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Un incómodo silencio se instaló entre nosotros. Tras clasificarlo poco menos que como un espía, la embajada británica habían barajado la conjetura de que Manuel se hubiera implicado con los servicios secretos chinos, para pasarles información sobre la guerrilla tibetana. Estaba claro que Naropa había sido informado. Conociéndole incluso cabía la posibilidad de que precisamente él hubiera sido el informador. El silencio se quebró con el repique de una campana.

–Aunque me lo jure cien veces -dije al fin-, jamás creeré que un apasionado de la cultura tibetana como Manuel Nájera tuviera algo que ver semejante barbarie.

El lama endureció el gesto pero no desdibujó su leve sonrisa de cortesía.

–Los servicios de inteligencia no han descartado esa posibilidad. Recuerde que apenas unos días antes su compatriota visitó Tielontang, y se encontró con un monje nestoriano que acababa de volar las criptas de su cenobio para que sus tesoros no cayeran en manos de los bárbaros.

–Nájera nunca hubiera actuado así.

–Tenga en cuenta que regresó de allí en un landróver. Y en un landróver caben muchas cosas… Por ejemplo, los ciento cincuenta kilos del mismo explosivo plástico que se empleó aquí.

–No insista: pierde el tiempo conmigo si continúa por esa línea.

El lama bebió despacio un trago de té humeante. Cuando volvió a mirarme, supe que todo lo que vendría después ya sólo era la versión oficial, su versión oficial pausadamente urdida y macerada para dejar bien atados todos los cabos bajo la cúpula de la perfecta armonía, incluido aquel Buda reventado de un bombazo.

–En fin, sabrá que una de mis esposas, la que llamábamos Tara, estaba integrada en el Frente de Liberación Tibetano.

–No -mentí-, no lo sabía.

–Yo tampoco tenía la menor sospecha. En la gompa de Mulbek ha provocado una conmoción.

–¿Por qué me lo cuenta entonces?

–¿Le pareceré más convincente si le hablo de su amigo a través de ella?

El idilio de Tara y Manuel contado por Naropa cumplía todas las exigencias de una buena novela de aventuras: con su parte de intriga, su punto de exotismo, y hasta su dosis de romanticismo, donde el propio Naropa -su comprensión, su apertura de conciencia, su lectura del amor más sublime como entrega incondicional- jugaba un brillante papel protagonista.

–La verdad es que es una historia preciosa -exclamé, antes de que acabara de pervertirla-, pero no acabo de ver cómo encajarla en todo esto. Tampoco imagino un Frente de Liberación Tibetano que destruya por las buenas su patrimonio nacional. Hasta donde sé, sus líderes son budistas… y no tienen nada que ver con los talibanes. Por cierto, en otro tiempo, ¿no fue miembro de esa organización el mismo hermano del Dalai Lama?

–Sí, así fue… en otro tiempo.

–¿Entonces, cómo se justifica lo que acaba de contarme?

–Pregúntese qué sucedería si, de pronto, el Buda de Mulbek y el Libro de Cristal se convirtiesen en atracciones mundiales. Yo se lo diré: de un día para otro todo el Tíbet y este monasterio en particular se convertirían en destinos turísticos para los occidentales. Y eso tendría consecuencias en todos los órdenes.

»Muy lejos de favorecer nuestros intereses, India y Nepal, presionados por Europa, firmarían una apresurada entente con China y todo el Aksai Chin quedaría en su poder a cambio de garantizar la seguridad de los millares de visitantes que subirían aquí para fotografiarse junto al Buda Maitreya y el portentoso Evangelio de Jesucristo. Los activistas tibetanos serían exterminados como ratas y el Tíbet, un Tíbet definitivamente despedazado, jamás recuperaría su independencia.

–Ya -me limité a decir.

Entendí que sus razones eran perfectamente válidas para los ideólogos de ese Frente de Liberación, pero también para toda esa clerigalla de la orden Nyingmapa: si el Libro de Cristal contenía el Evangelio de Cristo, ese descubrimiento supondría el fin de una mentira milenaria. Pues, así como el cristal de roca, entre sus páginas venía cifrada una auténtica batalla entre la opacidad y la transparencia. No era ya la superioridad del camino Mahayana sobre el Hinayana lo que estaba en cuestión, sino el oscurantismo que sustentaba su teocracia. Si se hacía la luz en esa cueva, se tambalearían todas las cúpulas y tronos lamaístas, incluida la suma dignidad del Dalai Lama en su Vaticano de Lasha.

Dos mil años antes, Pablo de Tarso escribió sibilinamente: «Si el Cristo no hubiese resucitado, sería vana nuestra fe». Dos mil años después, Naropa hubiera podido formular algo parecido: «Si vuestro Mesías fuese nuestro Maitreya, toda nuestra fe se vendría abajo». Y es que en modo alguno podrían aceptarlo como continuador de la senda emprendida por Siddharta Gautama, sino como alguien muy parecido a su antagonista.

Sus doctrinas, en apariencia semejantes, son en esencia inconciliables. El Buda Sakyamuni jamás se consideró un dios encarnado: jamás manifestó que viniera a cumplir una profecía, ni se prestó a sacrificarse por la salvación de la humanidad. La resurrección cristiana puede parecer una variante de la rueda de reencarnaciones, pero la máxima perfección budista supone trascender el Samsara en Nirvana -es decir, acceder a la desintegración absoluta de la conciencia en la luz-, y el Cristo prometía en cambio un segundo nacimiento más allá de esta dimensión, preservando la conciencia y hasta la memoria a lo largo de infinitas vidas donde los que se purificaran llegarían a ser ángeles, y luego tal vez soles y estrellas pensantes y sintientes, que jamás olvidarán su raíz humana, ni aun cuando habiten en el corazón de la gran inteligencia universal.

–A partir de esa comunión en la luz -aseguraba Naropa-, podríamos comenzar a entendernos como creyentes. Pero las jerarquías nunca se entenderán. Del Vaticano a Lasha, ¿cuántos pasos habríamos de dar sobre nuestros propios abismos? ¿Cuántas mentiras, imposturas y mixtificaciones habríamos de desmontar, y a cambio de qué? Y lo peor de todo, ¿quién creería en nosotros después de eso? Si vuestro Mesías es nuestro Maitreya, tendríamos que renunciar a nuestras dignidades y prebendas, a la veneración de nuestro pueblo, a nuestras jerarquías e incluso a estos templos que ellos tanto despreciaron. Para nuestro alto clero, como para el vuestro, eso jamás pasará de ser una utopía. Una utopía autodestructiva, pues supondría el final de nuestra infalibilidad. Por eso ni nuestro Dalai Lama admitirá que Gautama fue un precursor de vuestro Nazareno, ni vuestro Papa reconocerá jamás que Jesucristo pudiera ser nada más que otra reencarnación de nuestro Buda.

No esperaba tanta franqueza por su parte, ni que mi elocuencia alcanzase tales cotas de esplendor. Yo, un humilde periodista freelance, nada que ver con el gran orientalista Manuel Nájera, el gran experto en religiones antiguas, de pronto me ponía a hablar como él, y argumentaba brillantemente:

–Y sin embargo -me vi diciendo-, qué fácil serla todo si los que pueden hacerlo revelaran lo que ocultan desde hace milenios. Vuestros hermeneutas y los nuestros, los doctores de nuestras iglesias y los vuestros, vuestro Dalai Lama y nuestro Papa saben mejor que nosotros que Buda y el Cristo no son sino manifestaciones de esa inteligencia cósmica que generó el Big Bang. ¿Qué más da quién sea quién? Si el autor del Libro de Cristal es el Maitreya que esperabais y si de pronto ese Buda es un Buda que habla de Dios, aceptadlo como aceptaremos nosotros a este Jesucristo inaudito que aquí, en Mulbek, habla no ya de la eterna encarnación del Verbo, sino de las sucesivas reencarnaciones de sus hijos, hasta acceder a la plenitud de la vida en la luz.

»No me cabe ninguna duda de que en ese Libro, lámina sobre lámina, los sutras de Cristo y Gautama enlazan con la doctrina de los esenios y los gnósticos, con el Demiurgo de Platón, con el Cristo Omega de Teilhard y aun con el mismo Ente Infinito de los filósofos racionalistas. Siempre el mismo aliento de luz haciéndose dios en sí mismo y en el hombre. Una y otra vez la misma doctrina universal, como ese Jesús el Cristo que manifestó su no-muerte en la Cruz, su despertar en la Luz y su segunda vida en los Himalayas, siempre en camino hacia Agartha, la ciudad de los Fundadores, el centro espiritual supremo donde mora el Rey del Mundo y del que partieron los ángeles que sanaron a Cristo mientras dormía en el sepulcro de José de Arimatea. El destino final a donde el Elegido siempre regresa y permanece mil años, hasta su siguiente retorno.

»¿No es suficiente milagro que exista una inteligencia cósmica que se manifiesta a través de sus enviados, llámense Hermes o Dionisos, Krishna o Cristo? ¿No es esto lo esencial? Por primera vez en la historia de la Humanidad ha aparecido un documento dictado en primera persona por uno de esos Fundadores, y preservado en una superficie inalterada y absolutamente transparente, ese maravilloso Libro de Cristal. ¿Qué habéis hecho con él? ¿Lo habéis destruido o lo habéis ocultado nuevamente, como hizo el sumo sacerdote Chenrezi con la Palabra del Caminante?

»Vamos, Naropa, atrévete a decírmelo, ¿qué ha sido del Libro de Cristal?