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En todo ese tiempo, la mujer enmascarada no dijo nada. Simplemente asistía como testigo a la constatación de unos hechos. Con toda probabilidad fue ella quien puso las cargas explosivas en los pasos que conducían a la caverna donde se guardaba el Libro de Cristal, la que selló la gran losa de basalto e hizo desaparecer todos los papeles que escribió Manuel Nájera en la gompa de Mulbek, salvo esta pequeña agenda amarilla sobre la que reconstruyo ahora toda esta historia. ¿Quién era esa mujer? Desde luego, mientras siguiera encañonándole con su revólver, sobraban todas las preguntas. Muchas se respondían solas. De hecho, si el padre Stellios se despidió diciéndole que también iba a volar los pasadizos que conducían a la biblioteca secreta de los esenios, allá en Tielontang, nada más lógico que hiciera todo lo posible por cortar todos los caminos que conducían al enigma desde la cueva de Mulbek.

Ahora bien, vinieran de donde vinieran las órdenes, y fueran quienes fueran quienes lo habían decidido todo, ¿qué destino tenían reservado para Manuel?

Verdaderamente, si había conseguido descifrar por sí mismo todas las claves, ¿no se merecía que lo condujeran hasta la legendaria ciudad de Agartha, que le concedieran al menos una audiencia con esa raza de inmortales a los que Naropa llamaba los Fundadores? Después podían hacer con él lo que quisieran, su vida habría llegado a su dimensión máxima. Hasta hubiera comprendido que no le consintieran regresar.

Mientras el Cadillac seguía ascendiendo, Manuel no pudo evitar recordar aquella película en blanco y negro que tanto le impresionó siendo niño. Un avión se pierde en una tormenta de nieve mientras sobrevuela los Himalayas. Está a punto de colisionar pero milagrosamente realiza un aterrizaje forzoso en un valle que no aparece en los mapas. Ese valle conduce a un paraíso perdido, la mítica Shangri-La, donde los tripulantes del avión comienzan una segunda vida llena de felicidad, como si hubieran muerto y renacido en el Jardín del Edén. ¿No eran Loretta Young y Douglas Fairbanks los protagonistas? También había un anciano muy anciano, una especie de Anciano Ancestral rebosante de sabiduría que les revela todas las claves. ¿Serían algo parecido a eso los Fundadores de Agartha? ¿Y estarían Siddharta Gautama y Jesús el Cristo entre los príncipes de esa raza solar?

Así como había encontrado la tumba de Jesucristo bajo la losa de Mulbek, además de su última encarnación humana, también podía haber un paso… El que atravesó su cuerpo astral para proseguir su peregrinaje hacia la última Puerta del Sol, la Puerta de Agartha.

¿Podía permitirse Manuel Nájera seguir soñando, con esa mujer apuntándole a su lado? No, aquel no era un viaje de placer. ¿Por qué lo secuestraban, a dónde le conducían? El ruido agónico del motor siguió siendo la única respuesta hasta que coronaron el paso de Sangchen-La y se abrió ante ellos esa cortada por la que descendía el río Indo con un rugido atronador, ansioso por inundar las vastas llanuras del Panyab.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que pasó por allá por primera vez, cuando apenas conocía a Tushita y Mulbek era para él un lugar desconocido, sin budas ni mujeres de las que enamorarse, sin revelaciones de ninguna especie? En apenas unas semanas había accedido a las fuentes de un conocimiento excepcional que hubiera podido cambiar la historia del mundo. Aquel viaje hacia la cumbre de sí mismo no se correspondía con este regreso al infierno. Ya no podía seguir engañándose con finales maravillosos. Como en el juego de la oca, regresar al punto de partida significa que has cometido un grave error y debes comenzar de nuevo. ¿Qué juego, qué laberinto, qué puerta tendría que descifrar ahora para seguir adelante?

Su mente resbaló de un pensamiento a otro, y se le dibujó una sonrisa vencida que no se molestó en ocultar. Al contrario, se inclinó hacia delante y puso una mano sobre el hombro de Tushita.

–Espero que lo que voy a decirte no te moleste -exclamó, mientras le pasaba la botella-, pero antes de que esto acabe, tengo que contarte algo.

Tushita apuró un buen trago. «Adelante, cuéntamelo -pareció decirle con una mirada-, yo también lo necesito.»

–Verás, desde el día en que nos conocimos, ¿te acuerdas?, cuando viniste a recogerme al hotel de Srinagar, me pareció ver algo en ti, en tus gestos, en tu manera de hablar y de mirar… Todo este tiempo he estado dándole vueltas a eso. Ahora ya sé a quién me recuerdas tanto, Tushita. ¿Sabes a quién?

–¿A quién, Nájera San? Puede decírmelo.

–Eres mi mujer -sentenció Manuel-. Es decir, eres mi mujer reencarnada en Tushita.

El chófer parpadeó, pero no dijo nada. Le pasó la botella y siguió conduciendo.

–Vale, estoy un poco borracho, pero te juro que es así -insistió Manuel-. Según la tradición budista podemos reencarnarnos en alguien de otro sexo, ¿no es así? Los hombres en mujeres y las mujeres en hombres.

El tibetano esquivó su mirada, le hacía daño. Una de esas noches de alcohol y confesiones hasta la madrugada, Manuel le había contado la historia de la muerte de Carmen. Si ahora le contaba esto, seguro que no le movía deseo alguno de herirle, sino más bien la intención opuesta: hiciera lo que hiciera con él, quería absolverle.

«Al fin y al cabo, no eres tú, amigo mío, quien me lleva en este Cadillac Corvette de regreso al punto cero. No eres tú quien de un momento a otro, va a detenerse y decirme que me baje a punta de pistola suplicando al mismo Buda que no me resista. No, Tushita, no vas a ser tú quien me hundirá su frío cañón en la nuca, ni el que cerrará los ojos mientras aprietas el gatillo, ni el que romperá a llorar cuando me saltes la tapa de los sesos… No, será Carmen quien haga todo eso. La que tanto me quiso y a la que nunca comprendí. La que ha venido hasta aquí para llevarme con ella, para vengarse.»

Pero, ¿y si esa mujer fuera otra? ¿Por qué no Shalimar, la activista del Mogul Gardens? Sea quien sea, ya no podemos seguir ignorándola. Tras más de cien kilómetros de silencio, la mujer enmascarada al fin se descubre sin dejar de apuntarle. Manuel mira sus bellísimos ojos de jade como si estuviera viviendo un sueño.

–Era tu última oportunidad, Nájera San. Te lo advertí, te lo dije hasta que dejaste de escucharme, y aun entonces te entregué una vida para salvar la tuya, como Tushita estuvo a punto de perder la tuya por ti, y ni aun así entendiste…

–No, nunca te entendí… Sólo te quería, me bastaba con eso.

–Vamos, no sigas engañándote. No viniste a Mulbek por mí, y tampoco te detuviste por mí. Ni siquiera esta mañana, cuando has cometido el más grave de todos tus errores. ¿Cómo te has atrevido?

–Una vez que descifré a la clave final, ya no podía dejar de hacerlo. ¿Quién se hubiera resistido a contemplar cara a cara el rostro de Cristo, sabiendo que lo tiene a un palmo debajo de una losa?

–¿No recuerdas lo que dice tu Biblia? «Nadie puede ver el rostro de Dios y seguir vivo.»

–Entonces tenía que haber muerto mucho antes, Tara, porque yo vi el rostro de Dios detrás de ti desde la primera noche que hice el amor contigo. Y ya no me importa que no me creas: ya no me importa nada.

–Eres un niño, Nájera San. Te creo porque eres un niño, sólo por eso. Por eso no me entendiste entonces, no entiendes nada: no sabes lo que es el amor, ni en qué se funda. Y sin embargo…

«Y sin embargo, sólo mi amor podría haberte salvado», seguro que ese final de novela rosa se quedó colgado del aire. Pero si Tara lo pronunció, yo no me atrevo a escribirlo. Es difícil escribir con un nudo en la garganta, cuando sabes que tu mejor amigo va a ser ejecutado y él también lo sabe, y comienza a caer la noche, una noche definitiva, que ya nunca jamás podrás olvidar.