¿Pero dónde estaban los chinos, los guerrilleros tibetanos y los tibetanos mismos? Tras más de cincuenta kilómetros sin cruzarse con nadie, todas sus preguntas quedaron respondidas al salir de un cañaveral y darse casi de bruces con un cartel donde apenas se leía la primera sílaba de la palabra Tielontang. El resto se veía tan calcinado como el paisaje donde entró reduciendo la velocidad, con el corazón en un puño ante aquel escenario de pesadilla.
De Tielontang no quedaba más que un horizonte de campos y caseríos arrasados, las ruinas humeantes de la ciudad. Con la humareda, le llegó aquella pestilencia inconfundible: el olor a carne quemada. Carne humana. Apilados contra un paredón o arrumbados en las cunetas, aparecían pilas de cadáveres calcinados, desmembrados, pudriéndose. Chino o tibetano, algún discípulo del Bosco había pasado por allí para experimentar su sabiduría en las artes del infierno, como en el Vietnam de Apocalypse Now. Cuerpos descoyuntados, cabezas empaladas en la plaza pública, y nadie vivo para contarlo. Sólo una campana tocando a un incesante repique de difuntos, cuyos lúgubres tañidos le llevaron hasta el farallón sobre el que se alzaba aquel mítico eremitorio del tiempo del Diluvio.
Una gran cruz de San Jorge de más de veinte metros labrada sobre la pared de roca viva, la misma que vio años atrás en un reportaje de la revista Stern, le recordó las cruces que ilustraban la gran puerta roja de Mulbek. Sacó su cuaderno y cotejó los dibujos: no es que fueran parecidas, resultaban idénticas. Aquellos primeros cristianos que salieron de Siria a finales del siglo I pautaron su camino con unas cuantas señales indelebles, de manera que quedara bien claro que el cristianismo de rito caldeo había llegado hasta el Alto Tíbet. ¿Qué buscaban? ¿A quién seguían? Manuel sabía que era una temeridad asegurar sin más fundamento que los nestorianos siguieron las huellas de Cristo -¿y de María de Betania?– en su segunda vida en común tras la crucifixión.
Alzó la mirada hasta lo alto de la colina, respiró hondo y metió la primera. La campana había dejado de sonar. Había bastantes probabilidades de que dentro, más que una comunidad de monjes, le esperara aquel ejército de las tinieblas que había perpetrado la masacre. Pero ¿qué podía hacer? ¿Darse la vuelta? A medida que subía hacia el eremitorio, se hacía más perceptible el trabajo de un martillo sobre madera. Detuvo el jeep frente al arco que daba a un pequeño claustro de estilo bizantino, Al otro lado del claustro descubrió a un monje muy atareado en una ocupación muy razonable que le restituyó al presente: mientras él filosofaba, el místico claveteaba ataúdes.
¿Qué sentido tenía preguntar quién era el responsable del holocausto, ni cuál podía haber sido su causa, a aquel monje que parecía envejecer un siglo a cada paso? Al advertir la presencia de Manuel el anciano volvió hacia él un rostro flaco y descarnado, con la piel tan pegada al hueso que transparentaba la calavera. Manuel se miró en esos ojos rehundidos en sus cuencas, y apenas articuló:
–Busco al padre Komay. Me han dicho que podría encontrarlo aquí.
–Soy yo -repuso el monje-. Soy el último, no queda nadie más.
Manuel no pudo evitar una mirada alrededor: el vetusto edificio cayéndose a pedazos, su espadaña partida, los jardines de maleza… y sólo entonces percibió el inmenso abandono que contenían. Hasta aquel anciano olía a una mezcla de moho y carcoma, como si él mismo no fuese más que un pergamino perdido en el tiempo. Cuando le entregó el sobre lacrado, lo cogió sin ningún asombro y se lo guardó sin una sola pregunta. En lugar de eso, le tomó por el codo y le invitó a seguirle.
–No puedo ofrecerle mucho, pero tenemos un vino excelente. ¿Conoce nuestra viña?
Claro que la conocía. Era mundialmente célebre desde que aquel reportaje de Stern publicó fotos del viñedo. Las cepas sarmentosas trepaban por los muros del presbiterio y, a través de las ojivas, entraban hasta el ábside rodeando el altar. En época de la vendimia, los racimos de pámpanos rojos y ocres se entrelazaban sobre la cruz de aquel Cristo de rasgos orientales, que parecía complacerse en esa alquimia de su sangre en vino.
Al cruzar frente al altar el padre Komay se arrodilló y esperó a que Manuel hiciera lo mismo. ¿Debía arrodillarse? No estaba en su voluntad hacerlo, pero tal vez le pareció demasiado violento permanecer de pie. O acaso… Me cuesta creerlo, pero he de hacerlo constar, porque es así como lo cuenta en su cuaderno.
De pronto, escuché con toda nitidez una voz muy cálida que decía: «Yo también te esperaba. ¿Es que aún no lo sabes? Tú eres parte del fuego que camina conmigo». Sentí un golpe en el corazón, pero no hice nada. El golpe en el pecho se repitió -«Tú eres parte del fuego que camina conmigo»-. Entonces, me arrodillé.
El anciano exclamó en un susurro: «Oremos, hijo mío». Mientras el monje se sumía en su recogimiento, Manuel observó un estandarte colgado entre dos vitrales de la nave central -¿un estandarte romano en el Tíbet? No, imposible-. Le pareció más interesante aquella imagen de Cristo que presidía el altar, un Cristo sonriente elevándose de la cruz que lo sostenía hacia los racimos que, a esa hora de la tarde, bañaban su rostro con una hermosa luz dorada.
Al volver su mirada al monje, se dijo para sí: «No espere que rece, padre, yo no creo en ningún dios… -y al instante añadió-. ¿Pero por qué me miento? Sí, yo también soy el fuego que camina contigo». El padre Komay no salió de su concentración hasta que acabó de santiguarse. Una vez que se incorporó le condujo al refectorio, donde sirvió dos vasos de un vino color rubí, muy espeso y aromático.
–Pruébelo: es el vino más viejo del mundo, tan antiguo como el origen de esta humanidad.
Manuel se lo llevó a los labios preguntándose si la leyenda sería cierta. ¿Procedería verdaderamente ese vino de la primera viña que plantó Noé después del Diluvio? El sabor, desde luego, era extraordinario. No se parecía a nada que hubiera conocido. ¿A qué sabía aquel vino?
–Sangre de Cristo -exclamó el monje-, pura sangre de Cristo.
¿Pero qué era aquello? ¿Una ironía telepática, se burlaba de él? Apuró otro trago mirando al ermitaño, que seguía como ausente. Por fin sacó la carta lacrada, la abrió y se puso a leerla detenidamente. Una vez leída, la dobló con todo cuidado y volvió a guardársela en la bocamanga de su sayal.
–Siempre es la misma guerra, hijo mío, siempre ganan y pierden los mismos…
¿A qué se refería? Manuel esperaba otra respuesta, pero sólo miraba su copa. El monje siguió hablando mientras llenaba la suya.
–A veces es mejor tener un enemigo fuerte, pero el nuestro se esconde siempre. Siempre nos traiciona. Lo peor de todo es que vive con nosotros, y dice amarnos, y tal vez hasta nos ama…
–Lo dice por los carniceros del ejército chino, ¿verdad? – preguntó Manuel, suponiendo que la carta tenía que ver con eso.
–¿Y si hubieran sido los tibetanos? En ocasiones, la guerrilla actúa así con los pueblos que considera que le han traicionado. Llegan de noche, juntan a todos los hombres en la plaza y los pasan por las armas. Luego empiezan con las mujeres.
–Pero usted debe saberlo. Usted tiene que saber quién fue.
–Hijo mío -exclamó el monje, que hablaba despacio, como ensimismado-, cuanto más tiempo pasa uno aquí, menos importan las opiniones. Todas las guerras se parecen demasiado, todos los hombres que se odian se combaten hasta el exterminio. Yo sólo soy un intermediario, el intermediario que siempre llega tarde, como esta carta. Demasiado tarde. Pero no te culpes por ello. Tú has cumplido una misión que no era la tuya, y lo has hecho generosamente, poniendo en riesgo tu vida.
–Ah, o sea que… -balbució Manuel, que no salía de su perplejidad. ¿Cómo que aquel anciano era un intermediario? ¿Entre quiénes, y al servicio de quién?
–Los libros sagrados de los uigures afirman que fue aquí donde acabó todo, hace doce mil años… Cada día es más posible que sea también aquí donde vuelva a consumarse un nuevo fin del mundo. Aunque tal vez prefieras la versión de los periódicos. Bueno, ya sabes que cada día está más cerca una guerra entre India y China, y que nuestro Tíbet podría ser el detonante. Sobre todo desde que pasó por aquí cierta expedición japonesa, y descubrieron importantes yacimientos de uranio cerca de Tengri Nor…
Eso le sonaba a Manuel. Naropa también le había hablado de esa expedición. Pero en su versión lo destacable no era tanto el uranio, sino la presunta radioactividad mística que envolvía la necrópolis de los Bogdo Janes hallada cerca de allí. Curioso, muy curioso.
–Eres libre de pensar lo que quieras -prosiguió Komay-. Sólo te pido que seas piadoso con este pobre viejo, y que guardes silencio acerca de esta visita. Nadie debe saber que esta carta ha llegado a manos de Abba Komay, ni siquiera que Abba Komay ha sobrevivido. Y cuando digo nadie, me refiero tanto a la guerrilla tibetana como a los servicios de inteligencia chinos, cuyas conexiones llegan hasta ciertas lamaserías…
–¿Lamas al servicio del ejército chino? Por favor, no me diga eso…
–No sería la primera vez… En 1947, muy cerca de Lhasa, se produjo un conato de guerra civil. Un regente demasiado ambicioso levantó en armas al monasterio de Sera, que entonces contaba con más de seis mil monjes. Y el ejército tibetano, no el chino, bombardeó el monasterio de los rebeldes hasta que se rindieron. Ese mismo día, más de un millar de monjes de Sera emigraron a China. Nunca volvieron. Desde allí, siguieron conspirando…
Manuel sintió como si tuviera una mosca en la boca, al fin preguntó:
–¿Puedo preguntarle a qué orden pertenecían esos monjes?
–A la que estás imaginando, hijo mío, a la Nyingmapa.
Al oír aquello empezó a entender muchas cosas, incluidas las prevenciones de Tara. Sin embargo, la sensación no fue tranquilizadora.
–Entonces, esta carta…
–No puedo decirte más de lo que te he dicho. No te beneficiaría saberlo -insistió el anciano poniéndole una mano en el hombro y mirándole a los ojos-. Créeme, hijo mío, hay mucho en juego.
Pese a que sus razones parecían convincentes, Manuel no conseguía escapar de la sensación de que todo aquello era una locura. Un nestoriano nonagenario ejerciendo como agente secreto, pasando y recibiendo informes de una tercera potencia… para evitar una guerra entre India y China -dos países que, entonces, ya habían conseguido sus primeras bombas atómicas-. ¿En qué podía derivar esa guerra en el techo del mundo? ¿En una nueva versión del Apocalipsis? Aquello parecía algo bastante increíble, pero la carta era real, y las palabras con que se la entregó Shalimar también encajaban: «La vida de cientos de personas depende de esta carta, por favor, entréguesela al padre Komay, se lo pido en nombre de ellos». ¿Se refería a los habitantes de Tielontang que habían sido pasados por las armas, o a los que morirían si estallaba esa guerra entre India y China por los yacimientos de uranio descubiertos en el Tíbet?
Fue entonces cuando el monje le sirvió una tercera copa de vino y se dirigió a él, llamándole por su propio nombre, como si le conociera desde siempre, como si llevara esperándole allá, en el otro extremo del mundo, desde aquel día en que entró en la cueva número cuatro de Qumrán, buscando una respuesta.