Todo texto sagrado no sólo está vivo, sino que aspira a transmitir a los hombres las claves de la inmortalidad. Pero los grandes maestros siempre supieron que este conocimiento proporciona poder, y que este poder no debe ser accesible a cualquiera. Todas las grandes escuelas de sabiduría crearon un metalenguaje paralelo al que sólo podían acceder, los iniciados que ya habían probado la luz del mana, es decir, los iluminados.
Manuel se había movido toda su vida entre esos textos, y no podía ignorar que dentro de cada libro hermético hay otro libro hermético y que, al final de todo eso se abre un gran silencio donde el sabio ha de escribir su propio libro dentro de sí mismo y callar. ¿Por qué? Porque la sabiduría verdadera es muda, y su esencia no es otra que mover a la transmutación interior en cada hombre. De ahí que la palabra de los grandes avatares se describiera en tantas ocasiones como un hálito, como una respiración que daba vida y que no en vano se transmitía mediante un beso ritual. Su objetivo precisa y literalmente era inspirar. ¿Cómo lo hacían? Dejando abiertas entre sus parábolas las puertas invisibles que cada iniciado debía atravesar para caminar más allá, hacia su segundo nacimiento, hacia una vida nueva, pero sin dejar huellas explícitas de su iniciación, de manera que quien intentase seguirles se perdiese en un laberinto de códigos y símbolos.
Esto no es literatura. Hablo de una evidencia. Esa lengua de luz viva que se repite en el origen de todas las grandes civilizaciones antiguas y que, a medida que éstas se degradan, deja de ser inteligible para las generaciones de la decadencia.
Los presocráticos codificaron su visión del cosmos -y de sus puertas- a través del lenguaje de los mitos, y los estoicos decodificaron la mitología a través de la física. Sus descendientes directos, sin embargo, perdieron enseguida las claves de su ciencia sagrada. En apenas dos siglos, ya sólo veían en sus relatos fábulas celestes embellecidas por los poetas. Es lo mismo que sucedió en Tiahuanaco y en Tenochtitlán, en el Uruk del gran mago caldeo Abraham, tal vez hasta en la Atlántida. Una vez cumplida la gran eclosión fundacional y perdida la gracia que sostuvo ese milagro, cuando los fundadores desaparecieron llevándose las claves de su lenguaje secreto, sus herederos se perdieron en una jungla de criptogramas muy simples grabados a la vista de todos en sus pirámides y en sus templos, pero que ya nadie sabía cómo descifrar. A partir de ese momento, privados de su luz viva, cayó la gran noche sobre ellos y toda su civilización se vino abajo.
Tal vez el ejemplo más evidente sea el del Egipto de las últimas dinastías. Tras la partida de los fundadores, su escritura luminosa se volvió borrosa ante los ojos de la casta sacerdotal que hasta entonces había participado de todos sus misterios. De generación en generación, esos jeroglíficos solares dejaron de ser inteligibles, pero ellos los sustituyeron por una nueva escritura donde aún se pudiera sustentar la letra hueca de sus dogmas. Dentro del tabernáculo, los sacerdotes sabían que sus dioses les habían abandonado y que ellos mismos estaban perdiendo aquella inteligencia de los símbolos sagrados, las claves que hacían a sus depositarios semejantes a dioses. Tanto es así que cuando los griegos empezaron a estudiar la religión egipcia, su simbolismo era ya letra muerta incluso para los más esclarecidos hierofantes de Heliópolis. No entendían nada, no podían sostener el juego, estaban perdidos. Estaban muertos.
¿Era esa la razón de que los monjes de la orden Nyingmapa hubieran mantenido oculto hasta entonces el Libro de Cristal? Si en veinticinco siglos de mixtificaciones habían hecho de Buda un príncipe de cuento de hadas tallado a su medida para justificar la teocracia, ¿qué podía suceder si su presunto sucesor, el Maitreya de Mulbek, revocaba con su palabra todos sus dogmas y todas sus divinas jerarquías?
¿Cómo se entendía que la imagen del Iluminado que enseñaba a los hombres a prescindir de los dioses, aún fuese compatible en muchas lamaserías con el tridente de Visnú o con la danza de Shiva? Si su palabra había sido una, ¿cómo se explicaba que la hubiesen escindido en un millar de escuelas, del Mahayana al Hinayana, de la Vajrayana a la Mantrayana, y así hasta la infinitud, todas orgullosamente enfrentadas, todas creyéndose superiores a las otras y, por supuesto, todas gobernadas por una nomenclatura de clérigos que administraban todo lo humano y lo divino, haciendo del Tíbet una ominosa teocracia encubierta? Si el Perfecto se abstuvo de comer carne, si desaconsejaba los sacrificios y los oráculos, casi tanto como las hechicerías de la vieja religión, ¿cómo se podía justificar que hubieran dado la espalda a todo eso, de la misma manera que le habían dado la espalda a Buda, convirtiéndolo en un ídolo, una fría estatua cubierta con panes de oro, un dios más constelado de ángeles y demonios, en las antípodas de su conmovedora verdad desnuda, de su llamada a la conciencia y al camino incesante?
Mucho mejor que ese Buda Blanco fuese el Cristo de los occidentales. Pero, sin lugar a dudas, nada más prudente que evitar que se agitaran las apacibles aguas del estanque dorado. La agitación, la controversia, la polémica en torno a un texto como aquél, podía ser el primer paso hacia una revisión de su doctrina que acabase cuestionando sus fundamentos, o poniendo a toda su casta sacerdotal en evidencia, como los usurpadores que probablemente eran. Y de los budistas tibetanos a los católicos romanos, o ante todos esos millones de seres humanos que se dicen creyentes o seguidores de Cristo, ¿qué podía suceder si Manuel regresaba a Europa proclamando que había descubierto su único y definitivo Evangelio, y que no tenía nada que ver con los aceptados y difundidos por el Vaticano?
Verdaderamente, aquel Libro de Cristal podía generar toda una revolución espiritual, cultural y, por consiguiente, también política. Aunque, lo más probable sería que, veinte siglos después, Cristo fuese utilizado como pretexto para un monumental ajuste de cuentas. Una vez que se revelase su voz a través del Libro de Cristal, y tras la convulsión que este descubrimiento produciría en todo el mundo, primero elevarían su palabra viva al cielo mediático entre cantos de aleluya, y el Cristo volvería a vivir un segundo domingo de Ramos en Jerusalén. Pero tan cierto como eso que, noventa días después, de un modo u otro, volvería a ser crucificado en el sangriento altar del choque de civilizaciones.