinientos años después de su muerte, el que «será de tez clara», bagwa metteya, el Buda Blanco.

Lo inquietante comenzaba con el siguiente fragmento, metteya-sidu-mana, donde volvía a aparecer ese término obsesivo, mana, la irradiante luz ultravioleta que contenía el Arca de la Alianza, la misma que bañó a Jesús en el sepulcro de José de Arimatea. Y junto a él, otra palabra no menos inquietante, sidu, otra alusión a la energía sagrada del hombre. Hasta ahí, forzando los límites, podía entenderlo: Buda profetizó un nuevo Buda, que podía ser -o no- el Cristo de las Escrituras. Al fin y al cabo, todos los iluminados tienen algo de sidu, como el mismo Siddharta -literalmente, «aquel que cumple el objeto de su venida»-. Todos los Siddhartas se llaman a sí mismos Luz, como Cristo se proclamaba Luz del Mundo, como Buda en sánscrito significa Luz. Y todos ellos hablan de despertar en el hombre esa poderosa energía interna que llevamos latente como un olvido.

La gran perturbación, sin embargo, tenía que ver con lo insólito de otras voces surgidas de la piedra sin equivalente en ninguna cultura conocida. ¿Cómo podía interpretarse «todo hombre lleva dentro de sí el embrión de un ángel»? ¿Y la alusión a la gran consciencia o a la estrella Origen? ¿De dónde venían, quiénes eran esos alucinantes «hijos de la raza solar»?

Sólo la Cábala hebrea se adentraba en laberintos comparables, pero jamás en esos términos. ¿Podían ser descendientes de los hebreos los que tallaron su testamento sobre esa losa? ¿Descendientes o antecesores? Cualquiera de esos dos desvaríos justificaría al menos la importancia de la memoria en su traducción. Pero lo que vino después, tras una larga semana acariciando la piedra negra, conmocionó hasta los cimientos a toda la comunidad de Mulbek:

Y el Pez se hizo Cordero entre los hombres dormidos, y al despertar el Iluminado y el Caminante eran uno, y de su boca salían palabras que eran luz en la noche, y dijo así: «En todos los universos visibles e invisibles no existe más que una sola y misma fuerza, sin comienzo ni fin, sin más ley que la suya, sin más destino que llevar al hombre hasta la consumación de la genética solar que está cifrada en cada uno de vosotros a través del embrión ángel. Sabed por tanto que vuestro futuro destino depende de la pureza de vuestro corazón y esperadlo todo de vosotros mismos, pues cada hombre puede despertar dentro de sí un poder muy superior al de los dioses.

Todo el mal de este mundo procede del olvido de esa enseñanza de las estrellas y de la traición al sol. A través de la luna, otros hijos de los soles muertos quisieron darse cuerpo en el hombre tentándole a matar y a alimentarse de lo matado. Cuando la carne muerta de los animales se mezcló con la luz viva del hombre, su espíritu se convirtió en un bocado tierno para la Bestia, y el hombre entró en guerra con el hombre, y creó todos sus infiernos. Limpiad esa sangre de vuestras bocas, de vuestros cuerpos, de vuestra mente y de vuestro corazón. Purificaos para vuestro segundo nacimiento.

Así como nacisteis y fuisteis dados a la luz por la puerta de la vida, cuando el alma abandone vuestro cuerpo partirá con un ardiente deseo de nacer de nuevo y habréis de daros a la luz por la puerta del corazón. Según la medida de luz que contenga, así será vuestra vida futura. Si por vuestra boca sale sombra de animal, os degradaréis en animales de las sombras. Si por vuestra boca sale luz, vuestra palabra fecundará como la buena simiente en los nuevos cielos. Como semilla vinisteis y como semilla os iréis para seguir siendo, pues hasta el deterioro y la muerte son parte del crecimiento, como Nirvana y Samsara son una misma y única cosa, vacío y plenitud, relámpago y silencio. Así será y así seguiréis siendo siempre, hijos del origen, embriones solares os llamo, pues algún día seréis soles radiantes en el jardín de estrellas, allá donde mora la inteligencia del universo. Despertad pues al ángel que duerme en vuestro corazón, sabed que todos los poderes están en vosotros y no tengáis miedo a cruzar la última puerta.

En el libro de actas de Dieter Kupka, de donde transcribo este fragmento, aparecen subrayadas unas cuantas expresiones. Al parecer son las que más le desconciertan de las dos traducciones, anotadas como Losa 1 y Losa 2. Curiosamente, alrededor de las tres últimas se permite avanzar un par de interrogantes donde parece prestarse al juego.

De esta manera:

pez cordero

Iluminado Caminante

hijos de los soles muerto hijos de la carne

estrella Origen hijos de la raza solar

embrión ángel Cámara del Embrión

puerta de la vida puerta del corazón ¿Puerta de Mulbek?

No obstante, en la página siguiente destaca dos frases que parecen desconcertarle aún más y que subraya con un furioso textliner verde fosforescente.

Algún día seréis soles radiantes en el jardín de estrellas, allá donde mora la Inteligencia del Universo

y

hasta la consumación de la Genética Solar.

¿Cuál era su significado? ¿De dónde procedía esa terminología inaudita y a dónde pretendía llevarles con su traducción? Verdaderamente, aquella losa tenía algo de fascinante y abismal. ¿Qué había debajo de ella y más allá? Abismo y sólo abismo. Luz de abismo. Después de todo, la misma luz la que iluminaba desde dentro -y desde siempre- a aquel loco irremediable llamado Manuel Nájera.