Recuerdo otro viaje que nos volvió a reunir en Yemen, cuando yo iba detrás de un reportaje sobre Osama Bin Laden, que entonces era un personaje casi anónimo, mientras que Manuel supervisaba el hallazgo de un presunto palacio de la reina de Saba, muy al norte del país, en las montañas. Acordamos compartir una destartalada pickup que acabó por subirnos, en un milagro equivalente al del caballo de Mahoma, hasta los nidos de águilas de Jabel Mihan y Sakhara. Ni Bin Laden ni la reina de Saba nos estaban esperando allí, y en una encrucijada sin señalización alguna echamos la moneda al aire… y acabamos perdidos en lo alto de otra montaña, que sólo podía ser la del fin del mundo.
También entonces caía la noche de una manera espectacular. Frente a nosotros la vista se perdía una sucesión infinita de cumbres azules y violetas que las sombras iban engullendo silenciosamente. De pronto, comenzó a elevarse en la lejanía la voz rota de un muecín llamando a la plegaria. Una voz a la que enseguida se sumó otra, y luego otra, una por cada minúsculo punto de luz perdido en aquellas cresterías imponentes. Nos bajamos de la pickup sobrecogidos por lo que estábamos viendo y oyendo, aquellas voces resonando de montaña en montaña, en una polifonía tan portentosa que rozaba lo sobrenatural. Perdidos en aquella desolación infinita, ese canto nos traspasó el alma, como si esas voces que se elevaban hacia lo alto surgiesen de las mismas gargantas de las montañas y con nuestro silencio participáramos en aquella invocación sagrada.
No sé cuánto tiempo permanecimos así, hasta que se apagó la última luz y la última voz, y todo el cielo quedó tachonado por una inmensa siembra de estrellas donde la Vía Láctea se destacaba tan diáfana y luminosa como una autopista hacia el país de los sueños. Pero nosotros seguíamos igual de perdidos. ¿Qué podíamos hacer? «Justo lo que estás viendo -exclamó entonces Manuel- si no encontramos el camino aquí abajo, conduciremos a través de las estrellas.» Y así lo hizo. No me importa que no me crean: condujo absolutamente a la deriva pero sin vacilar ni un instante, y en apenas una hora alcanzamos una gasolinera perdida donde al fin nos pusieron en ruta hacia Sanaá.
Quiero pensar que aquella noche, volviendo de Tielontang, le sucedió algo parecido. Un atestado del puesto fronterizo de Tengri Nor constata que pasó por allí entre las nueve y las diez de la noche del jueves 29 de agosto de 1981. Un par de soldados le hicieron detenerse y firmar en su libro de registro. Imagino a Manuel ofreciéndoles una botella de vino de Noé y unos cuantos dólares. Con eso creyó resolverlo todo. Nunca imaginaría hasta qué extremo ese incidente, en apariencia irrelevante, iba a resultar decisivo.
Sobre la medianoche, ya con el depósito en reserva, entraba en la desierta plaza de Shyok. Detuvo su jeep preguntándose dónde podría conseguir una cerveza a esas horas. Un rostro emergió bajo el voladizo del reloj eternamente parado a las nueve cincuenta y nueve: era Tushita con una cerveza en la mano, el hombre que jamás le fallaría.
Seguro que había tenido noticias de la barbarie de Tielontang, y debieron comentarlo durante el viaje de regreso a Mulbek. ¿Cuál fue la versión de Manuel? Es decir, qué fue lo que le contó a Tushita: ¿la crónica del genocidio o el descubrimiento de la biblioteca secreta de los esenios? Probablemente se extendió con lo primero, para respetar el pacto de silencio con Abba Komay. Esto explicaría la cita que aparece a vuelta de página en su cuaderno amarillo. Una cita que podría suponer un punto de inflexión en esta historia: Ayer noche, Tushita me informó que en la región de Drang Tsé, muy cerca de Tengri Nor; el ejército chino había interceptado un importante cargamento de armas destinado a la guerrilla.
Por primera vez encontramos en su diario una referencia política. Y asimismo por primera vez refiere una conversación sobre este tema con Tushita. Había comenzando siendo su chófer, enseguida lo convirtió en su mano derecha, incluso para traducir la losa. ¿Qué sucedió entre ellos tras su viaje a Tielontang? Dos días después, Manuel precisa que tuvo que abordar él solo la traducción del tercer fragmento de la losa: Tushita fue llamado a Leh para resolver cuestiones administrativas que le ocuparon toda la semana. Ni una palabra acerca de Tara. El viaje a Tielontang lo había cambiado todo.
El mismo Kupka me confirmó, cuando tuve ocasión de entrevistarme con él, que aquel viaje marcó un antes y un después en el comportamiento de Manuel. No me ocultó que le esperaba bastante enfadado por haber tomado su landróver sin permiso. No obstante, cuando lo vio regresar por la quebrada y nada más apearse del jeep ofrecerle un par botellas de vino con sus disculpas, no pudo dejar de aceptárselas y le invitó a compartir una. Nájera volvió a sorprenderle, se excusó alegando que no tenía tiempo, «pues debía practicar ciertas mediciones».
Y volvió a desaparecer nuevamente a bordo del landróver de su colega, que se quedaría mirándole estupefacto. Al día siguiente, como si no hubiera sucedido nada, regresó a la losa. Ahora bien, al tercer día se encerró en su celda con todos sus manuscritos para entregarse a una actividad frenética que no interrumpía salvo para dormir, dos o tres horas a lo sumo, como también me confirmó el lama Naropa, quien «velaba por él día y noche».
¿Qué nueva conexión oculta había descubierto entre la Cámara del Embrión y la cripta de Tielontang? ¿Cabía la posibilidad de que esa crónica subterránea emprendida por los escribas de Qumrán, y continuada por los de Mulbek, y luego por los de Tielontang… marcase un itinerario hacia la legendaria ciudad de Agartha, y que ésta fuera una realidad, y sus habitantes los hijos de una raza de elegidos bendecidos por la energía crística, la luz del mana, la fuente de la inmortalidad? Entonces, aquel anciano sin edad, el padre Komay… ¿quién era realmente?
Ni Kupka ni Naropa consiguieron sacarle una palabra. Pero ni siquiera Manuel se atrevía a encarar lo que acabó por descubrir cuando recordó las indicaciones de Abba Komay, y las puso a prueba. La noche de su regreso, cuando subió a la Puerta ya casi con el amanecer, comprobó de nuevo su orientación. En efecto, todo el conjunto monumental estaba orientado de Este a Oeste. ¿Qué podía significar? Al principio no encontró ninguna respuesta. Anotó el dato en su cuaderno bajo un interrogante, y no volvió a cuestionarse nada. Dos días después, cuando concluía su jornada sobre la losa y recogía sus utensilios, observó que su brújula había comenzado a girar sin dar el norte con fijeza. De pronto, aquella placa de basalto registraba un fuerte incremento del magnetismo terrestre.