–¿Qué veo? Nada. Mirar tus ojos es como asomarse a un espejo oscuro.
–Mientes, Nájera San, yo sé que has visto en mí algo que no habías visto antes en ninguna mujer. Y eso que has visto es parte de ti, aunque te da miedo. Pero yo soy Tara, yo te he escogido, ¿me oyes? Yo te he escogido. Estoy aquí para salvarte, porque sé lo que vas a hacer y he venido para detener tu muerte.
Mientras la escucha Manuel reconstruye aquella conversación entre Kupka y Naropa. «Yo te he escogido», esa es su respuesta, su confesión de amor por encima de todo y de todos. Pero, ¿y eso de que venía para detener su muerte?
–¿Por qué he de creer en ti, por qué…?
–Porque lo sabes, porque has oído latir mi corazón y sabes que te quiero… Como yo sé que estás a punto de hacer algo muy peligroso, Nájera San, mucho más de lo que tú crees.
No, no es la belleza de su rostro, su curvatura de porcelana en la penumbra, ni esos ojos rasgados. Basta con su voz, la voz de Tara está llena de verdad. Manuel acepta sus caricias, pero se resiste a aceptar sus palabras.
–¿Quién sabe lo que es peligroso y lo que no lo es?
–Dudar es lo peligroso y tú siempre dudas, y tus dudas pueden causar más daño a los demás que si actuases contra ellos. – ¿A qué se refería, a su viaje a Tielontang? Era imposible que lo supiera-. Lo sé todo de ti, Nájera San -prosiguió, como si pudiera leer su pensamiento-. Estás perdido. Por eso buscas mujeres de luz como yo, pero no ves nada. Te pierdes en los cuerpos, bebes para saciar tu sed, pero nunca llegas al manantial.
–Estoy descifrando un enigma que va a cambiar el mundo…
–Pobre Nájera San, te crees un sabio y no sabes nada. Lo que más desea una mujer, lo único que te va a pedir no es que cambies el mundo sino que le des amor, y tú no sabes dar amor. Sólo cuando sepas dar amor, el libro de piedra hablará para ti…
–Muy bonito, princesa, pero no sé qué tiene que ver lo uno con lo otro. Además, el libro ya me está hablando. Mira, te voy a contar…
–Calla, no sabes nada. Déjame hablar con la mujer que llevas dentro, Nájera San. Aunque seas hombre, tú puedes dar a luz, como mujer, ¿entiendes? Yo voy a enseñarte, yo te enseñaré siempre, Tara lo sabe todo, sólo por eso tienes que llevarme contigo.
–¿A dónde quieres que te lleve? – Su pregunta está a punto de completarse con un destino. ¿A Tielontang? Pero no lo dice.
Es Tara quien lo dice por él. En efecto, lo sabe.
–Si vuelves vivo del Aksai Chin, me llevarás a Europa contigo. Prométemelo.
–¿Cómo sabes que voy a hacer ese viaje, quién te lo ha dicho?
–Lo sé todo de ti, Nájera San. Sé quién eres, he abierto tu libro y he leído en él. Tu llegada era la señal que esperábamos, no deberías ir más allá. Pero si lo haces, escúchame bien, habrás de protegerte mágicamente y respetar el poder de los que duermen…
–No te entiendo, pero te doy mi palabra de que haré lo que me dices.
–Así lo espero -responde Tara más enigmática que nunca-. Tu camino te lleva a la Puerta, pero aún tienes que pasar otra puerta antes de descubrir qué hay más allá de lo que ahora llamas vida, y esa otra puerta soy yo, Tara, tu reina, la reina que te cortará la cabeza si me desobedeces.
Las ventanas están abiertas, el canto lúgubre de los monjes inunda la celda y al mirarse en ella ya sólo ve unos ojos ardiendo como lignito, después suaves como flores, luego un cuerpo tomando forma bajo la luna, una luna que se hace carne, una mujer que se ofrece simultáneamente como un maleficio y como un talismán. ¿Qué sentido tenía ya que le preguntase por qué? ¿Era la mujer de Naropa y se le ofrecía para condicionar su traducción? ¿O tal vez era verdad que le quería, y buscaba en él alguien que le ayudase a escapar de Naropa, del Tíbet, de su propio infierno? Esa mujer que se le entregaba una noche más no era más accesible para él que el misterio de la losa de Mulbek. Una superficie dúctil al tacto pero impenetrable, casi imposible de leer, ¿y debajo de eso qué?
Cada puerta que se abre conduce a un vacío mayor. Cada mujer de la que te enamoras, te hace depositario de un secreto. Cada vez que hacemos el amor, algo innombrable se da, algo innombrable se recibe. Suenan las últimas campanas, las palomas duermen. Bajo una luna de hielo los monjes recogen sus címbalos y desaparecen en una larga procesión hacia la torre del silencio donde un impuro, un ragyab, despedazará el cuerpo del anciano muerto. En lo alto del acantilado, sobre la cabeza del gran buda rojo, la puerta cósmica se cierne como un desafío bajo las estrellas, y un hombre y una mujer la atraviesan desnudos, cogidos de las manos. Sí, ¿por qué no? Cuando acabe todo esto me la llevaré conmigo a San Sebastián. Viviremos en un estudio cerca del puerto, buenos vinos y unos pocos amigos. A las cuatro de la mañana Tara lucha por despertarle.
–¿Qué te pasa, Nájera San, qué te pasa? – le dice una y otra vez, pero Manuel no puede contestar-… Estabas gritando en sueños, gritabas…
Sin decir nada, sin preguntar qué gritaba, Manuel se abraza a ella y apoya su cabeza sobre su regazo. La oscuridad de la noche le ayuda a llorar. Sabe que los tiempos felices nunca regresarán.